Estoy poniendo en la mochila mi reportera, mi libreta francesa de apuntes, verifico si mi bolígrafo de cuatro colores está en la bolsa de mis pantalones, tomo la cámara y acabo el tercer café de la mañana digerido en ayunas. Estoy despierto desde las 5 de la mañana, transcribiendo datos del último capítulo de una tesis que, remedando a la canción de Daniel Camino Díaz, alias
Canseco, fue “forjado en cien años de amor esa historia”. De amor y de jodida angustia y horas nalgas aburridas. Apunto la dirección que me dieron, no sé qué camión tomar para llegar a la Alemán. Le hablo a una amiga, Carmen, y me dice que
“donde están las Piñatas, cerca del CIESAS, ahí se toman los que van a la Alemán”.
***
Y es que estoy ajetreado porque ahora voy a entrevistar a don Guillermo Baduy Moscoso, nieto del "turco" don Antonio Baduy, uno de los hombres principales que movieron el chicle en los primeros 50 años del siglo XX en la Península. De Antonio Baduy es un caso digno de contarse su historia, vino sin nada a la Península, y a base de puro tesón, labró su destino que crecía a la par que las arrias de mulas cargadas con marquetas de chicle, llegaban a su finca San Antonio Sisbic. Antonio Baduy tenía su residencia en Peto, en la casona principal que está a un lado del edificio porfiriano del centro, donde actualmente hay un colegio preparatoriano que se cae a pedazos, y que ya no recuerda sus épocas mejores. Esa casona, lamentablemente, es todo un gallinero de familias extensas hoy en día, da lástima cruzar ahí y ver a cerdos y cerdas humanas ensebarse todo el día, tirados en la hamaca, y engordando. Antes, era la casa principal de ese hombre que recorrió todo Quintana Roo en busca de la resina del zapote. Don Guillermo me dijo por teléfono:
"Venga usted, señor don Gilberto, mi abuelo me contó todo sobre el chicle y quisiera contársela ahora a usted”.
Y ya me largo, y ya me fui en busca de la memoria del concesionario chiclero Antonio Baduy, antes de que el olvido o la muerte nos agarre para siempre.
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