jueves, 3 de abril de 2014

EL CUENTO DEL HILO NEGRO

En el proceso de redacción de la tesis de maestría, me acuerdo, siempre hablaba con mis condiscípulos, que ahora son mis amigos a la distancia, sobre las telarañas del hilo negro. Teorizábamos -Wilberh, Melisa y yo- sobre su plena existencia o su incompleta irrealidad; asegurábamos a pie firme que no nos pasemos de sangrones tratando de encontrar el hilo negro de tal y tal cosa, que todo ya estaba dicho y redicho en esta mugre academia de imbéciles de buena voluntad, que nada era virgen –ni hasta la puta del recuerdo lo fue alguna vez- y que sólo escupiríamos (o lloveríamos, o rastrillaríamos, ¡en fin!) sobre mojado, y que no nos claváramos en buscar los rastros siniestros del tan mentado hilo negro. Yo, al final de tantas palabrejas y tantas melancolías de Wilbert y tantas disquisiciones de Melisa, terminé por concebir al hilo negro como una suerte de hilo dental de la perra musa, o de la musa perra, que no terminaba de vomitar su canción en el ruidero de mí corazón. Los meses pasaron, yo terminé por hacer una tesis presentable pero sin rastro de hilo negro, y creo que los trabajos de mis condiscípulos resultaron como cristianamente deberían acabar: sin las telarañas del hilo negro.
***
Pero, el otro día, escribiendo otra tesis, y esta sí, más amorosa y encoñadamente redactada, en un momento de desesperación y taquicardias que tengo cada vez que escribo sobre historias matrias, un hilo negro, no sé de qué parte entró, vino a ovillarse en el teclado de mi computadora. Un botón de una camisa negra bailoteaba, chimuelo, en el ojal de mi tristeza.

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