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De junio a diciembre de 1888,
La Revista de Mérida comenzó a dar unas relaciones de pasajeros que arribaban a Progreso procedentes de Turquía. Entre esas listas no aparece el apellido de un personaje singular, Tuffi Abimerhi, hombre que sería de negocios cuando los negocios, o “negociaciones”, atraían como a las moscas a los súbditos del Monte Líbano hasta en pueblos alejados de Mérida como Tzucacab. Apuntemos que a fines del siglo XIX, al tren de la “pacificación” (el tren de Mérida-Peto), en su lucha contra el bárbaro de Santa Cruz, se le ocurrió dividir en dos a los montes de Tzucacab. Un nuevo tiempo le había llegado a Tzucacab: de pasar de ser una colonia militar mal armada frente a la expectativa de los ataques de los rebeldes de Santa Cruz durante la segunda mitad del siglo XIX, a partir de 1890 Tzucacab comenzaría a ser un pueblo donde los trapiches de Kakalná, Hobonil, Caxactuk y Catmís comían los cañaverales y comían los brazos de los hombres.
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Una vez “pacificado” a los “bárbaros” santacruceños, y declinada la época azucarera por sus estertores de viejo y su problemas de manejo durante toda la primera mitad del siglo XX, el chicle agarraría vuelo y pueblos como Tzucacab se convertirían en centrales chicleras desde la década de 1910; y cada año, para mayo, la chicleada comenzaba y el barullo de gentes subiendo a la Montaña Chiclera formaba un ruidero ensordecedor. Ese tiempo del amontonamiento de los chicleros anterior a la subida de la Montaña Chiclera, era dos de los mejores momentos –el segundo sería el regreso de la Montaña chiclera en diciembre o enero- para el auge comercial en el pueblo: los chicleros habían cobrado el “enganche”, tenían dinero en sus bolsillos, y las cantinas y los giros comerciales se atascaban de sus presencias.
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El cine Abimerhi, de don Tuffi Abimerhi, nuestro personaje de este breve relato, tal vez para esas épocas comenzó a trabajar proyectando, con su invaluable cinematógrafo (esa cámara mágica del "Progreso y la Civilización"), las películas mudas o las medio mudas de la época, porque no sé cuándo el sonido hizo acto de presencia en el séptimo arte. A principios de 1930, en las correspondencias de los “reporters” de Tzucacab, más de una vez fiché el nombre del “cinema Abimerhi”, sin darle importancia al asunto, aunque supuse que el dueño era un turco que vino a hacer las Américas en un pueblo chiclero como el Tzucacab de la década de 1930.
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Sin embargo, a don Tuffi todavía se le recuerda por eso: esa cuasi épica de dar el cine en pueblos lejanos, en pueblos casi rurales, como el Tzucacab de 1930. Y es que el cine de los pueblos es un tema poco -o nada- estudiado en la historiografía yucateca. La importancia de don Tuffi Abimerhi tal vez no se deba a sus otros giros comerciales y a su trabajo tesonero y a su extravagante nombre y a su aura de hombre venido de una tierra cercana a la Tierra Prometida donde caminó el Cristo y a su condición semita y a su lenguaje arenoso y desértico y a su condición de desarraigo creando, en tierras inhóspitas como la Península, su nueva tierra, su Tierra Prometida que vino a buscar sin brújula y la encontró en Tzucacab, en esta “pequeña parte de pueblo”, que para Tuffi significó, tal vez, una pequeña parte, un girón transfigurado de su antigua tierra que quedaba cruzando un océano y un Mediterráneo y caminando un desierto. Y Tuffi se arraigó, hizo familia, hizo amigos, bautizó a un ejército de chiquitos tzucacabeños, caminaba de vez en vez en babuchas pero no desdeñaba la alpargata del trópico peninsular, y todavía en 1959, sus negociaciones habían crecido.
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El 15 de abril de 1959,
La Voz del Sur, un periódico que se editaba en Tekax, ponía entre sus páginas un aviso de dos giros comerciales de Tzucacab. El primer aviso era de don Manuel Carrillo Milán, un hombre que hizo alguna fortuna vendiéndole tragos a los chicleros. Manuel Carrillo anunciaba a “El esquimal”: la nevería, según él, “que más agrada a los sureños”, y que quedaba a un costado del parque de Tzucacab. Además de helados y paletas de todos los sabores y colores, Carrillo vendía jugos de frutas, pero El esquimal también tenía el apreciado elixir de la vida: la cerveza “bien refrigerada”. El otro anuncio era de don Tuffi. Lo presentaba de este modo:
Negociación Abimerhi. Una empresa que coopera para el adelanto y prosperidad del pueblo de Tzucacab.
En su negociación, don Tuffi contribuía, para “el adelanto y la prosperidad de Tzucacab”, con una miscelánea en general; con un molino para granos; con una “moderna fábrica de hielo” para que todos los Aurelianos de Tzucacab, vayan agarrados de la mano de su padre a conocer el hielo. Pero lo que todos deseaban de los negocios de don Tuffi, la razón por la que más le tenían cariño, se debía a que el turco era dueño de un “Salón de cinematógrafo con equipo a la altura del progreso”. Con su cámara mágica traída desde Nueva Orleans, don Tuffi había alegrado las tardes y las noches de más de una generación de tzucacabeños. ¿Qué sería de ellos si la cámara mágica no se prendiera un día, y la función programada se suspendiera por amenaza de lluvia que traía truenos y relámpagos? Esto siempre era la preocupación constante de medio pueblo: cada vez que amenazaba con llover, o cada vez que llovía, las funciones del “Salón cinematógrafo Abimerhi” se suspendían irremediablemente. Pero los tzucacabeños, pequeños y grandes y hasta los más viejos del pueblo, sabían de qué pie cojeaba don Tuffi Abimerhi. Y ese pie era el cariño que sentía por su pueblo adoptivo. Pero el cariño sólo salía a flote azuzado por otras muestras no menos curiosas de cariño de ese pueblo de adictos cinéfilos de Tzucacab. En las tardes de agosto, o en aquellas tardes remotas de noviembre, los de Tzucacab veían siempre al cielo, que a veces era bueno para las milpas, pero que siempre era malísimo para el cine. Una lluvia repentina que bañase al pueblo significaba que la película
Santo contra las momias de Guanajuato o
Santo contra las mujeres vampiro se suspendiera para tristeza de todos. Para calmar el temor que don Tuffi sentía por los truenos o la lluvia, los del pueblo se juntaban en la plaza principal, y caminando unos metros, llegaban a la casa de don Tuffi. Ahí, enfrente de esa casa de dos pisos, los tzucacabeños comenzaban a aplaudir y a proferir el grito imprecatorio que descorría todo cerrojo y todo candado del cine del pueblo:
¡Tuffi, Tuffi, Tuffi, Tuffi!
Rara la vez don Tuffi no respondía al llamado de auxilio de ese pueblo de cinéfilos: una luz que venía del cuarto de arriba donde dormía don Tuffi, tanteaba la oscuridad y se acercaba al balcón. La ventana se abría apenas, y un hombre en pantuflas, con las telarañas del sueño adheridas a sus ojos verde grises del Líbano, todavía detrás de la ventana, apuntaba con el foco a aquella muchedumbre que gritaba su nombre. Esto era la señal que esperaban todos, y el grito, ahora no imprecatorio sino de agradecimiento, se hacía más fuerte:
¡Tuffi, Tuffi, Tuffi, Tuffi! Cinco minutos después, don Tuffi, todavía en pantuflas, a dos esquinas de su casa, estaba en la taquilla de su cine vendiendo los boletos.
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