Ayer me cuestionaron si mi texto sobre la región de
Peto tenía una raigambre dicotómica para mirar a las sociedades agrarias. La
pregunta fue formulada más o menos así: ¿Hago en 700 páginas en realidad la apología
de la víctima, del "perdedor", del campesino maya subalterno, y por
el contrario, llamo a cuentas de forma implacable a las "elites
rurales", a los "dzules" del pueblo para sentenciarlas y, al
final, afusilarlas?
Me gusta la idea de fungir como juez, pero los moldes científicos
de la historia no estriban en eso. Simplemente digo que, en 100 años de historia
pueblerina, el modelo para analizar los pueblos rurales alejados de Mérida
recorren una senda racista, excluyente de la diversidad. Nada nuevo es esto para
cualquier burdo conocedor de la historia yucateca.
Pero, sin duda, planteo una tesis que muy pocos han abordado
seriamente: la idea de que los pueblos yucatecos de la segunda mitad del siglo XIX,
es decir, los pueblerinos "subalternos", mientras más se alejaban del
centro irradiador del capitalismo (Mérida y su región), y más se acercaban a la
territorialidad de Chan Santa Cruz, tuvieron un mayor margen de maniobra,
contaron con mayores elementos de cohesión social para hacer frente a los
intereses del mundo neocolonial de Yucatán, y al final, en la década de 1890 y
en los años de las revueltas en el campo yucateco (1909-1924) ejemplificaron prístinamente
su sedimento autonómico apelando al discurso de la infra y la baja política, así
como al discurso más elocuente fraguado por los pobres de la tierra: la
violencia creadora.
En este sentido, podríamos preguntarnos y respondernos cuál fue la importancia de la guerra de castas para la historia de Yucatán. Sin
duda mi respuesta estriba en la defensa de la tradición maya dentro de Santa Cruz,
así como en las fronteras con la territorialidad rebelde, y el hecho indudable de
la defensa agraria llevada a cabo de diversas maneras tanto en la frontera como
dentro de la territorialidad rebelde.
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