Se acabó el tiempo de la montaña. / Se acabó el tiempo del chiclero. / Se acabó el tiempo del zapote. / Se acabó el tiempo de la resina del zapote, / se acabó el tiempo de la sangre blanca. / Se acabó.
Ana Patricia Martínez Huchim, es una escritora nacida en Tizimín, Yucatán, que escribe en lengua maya, pero que traduce al español, lo más fiel posible, ese mundo de la oralidad que ha podido rescatar como antropóloga de formación que es (y la palabra “rescate” significa mucho en un “mundo desbocado”, donde las antiguas oralidades van siendo destrozadas por una modernidad, o “sobremodernidad” desmemoriada). Sin embargo, ella no es una simple antropóloga. Es una escritora, y más que escritora, es una poeta cuya sensibilidad elegiaca se remonta a aquellos primeros poetas que cantaron los presagios y los recuerdos del mundo que desaparecía con el contacto indoeuropeo.
Para diciembre de 2013 me compré, en la Feria Municipal del libro de Mérida, un libro de Martínez Huchim sobre el chicle que más me ha encantado leer: Uk’a’ajsajil u’ts’u noj k’áax, que fue traducido como Recuerdos del corazón de la montaña. En la solapa de ese libro, se señala que Martínez Huchim, además de ser autora de libros de cuentos, ha participado en trabajos académicos sobre la “etnoliteratura”.
Creyendo fervorosamente que las etiquetas de antropólogos o “etnolingüistas” sin imaginación demeritan las valías de las literaturas orales y los trabajos de creación posterior (es decir, hablo del cedazo del escritor a la hora de la redacción), y en el entendido de que toda literatura, sea de “molde” o de “habla”, es literatura oral, me pareció que el trabajo Recuerdos del corazón de la montaña no se puede reducir a burda “etnoliteratura”, a pesar de que Ana Patricia señala en su introducción que se basó en la historia de una mujer que fue cocinera en “los tiempos de la chiclería”, y nacida en un pueblo “al oriente de Yucatán”. Es cierto, Recuerdos del corazón de la montaña es la vida de una cocinera, xTuux, o la “de los hoyuelos”, es la narración de sus recuerdos de cuando iba a la chiclería, a “la Montaña”, pero no es solamente eso: es la recreación literaria –que no ficcional- donde la autora no se confina al simple narrar de las anécdotas, sino que compone los recuerdos a base de ejercer el oficio literario de una poeta a las que las metáforas les salen al camino con una vestimenta sencilla, y podría decir que hasta levitando.
En un ensayo ya lejano sobre la literatura e historia oral respecto a los chicleros, Luz del Carmen Vallarta Vélez señaló el disenso o diferencia que había entre las literaturas “de imprenta” hechas por literatos y escritores urbanos como Luis Rosado Vega, Moisés Sainz, Beteta y otros (pienso en Rafael Bernal con su libro Caribal, el cual no trata Vallarta Vélez); y los recuerdos que los antiguos chicleros de Chetumal sentían por esa etapa del México cardenista: mientras que trabajos como Poema de la selva trágica denostaban y execraban la vida en “la montaña”, y estereotipaban al chiclero como un semi salvaje; los recuerdos de los antiguos chicleros y familias chicleras, veían a esa etapa como una de las más felices en su vida, una etapa plena de recuerdos. En mis entrevistas que he realizado a ex chicleros centenarios, coincide estas apreciaciones de la fenecida antropóloga, Vallarta Vélez:
Igual que otros autores de la época como Moisés Sáenz y Ramón Beteta, escribe Rosado Vega sobre la selva y la extracción del chicle y la madera desde el punto de vista de hombres con una cultura urbana. Juzgan la vida cotidiana en la selva desde sus parámetros de bienestar y comodidad. Para cualquiera que ha crecido rodeado de asfalto, la experiencia en este medio ambiente natural puede ser terrorífica.
Esta interpretación literaria de la vida en la Montaña, signada por la visión urbana donde se denostaban los peligros de la selva plagada de paludismo, de la mosca chiclera, de las asechanzas del jaguar, de las posibles picaduras de la nauyaca o la “barba amarilla"; por el contrario, en los relatos contados a Vallarta Vélez entraban de un modo distinto: eran los azares a los que se exponía el chiclero, cierto, pero también eran “compañeros” del solitario chiclero en su vagabundeo por la Montaña. Los recuerdos de los chicleros que yo entrevisté, no están teñidos de la barbarie que se puede leer en los reportes oficiales de las distintas expediciones científicas a Quintana Roo durante la primera mitad del siglo XX, o de los trabajos literarios de Rosado Vega, et al. Cierto que la barbarie explotadora fue un hecho comprobado en innumerables señalizaciones que se pueden encontrar en los archivos, pero en los recuerdos de chicleros o cocineras entraba de un modo distinto, podría decirse que hasta evocativo de una vida plena y feliz, de cuando el chiclero podía subirse a los zapotales, y sus brazos eran fuertes y podía ir a “tirar” y escuchar los bramidos del jaguar y cantar en el “jato” y plagar el mundo de la Montaña con sus dioses que llevaba a cuestas.
Ana Patricia Martínez Huchim no entra a esa categoría “urbana” de concebir el “tiempo del chicle”, como un tiempo “trágico”. Al contrario, ella asume el papel de poeta dado por los recuerdos de esa octogenaria madre, de esa abuela espiritual apodada xTuux de los que en algún momento nos hemos interesado por la etapa del chicle que recorrieron los pueblos como Peto, Tzucacab, Chemax, Valladolid o Tizimín. Asume el papel de poeta, para volver a cantar al viejo zapote, a ese árbol sangrante de los chicleros:
El Señor del corazón de la montaña/ Es el tronco del linaje de Junkúul Ya’./ Noj K’áax es su nombre. Y es el asiento de la cepa de “Los del chicle”. / El árbol de zapote es su árbol. / El zapote es su fruto. / La resina del zapote rojo es su escasez. / La resina del zapote blanco es su medida. / La resina del zapote morado es su abundancia. / La blanca resina es su sangre. /
El Noj K’áax, para el chiclero, canta Martínez Huchim, es “Abuela, / madre, / hermana mayor, / hermana menor, / gemela, amiga”.
***
Tres cantos comienzan este libro bilingüe (trabajo únicamente la sección en español): El canto del corazón la montaña, el canto del zapote, que ya transcribí algunas partes; y el canto del chiclero. En todos estos versos, como he dicho antes, hay una hondura literaria que se remota a lo mejor de la literatura yucateca. Por su frugalidad y ática actitud poética, los cantos tienen elementos “ermilianos”, “medizbolianos”, pero sus raíces son netamente de la poesía cotidiana del milpero, del chiclero, o de los viejos que recuerdan sentados en la plaza principal de los pueblos de Yucatán, o de las abuelas que enseñan la vida sentadas frente al fogón, que seguramente Martínez Huchim ha escuchado en más de una ocasión.
Siendo una poeta, los nueve cuentos que siguen posterior al preludio de los cantos, son dominados por una mujer que narra su vida a la escritora: “En el cabo del pueblo, por el rumbo del abandonado pozo público, vivía la octogenaria doña xTuux, ex cocinera de los chicleros”. En la casa de bajareques, en el solar de la vieja xTuux, un zapote vetusto “amparaba a la casa y a la senil mujer”. No sabemos su nombre, ella ya no recuerda cual es, se llama xTuux porque así fue bautizada por un amor mezquino e infiel; espera el final “sumida en lo más hondo” de su hamaca, con la carga de sus cuatro veintenas de años augurados por el pájaro xpu’ujuy (tapacaminos); es afilada de palabras, y dura de carácter porque “se rajó el cuero en la montaña” para crecer a la parentela, y a un hijo apodado Muuts, que no nació de su vientre pero que fue su hijo desde que la joven xTuux lo adoptara y lo llevara consigo a la Montaña. Martínez Huchim, a lo largo de los nueve cuentos, toca a este elemento principal de todo hato chiclero: la cocinera, una mujer igual de importante que el capataz para la buena administración del “jato”. En la cocinera descansaban las interminables faenas cotidianas de dar de comer a 15 o 20 chicleros, con la “montaña de masa” para hacer tortillas que no acababan. A pesar de que Recuerdos del corazón de la montaña está enfocado a la vida de esta inolvidable cocinera, Martínez Huchim tiene frases y metáforas preciosas para describir las trashumancias y trabajos de los gambusinos de la selva que fueron los chicleros. Apunto algunas:
“Plaga de langostas en busca de hojas de elotes, la caravana de chicleros marchaba en busca de zapotales al corazón de la montaña”.
“Recordó entonces que los chicleros no pedían permiso a nadie para servirse de los beneficios del zapote como reverentemente el campesino de su sueño lo solicitaba a los Señores del Monte. En la montaña eran peor que animales: agarraban mata para sangrar y ya, ¡qué rezos ni qué nada!”
“Pájaro carpintero escarbando gusanos de los árboles, así, con gran esfuerzo y dedicación, el chiclero iba sacando la resina…”
Martínez Huchim, al narrar la vida de esta ex cocinera octogenaria, tal vez en el mismo lenguaje maya que utiliza, así como en algunas descripciones que hace, entra a una actitud feminista para hacer la crítica de una sociedad rural –la de los pueblos de Yucatán- altamente machista, donde mujeres como xTuux se tuvieron que abrir paso a punta de machete en un contexto donde la violencia hacia la mujer se da hasta en el lenguaje maya mismo. Me explico. En el relato llamado La apacible boa, la autora señala el origen de por qué su protagonista decidió ser cocinera: por una infidelidad del marido llamado “Lol”, que terminó en una separación. Hay un momento en que la protagonista se confronta verbal (y no verbal), mente con la otra mujer. Se gritan palabras como ¡Xyáaxkáakbach! (traducido como reputa) y Xche’k’a’am peel (en el glosario, Martínez Huchim apunta que es un “insulto entre mujeres” y significa “vagina desvirgada”). Al separarse del marido, xTuux toma el machete chiclero de su padre muerto con el que antes “cortoteó” el sombrero y las alpargatas de su infiel esposo. Desde entonces, sin el marido, “el machete chiclero al cinto formó parte del atuendo de xTuux y no se separaba de él ni cuando dormía”. No necesito decir que el machete es un símbolo fálico preciso, pero también es un símbolo con el cual la protagonista asume su nueva condición de mujer libre. La opción que le quedaba a xTuul, era, o asumir plenamente una condición de mujer libre que se valía por sí misma, desconocida para el pueblo, o ser la simple “dejada”. Xtuul decidió partir a la montaña, no sin antes responder a las mentalidades de una sociedad patriarcal donde las “dejadas” sólo son vistas como “Pozo público –señala Martínez Huchim- donde cualquiera podía jalar agua”. No sería “pozo público”, a expensas de cualquier borracho que quisiera sacar su “k’aaskep” (utilizando el glosario de Martínez Huchim, significa “pene feo”) de hombre feo para orinar en la albarrada de su casa, pero sí dejaría de ser una “jach mestiza” (en el pueblo de Martínez Huchim y en el mío mismo, las “jach” o verdaderas mestizas, según la conseja, “no usan ropa interior”), al despojarse de la tutela patriarcal de un marido que ejercía la violencia económica:
“-¡Mi Lol, mi Lol! Al volver de cada temporada de chicle, xTuux se compraba ropa y le presumía a las envidiosas: -Lol me hizo jach mestiza ya que nunca me compró ni siquiera ropa interior…decía que no era necesario. En cambio, ahora que me mantengo sola –se levanta el fustán-, hasta calzón caro uso”.
En el hato chiclero, xTuul, la libre, rodeada de chicleros, se volvió “flor del camino”, “venado en clamoreo”, “mariposa al paso de niños”, “paloma al acecho del gavilán”, “libélula en sarteneja de sapos”, “luciérnaga en la oscuridad de la noche”. Palabras, sin duda, duras de Martínez Huchim para referirse a aquellos hombres solos que fueron los chicleros, que en 5 0 6 meses en la Montaña, lo que únicamente deseaban, más que todo, era estar con una mujer “cual perros de hembras en celo”. Sin duda, muchas mujeres cocineras pasaron sin mácula el vivir en la montaña, pero los casos de prostitución no son desconocidos. xTuul contrarrestó las acechanzas de esos “gavilanes”, “sapos” y “tiradores”, de formas curiosas:
“Trabajar en el corazón de la montaña, en campamentos chicleros, no fue una vida fácil: xTuux era merodeada como los cazadores espían al venado. Mantener a distancia a los fulanos era más cansado que moler los tres almudes de nixtamal al día. De ahí tomó la costumbre de wixar [orinar] parada para evitar que los pelafustanes la acecharan. Era un martirio esperar hasta la noche para meterse al monte a defecar, escondida detrás de los árboles, y limpiarse con hojas y palos podridos. Y eso de mantener la vista al suelo y no mirar a nadie directamente a los ojos, para evitar malos entendidos, se le quedó por hábito aunque no estuviera en la montaña.”
El libro termina con los gritos del Xpu’ujuy dando brinquitos en el zapote de la casa de la vieja ex cocinera. Ella, levantándose de su deshilachada hamaca, se fue a ver al pájaro que le hablaba. Y parada frente al zapote, se adhirió a el la vieja xTuux, y recordó su vida, y recordó a sus hombres del corazón de la montaña. Una vez, en Peto, alguien me contaría del último suspiro de otro chiclero, que en el momento final de su vida, con más de 80 años a cuestas, tomó sus oxidados espolones y decidió subirse a un zapote que tenía sembrado en su solar. Murió recordando cuando chicleaba, similar al ultimo suspiro de la vieja xTuux abrazada al zapote.
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