jueves, 22 de enero de 2015

La carcajada del joven lobo del mar cozumeleño

Fotografía de estudiantes de secundaria proporcionada por Raúl Chi. No necesito aclarar, que el autor no aparece en la imagen.

Hoy recordé a mi amigo Edilberto Sabido Cimá, el que aparece en esta foto de unos estudiantes de secundaria, en el año antediluviano de 1997. De cuclillas a la derecha, Edilberto se pegaba una carcajada para ese flash de la eternidad que me ha hecho recordar  la frase rubéndariana de "juventud, divino tesoro",  cambiándola por  adolescencia, divino tesoro, ¡qué bueno que te largaste para nunca volver!

 Un día, diez años aproximadamente después de esa foto, caminando una tarde marceña por las playas de Cozumel, me encontré a Edilberto en una cala de la isla donde los pescadores resguardan sus barcazas después de las faenas del mar. Me gritó por mi apellido, ¡Avilez!, volteé a ver para saber quién coños me hablaba, y era él, Edilberto, el más grande dibujante de hembras desnudas a la tan temprana edad de 13 años (recuerdo sus dibujos en la paleta de su silla, fue acusado de perverso por unos imbéciles de la clase, expulsado una semana, muy pocos creyeron en sus dibujos, pero sin duda prendían a más de uno).

Fue un abrazo de viejos amigos ese encuentro fortuito que terminó en una borrachera sideral en esa isla de las golondrinas. Enfiestado y platicador como en mi recuerdo, me dijo que era “capitán de barco”, que se había casado con una gringuita, y que tenía con ella una prole considerable.

Al salir de la refriega etílica, en plena madrugada vaporosa caminamos hacia su balandro, siguiendo a la luna que se ocultaba en ese mar peninsular. El "barco" era una lanchita eduardoño, jodida, vieja y oxidada pero con potentes motores que Edilberto prendió para hacerme escuchar el sonido cadencioso y asmático de sus caballos de fuerza. Y con ese barco, Edilberto y su tribu de hombres de mar iban a la caza de pulpos, sirenas, endriagos y de un sinfín de peces que me fue resumiendo, aquella lejana madrugada, el catálogo de sus nombres y virtudes que ya no recuerdo.


A la vuelta de los años, Edilberto se convirtió en lo que yo mismo he querido ser sin poder lograrlo por miedo pánico al naufragio: un hombre de mar. Esa misma madrugada, tomando café cerrero para bajar la borrachera, acompañé a Edilberto y su tribu de hombres de mar, a la búsqueda de endriagos y perlas marinas. La carcajada seguía siendo la misma. 

lunes, 12 de enero de 2015

El apartheid de la “civilización yucateca”




El 13 de diciembre de 2013 murió Nelson Mandela, Madiba, el hombre que luchó contra el apartheid en Sudáfrica. Es una lástima que en Yucatán no se haya tenido una figura como él en un aspecto que no tocó Carrillo Puerto, el Lincoln de Yucatán. Y es que Carrillo Puerto no tocó  el perdón que se le debía al pueblo maya que en más de una década fue presa de los intereses esclavistas y racistas de las élites yucatecas, coaligadas con los barones del azúcar en Cuba.[1]
A mediados del siglo XIX, de 1847 a 1867 (y muchos dicen que hasta bien finalizado el siglo XIX), en Yucatán se vendía como bestias de carga a la población maya: la vendían los dzules, los de la “civilización yucateca”[2] cuyos herederos historiaron, desde sus “filtros étnicos” del poder, a la Guerra de Castas, esa fracasada lucha de liberación anticolonial de los mayas y mestizos del Yucatán de mediados del XIX. Desde las páginas del periódico Las Garantías Sociales,[3] Manuel Barbachano, hermano del que fuera gobernador de Yucatán en los inicios de la Guerra de Castas, Miguel Barbachano, vociferaba que “íntimamente convencidos todos los habitantes [no indígenas, desde luego] de la península”, de que mientras subsista la Guerra de Castas, Yucatán seguiría en la “decadencia”, se hacía necesario el “expulsar del país a todos los rebeldes que sean cogidos con las armas en las manos”.
Después de la caída de Santa Anna en 1855, Dumond señala que varias administraciones yucatecas –de las que destacan, por su manifiesto furor en la venta a Cuba de indios mayas rebeldes y simples mayas pacíficos de los pueblos, el golpista Agustín Acereto, que valido de cuartelazos e intrigas, dos veces llegó al poder de octubre de 1859 al año de 1861-, la venta de mayas continuó: “[…] y aunque la información es relativamente escasa, parece bastante evidente que los yucatecos particulares se involucraron más y más en este tráfico para su propio beneficio”. Distintos contratistas cubanos prometieron dinero y armas a Yucatán a cambio de indios, y para el periodo que va de 1855 a 1861 el tráfico de niños huérfanos, rebeldes o no, tanto indios como mestizos, “se había vuelto extenso, y algunos miembros de familias principales de Mérida se hicieron cargo de la tutela de los huérfanos, supuestamente para mejorar su condición, pero en realidad para venderlos en Cuba”. Incluso varios mexicanos en la Península fueron a parar a los florecientes cañaverales de la mayor de las islas de las Antillas.[4]
Muchos todavía, “dzules” en su mayoría, desde su “ciudad letrada” siguen historiando esa guerra fallida, algunos se han metido a trabajar el espanto de esa especie de Apartheid yucateco,[5] y siguen “antropologizando” a los herederos de esa larga guerra en la Península, pero muy pocos de los “letrados” occidentales –yucatecos o “yucatecólogos”- han querido no sólo saber de su historia, sino saber de la justicia para el pueblo maya.
Se sucedieron los gobiernos desde 1847: a los “barbachanistas” y “mendistas” les siguieron los entusiastas del Segundo Imperio, a estos los liberales, luego vinieron los porfirianos, siguieron los “revolucionarios” de Sonora, y después Carrillo Puerto y sus socialistas, luego el PNR hasta la actualidad, etc., pero nunca de los nunca ha habido en Yucatán un mea culpa por la venta de mayas a Cuba.
A fines del siglo XIX, hasta bien entrado el siglo XX, en Mérida y las cabeceras de los partidos políticos, se festejaba el 30 de julio como un día de duelo regional, fecha infausta en el que “el país que no se parece a otro” estuvo a un paso de sucumbir ante la “barbarie” de los indios de Yucatán.
Yucatán, tierra adorada, tierra de negaciones y afirmaciones rotundas, el apartheid del siglo XIX todavía no ha sido ni siquiera bien a bien estudiado: ¿cuántos mandaron a Cuba los esclavistas yucatecos, ¿regresaron?, ¿habrá un mea culpa algún día para los que “sufrieron la historia”?



[1] Aunque, desde luego, no desconozco  que Felipe Carrillo Puerto, como ha manifestado su biógrafo principal, don Manuel Sarkisyanz, uno de los logros más importantes del gobierno socialista fue el de revalorar el interés por el pueblo maya no sólo en el área política sino en el cultural. Con Carrillo Puerto se dio un proceso de resurgimiento del pueblo maya. Sin embargo, la crítica de Carrillo Puerto no tocó a fondo ese periodo negro de la historia yucateca que señalamos. Cfr.  Manuel Sarkisyanz, 1995,  Felipe Carrillo Puerto. Actuación y Muerte del apóstol “rojo” de los mayas, Mérida, H. Congreso del Estado de Yucatán.
[2] En las prensas de la segunda mitad del siglo XIX, la lucha sostenida por los mayas rebeldes de Chan Santa Cruz contra la sociedad yucateca, era vista como la lucha entre la “barbarie” y la “civilización yucateca”.
[3] Cfr., los ejemplares del 12 y 15 de febrero de 1858.                  
[4] Dumond, Don E., 2005, El machete y la cruz. La sublevación de campesinos en Yucatán, México, UNAM-Plumsock Mesoamerican Studies-Maya Educational Foundation, p. 351.
[5] Aunque si bien el apartheid de Sudáfrica se dio dentro de esa nación, en Yucatán, el querer excluir al pueblo maya de las tomas de decisiones –el poder político y económico, a lo largo del siglo XIX, descansó en el elemento no indígena de Yucatán-, tuvo una fuerza racista en su exclusión, en su separación y segregación definitiva de la sociedad blanca y mestiza yucateca, de los mayas de Yucatán (rebeldes y no rebeldes), mediante su expulsión y venta a la Cuba esclavista. 

sábado, 10 de enero de 2015

Flor de tajonal


Camino bordeado de flores de tajonal. Fotografía de José Ic Xec

De las flores de tajonal, esas de color amarillo que bordean los caminos de los pueblos de Yucatán, las abejitas meliponas, "culinas", extraen el mejor néctar para hacer ese llanto dulce de los dioses antiguos que imantan los viejos caminos de la Península.
La miel de tajonal, decía mi abuelo, es la mejor de todas; esa miel meliflua con la que embarramos la yuca, con la que los milperos endulzan el pozol, y los chiquitos gordos las "barras" de pan.
No existe la palabra tajonal en el diccionario de los monárquicos, pero en Yucatán todos sabemos que, cuando el tajonal florece, los caminos de los pueblos se bañan como soles resplandecientes. 

viernes, 9 de enero de 2015

HISTORIA CONJETURAL: EL DICTADOR Y LAS CONCHITAS

Geografía de la Isla donde posiblemente hubiera ocurrido lo que se relata aquí

Confieso que el único oficio que hubiera practicado con gusto, si no hubiera optado por el bostezante oficio de historiar, sería el oficio de supremo dictador de una isla caribeña situada “entre el Cabo Catoche y la Siberia”. Imaginemos un poco esta hipotética situación que, por desgracia, ha sido repetitiva en la historia maldita de las islas situadas un poco más al este del Cabo Catoche y la Siberia.
A los 31 años, siendo un oscuro coronel del ejército sin más pretensión que la de vivir de forma decorosa con mi amada familia, me coaligué con otros del mismo rango militar de las 16 regiones de esa isla situada entre el Cabo Catoche y la Siberia, con el objetivo de parar en seco el estado de pudrición política en que se encontraba la patria, adolorida por tanto espíritu tartufo y bellaco.
A mí no me interesaba y no me interesa todavía la política, pero picado por la curiosidad, y por ver en qué terminaban las afiebradas reuniones a los que los conspiradores primeros me habían invitado a asistir en un cafetucho de una ciudad oriental a la capital de la isla, asistí a todas, pero mi objetivo, tengo que decirlo, no era diseccionar las pruebas del desbarajuste social que mis colegas exponían con sumo cuidado, sino el saborear el café de Conchita, la dueña del establecimiento situado enfrente de la bahía de esa ciudad, al mismo tiempo que degustar con mi mirada, cada vez que Conchita me daba la espalda, su enorme y empinado culo de mulata.
El día pactado del golpe, aún no convencido del todo, en vez de dirigirme con mi batallón al cuartel de Dragones y tomarlo en la madrugada, me fui con todos los soldados al café de Conchita, les dije que esperaran y velaran armas, pues su coronel iba a retozar un rato. Pensaba que la Revolución iba a fracasar de raíz, pero a las ocho de la mañana, un golpe a la puerta dado por un cabo, me trajo “la novedad mi coronel que el gobierno ha caído y ahora hay una junta de jefes que pregunta por el paradero de usted y del batallón a su mando”. Le dije a Conchita que me preparara algo rápido de desayunar y trajera una máquina de escribir: con el primer bocado y el primer café cerrero de la mañana, redacté una terrible batalla militar que sólo sucedió en las telarañas de mi imaginación:

“Como coronel en jefe del Batallón Elías Rivero, manifiesto que al llegar al cuartel de Dragones, sito entre el kilómetro 15 de la Carretera Ciudad de los Curvatos-Calderitas, al parecer, alguien dio el pitazo de que mi pequeño ejército de 120 soldados, movilizados en 5 camiones, aparecería a las 500 horas. La defensa de los esbirros de la dictadura fue férrea, pero mis valerosos subordinados salieron avantes y logramos tomar el cuartel en menos de 20 minutos y sin ninguna baja nuestra. Ningún defensor de la dictadura conservadora está vivo para contarla. Las armas de la Revolución se han cubierto de gloria en esta ciudad oriental de los Curvatos, y hoy mismo nos encaminamos a la Ciudad Capital”.

Terminado de redactar esta misiva, otro cabo se presentó para informarme de que “con la novedad que el cuartel de Dragones ha capitulado y pide garantías para salir de la ciudad”. Demostrando entereza de carácter en momentos difíciles para la Patria, mi respuesta fue la de “mátenlos a todos en frío o en caliente, y tiren los cadáveres a los caimanes del Hondo".
La toma de ciudad capital, luego supe, fue, en lo que cabe, más tenue que mi batalla imaginaria. Dos tanques, cinco tanquetas y una toma simbólica de la radio y la prensa (granadazos a todas los diarios de la capital incluido, principalmente, a uno llamado el Por Esto!, diario infame, anarquista y procubano), bastaron para que en menos de 8 horas, la ya conocida Revolución de los coronelazos defenestrara la podrida dictadura burguesa de los maricones politiquillos de la isla. En cadena nacional, la junta revolucionaria manifestó públicamente su voluntad de sanear la economía de las influencias extranjerizantes, y llamaría inmediatamente a las urnas para que el sentir popular decidiera por cuál de los miembros de la junta votaría. Estas elecciones se verificaron ipso facto, y el agraciado con el voto de las ignorantes mayorías famélicas fui yo (ayudado, desde luego, por un ejército de mapaches empistolados traídos de la Ciudad de los Curvatos, fiel a mis dictados y que se movían como perros amaestrados).
De inmediato, lo primero que hice, al jurar por la patria y por los héroes gloriosos de la Revolución de los coronelazos, fue eliminar a todos los que iniciaron la Revolución: entre las mazmorras, el exilio y el cementerio, fui suprimiendo al 99 de mis posibles opositores. El 1 % restante, no necesito decirlo, era yo. Suprimí, además, las prensas reaccionarias, decreté toques de queda durante los primeros meses de mi gobierno de mano dura, y poco a poco fui convirtiendo a la isla situada entre el Cabo Catoche y la Siberia, en una sociedad modelo, a imagen y semejanza de mis mejores pesadillas dictatoriales.
Luego vino la fiebre constructora: me encoñé por hacer varios “partenones” al estilo Durazo a lo largo de las costas de mi paisito-cortijo, le declaré la guerra a las otras islas (sobre todo, a los restos que quedaba de la Cuba comunista), pacté con el Imperio yanqui la venta de armas a cambio de coca y mujeres caribeñas de nalgas promiscuas para sus marinos, me hice varias estatuas para engordar mi culto creciente a la personalidad; e hice que uno de mis 160 hijos procreados en el tiempo récord de 10 años, con tres años apenas y cagándose en los pañales, fuese general de división y héroe de la Revolución heroica que me llevó al poder derrocando a la dictadura burguesa de los maricones politiquillos. A mi mujer, digo, a una de mis tantas mujeres de mi harén personal, la declaré Prototipo de la belleza nacional, y a mi madre, Madre de la Patria y heroína por haber traído al mundo al “Fundador de la conciencia nacional”.
En el día de mi nacimiento, imitando a un dictador de un país de mariachis vecino, decreté que fuese la fecha de conmemoración del inicio de la primera independencia verdadera de la patria, recordando los hechos de armas míos en el Cuartel de Dragones de la Ciudad de los Curvatos y, valido de documentos apócrifos y de un batallón de historiadores que comían de mis manos, compuse una historia oficial donde demostré de forma irrefutable, que no la caída de la Ciudad Capital, sino la de la Ciudad de los Curvatos, fue el factor importante para la victoria que expulsó a la reacción conservadora de la Isla.
Además de esto, hice que un congreso adocenado a mis caprichos, me declarara  “Benefactor Nacional”, “Supremo Dictador humanista” y “Semental de la Patria”: mi parentela creció con los años en el poder, pues mi obsesión por todas las Conchitas de la patria fue célebre: campesinos de la sierrita, aldeanos de aldeas perdidas del Hondo, llegaban por caravanas a la ciudad capital con nuevas Conchitas de hijas, con el objetivo único de que el “Semental de la Patria” les diera un nieto que sea orgullo de sus familias.
Y así hubiera seguido hasta la eternidad, entre la fiebre del poder y la fiebre de la bragueta, de no haber sido por uno de aquellos bastardos de una Conchita cualquiera, que decidió que ya era hora de hacer otra gloriosa revolución sin quererla.


miércoles, 7 de enero de 2015

PEDRO DÍAZ


Solía mirar con sus pequeños ojos,
con sus belfos besados por Dios desde el vientre de su madre
las tardes de corridas en el pueblo de mis mayores.
Pedro, hijo de María, hombre como nube.
Pedro Díaz, el que vive, el que anda.
Mitad matarife y torero de vísceras de mi pueblo.
Pedro Díaz, el que en jícara bebe la sangre de la res recién muerta
y abierta por Pedro mismo
con su cuchillo inmenso como el mundo de matarife.
Otros, para tener valor y silbar palabras inentendibles, beben alcohol hasta morirse.
Pedro, el matarife de Pichi, Pedro el Grande, Piedra ensimismada del camino,
Bebe en jícara la sangre de los toros.
Pedro niño, Pedro grande, Pedro hermano.
Yo no tengo palabras como Vallejo, Pedro Díaz, el obrero, el hombre,
para hablar de las criaturas de tu hambre,
para llorar sobre tu cuchara, enfrente de tu pan y tu mesa desolada,
hacer versos al cuchillo de tu trabajo,
con la chaira de tu esperanza y tus símbolos de hermano matarife.
Que naciste muy chiquito, mirando al cielo petuleño,
Y que luego creciste y te hiciste obrero, Pedro,
Eso pocos lo saben, Pedro Díaz.
Siempre que te veía, Pedro, te decía Pedrito,
Para las fiestas de pueblo cuando te topaba te daba 100, 50 pesos 
y te decía que te tomaras una a la salud de los enfermos.


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