viernes, 25 de julio de 2008

Muerte en la tarde del “Sinaloense”



He visto corridas de toros. Pero para un argentino, hay algo feo en una corrida…no me parece muy hábil agarrar a un toro y matarlo entre diez o doce personas
Jorge Luis Borges

Por lo que toca a las cuestiones morales, no puedo decir más que una cosa: es moral todo lo que hace que me sienta bien, e inmoral todo lo que hace que me sienta mal. Y, juzgados por este criterio, que no intento defender, los toros son absolutamente morales para mí, porque, durante la corrida, me siento muy bien, tengo el sentimiento de la vida y de la muerte, de lo mortal y de lo inmortal, y una vez terminado el espectáculo, me siento muy triste, pero muy a gusto…Ernest Hemingway


Ha muerto un toro descomunalmente “matrero”. Muerto es un decir, porque en realidad fue cobardemente victimado, asesinado, muerto por asfixia, ahorcado como el más vulgar criminal, sentenciado a morir y remorir por el hecho simple de que este burel se limitaba a cumplir con su instinto animal de sobrevivencia, de defensa combativa. Destripaba y descoyuntaba caballos, es cierto, y es cierto que se iba directo contra la “caballanidad” humana de las cabalgaduras y la inhumanidad caballuna de jinetes y vaqueritos, desquitando su furia, su neurosis asesina enclaustrada en las innumerables plazas terrosas de las villas y pueblos perdidos de la Península, los famosos “tablados” de indios. Su nombre, ya leyenda de la memoria popular que recorre los caminos y la manigua peninsular, “El Sinaloense”, terror de vaqueros, cagados de miedo cuando veían detrás de la reja de maderas que reprimían los ímpetus de muerte de sus caballos, que el “toro asesino” apisonaba, con sus cuartos traseros, vez enésima, el suelo rojo del ruedo de bajareques.

Fue muerto en Homún, aldea yucateca sin esperanza, por cuatro infames canallas, miedosos de que el Sinaloense les sacara las vísceras a sus meretrices yeguas, a sus sementales deslechados.

Al Sinaloense ya la calaca le rondaba, le jugaba bromas a sus tarros cacarañados. Echeverría –vaquero tendero de mi pueblo, conocedor experto del ritual fiestero peninsular, aún atribulado en las noches de lluvia por el recuerdo insistente, tenaz, de la “Julia”, yegua suya a la cual le fue escarbado con brutalidad su vientre por los cuernos de un hermano del Sinaloense, del rancho de Kulunché-, cuenta que…

…a ese pinche toro ya le había cargado la verga, entre los vaqueros ya corría el precio de su cabeza.

El Sinaloense se salvó en Kalkiní, devastó con el remover tumultuario de su cuello las innumerables celadas que le fraguaron en “Ox”, vio de cerca el abismo de la nada en otros crepúsculos dispersos del ayer, pero en aquella tarde fatal de Homún (miércoles 16 de julio de 2008) el destino, o lo que conocemos como tal, decidió que ya le había llegado la hora de pagar con su sangre, lengua y pulmón, las doce destripadas y las doce cagadas de pánico que le propinara a doce vaqueros sin destreza para la brida y el lazo. Como dijo Echeverría, “ya le había cargado la verga”. Murió el Sinaloense, y los enanos acomodados únicamente a lidiar becerritos, hoy pueden montar en paz, que ya no hay toro que cubrirá, en los concursos de lazo, de aquí en adelante, el puesto que dejó vacante el padre de los toros yucatecos.

Pero el Sinaloense, padre de los toros yucatecos, y laxante semoviente de los pendejos vaqueritos, en realidad no nació en ninguna de las vegas empedradas de la Península. Cuenta su deudo-dueño, Pedro Pérez Sosa, que al astado se lo compró a una señito ama de casa de Tepakán (otro pueblo sin esperanza de la península), una mujer que después de hacer la comida y el mandado, pos como que le metía, por amor a su acendrado catolicismo, a eso de la empresa taurina. La seño compró al burel en Cancún, y al parecer corre la especie o rumor de que el astado escuchó por vez primera los trinos de los pájaros en el rancho de “Cerro Viejo” del lejano Guanajuato. Antes de ser asesino, fue una promesa que la seño de Tepakán le hizo, no se si al cura mofletudo o al santito del pueblo. Posterior a la “promesa”, la ama-empresaria buscóle dueño al futuro asesino, junto con un hermanito suyo (es decir, el mismo que escarbó con saña de violador el vientre no tan virginal de la Julia); y su morrillo, cuerpo, cuartos y tarros cayeron en las vegas empedradas del ranchito de Kulunché de don Pérez Sosa. En esas vegas lajosas de Kulunché nacería la leyenda de furia y sangre, de vísceras y muerte, que el Sinaloense iría construyendo, como una inamovible albarrada a prueba de equinos huracanes, con las doce vísceras caballunas que sacara al aire y a las moscas de muerte en su paso raudo, paso de hoz, de hacha y machete cortante, por los tablados calinosos de la sofocante Península.
Era una muerte anunciada la muerte que con suma cobardía le perpetraron al Sinaloense. En Homún, la verga, el destino, la hora o la pinche mala leche de los vaqueritos cobardones, cargó con la vida del Sinaloense. Antes de que se llevaran a los toros en el camión de redilas al tablado de Homún, una llamada telefónica advirtió a don Pérez Sosa de que la verga, el destino, la hora o la pinche mala leche de los vaqueritos cobardones, ya afilaba el plan de muerte contra el astado: “una persona habló a la casa para prevenirnos, pero como se le dijo que era difícil llevarlo porque cojeaba de una pata, ya no dijo nada hasta después de los hechos”.

“Después de los hechos”. Hechos espantables, airados por haber sido realizados con suma cobardía, sin ningún sentido de la piedad cristiana, esa piedad que movió a San Francisco de Asís a llamar hermanos al lobo silvestre y a los animales del bosque. La muerte del Sinaloense, para mí, fue un hecho amoral, y en la que, sin ser Hemingway, sólo puedo decir una cosa: no estoy en contra de la corrida de toros, que no intento denigrar, ni de las fiestas salvajes del pueblo, que no intento comprender, pero al ver por DVD pirata (y no se cual es el original) los últimos estertores del “toro asesino”, sentí que era partícipe de una acción, amoral para mí, porque durante el tiempo en el que observé la agonía del toro, me sentí muy, pero muy mal, y tuve el sentimiento de que lo que se realizaba ni era fiesta sin consecuencias teológicas, ni arte, ni mucho menos tragedia escenificando la vida y la muerte: era, eso sí, un atroz e impune asesinato, agravado porque sus cuatro asesinos que lo ahorcaron se supone que cuentan con razón, que no se mueven como autómatas, por instinto, como el Sinaloense; y que, como bien dijo don Pérez Sosa, “los vaqueros que entraban a lazarlo sabían a lo que (se) exponían”, que a “nadie se le obligaba a participar”.

Pero los cobardes, esos cuatro canallas que se observa en la filmación de la muerte del Sinaloense, no querían exponer ya más el pellejo de sus parturientos equinos, la sentencia era inamovible. Me pregunto ¿Quién resultó en realidad el asesino? Porque es fácil prever que el animal, en un estado de fiebre producido por la adrenalina, mataba a caballos por instinto, al calor de su cuerpo primitivo. Pero esos cuatro asesinos, como se aprecia en el video, actuaron con fría humanidad: sin compasión, con un amarre tipo “cochino”, que aprieta y no afloja, los vaqueros, viendo al toro mordiendo el polvo, picaban con sus espuelas a sus monturas y las hacían retroceder en direcciones contrarias al cuello de la bestia moribunda. Sin escuchar los gritos de los curadores del astado y de la concurrencia, como autómatas, podría decirse que por instinto asesino, los vaqueros no cedían a los ruegos para que soltaran a la bestia. Me pregunto: ¿Quién es en realidad el asesino, el instinto o la razón?

Posterior de su muerte, el Sinaloense -bautizado así por el hecho de que, al salir al ruedo, la canción del mismo nombre lo acompañaba en su faena de carcomer el vientre de cuanto caballo le pusieran a su alcance- fue destazado, y su carne regalada entre los moradores de Cacalchén. Seguramente ha de haber salido de a poca el chocolomo que hicieron con sus restos. Yo no sé, no lo probé. Me limité a comer las criadillas, y al día siguiente sentí una furia asesina, difícil todavía de controlar.

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