Nunca había sentido un
temblor en mi vida…hasta hoy, 20 de marzo de 2015, en que tuve el “privilegio”
de sentirlo. Entre si llevarme el bocado de una comida de vegetariano de a
huevo por la cuaresma a la boca, o seguir con un fino y aburrido discurso que
estaba armando sobre el vuelo de los tordos mitológicos en el crepúsculo, de
pronto sentí como que me encontraba arriba de una lavadora en movimiento: la silla
comenzó a vibrar, pero todo fue tan rápido, que el pequeño temblor apenas tuvo
tiempo de darme una zangoloteada y hacer que pregunte, estúpidamente, “¿está
temblando?” Sí, efectivamente tembló, un parpadeo de temblor nomás.
Todo
esto sería común, cosa de todos los días si no fuera un hombre de las tierras
bajas de Yucatán donde los temblores no se dan, aunque les joda creerlo a los
chetumaleños, que aseguran que en su patio sí tiembla y tira peditos de agruras
la húmeda tierra de esos andurriales. Y es cierto, uno sólo está acostumbrado a
lidiar con los huracanes desde tiempos en que mamaba teta, a vivir siempre a la
espera de que en el Atlántico se arrejunten los vientos y manden los dioses las
aguas poderosas del ciclón. Los indios de las costas del golfo de México, los
mayas de la península y los antropófagos de las Antillas lo sabían: jurakán,
kukulkán, es otro de los nombres antiguos del dios que arracima los vientos.
Los hombres de las tierras
bajas, de la costa y las islas no tenemos la experiencia de los sismos. Sismos,
terremotos, entiendo más la graduación de la escala Saffir-Simpson, no sé quién es Richter, y se me
complica seguir la lógica de los epicentros y la tectónica de placas y las fallas,
grietas y socavones y la temblorina volcánica en un centro de México que
Cortés, el conquistador, describió a su rey perfectamente como un “pergamino
corrugado” por estar cruzado de volcanes, serranías, bárbaras montañas y
sierras madres orientales y occidentales que siempre han sido la perdición y la
razón de los Muchos Méxicos divididos por lomas, “filos de caballos” y la gran
Sierra, la sierra madre occidental.
Precisamente, allá en la Sierra, en el sur profundo, en el Guerrero bronco, se cuenta entre
sus gentes sencillas, que cuando el temblor llega, se escucha un ruido largo,
pronunciado y sostenido que baja, sube o recorre a pasos raudos la sierra
espantando a los animales, a las aves y a los cristianos. Es un eco del temblor
que viene gorgoreando, y los hombres y mujeres de la sierra, apenas oír ese
quejido de la tierra se hincan donde les agarre y rezan la magnífica y recitan
palabras de padrenuestro y madres dolorosas.
En mis tiempos de secundaria, recuerdo el día en que la
felicidad vino a mi por una palabra que aprendí leyendo mi libro de geografía:
asísmica. Y es que la Península toda, decía mi maestro, el viejo Brito, era
asísmica, y nunca de los nunca temblaría y el miedo animal que sentía de que se
cayera el techo de mi casa, desapareció por completo debido a las salmodias del
viejo Brito y sus asísmicas exclamaciones.
A la semana siguiente de aprender la lección sobre los
terremotos, la felicidad se presentó nuevamente, y es que el viejo
Brito, con aspecto sombrío, entró a la clase con el periódico apesgado en la
sobaquera de su guayabera, y lo abrió en su mesa y comenzó a decirnos: “se
aproxima un huracán, justo ahora en que voy a dar la clase sobre ello”. Y comenzó a contarnos sobre las distintas
fases y graduaciones de los vientos, a decirnos cómo es el ojo del huracán, a
recordar la fuerza del Gilberto, a contarnos anécdotas que viejos chicleros le
habían referido sobre el Hilda, y a casi llorar al recordar que el Janet había
casi comido a Chetumal y que Pedro Infante se comportó como un héroe aquella
vez, llevando en su bimotor a muchos chetumaleños hacia los hospitales de
Mérida. Al día siguiente no hubo clases, Roxana, otro huracán con nombre de
hembra brava, había llegado al pueblo desde la madrugada, trayendo harta agua y
rugiendo poderosa. Como sucediera con el Gilberto, un recuerdo vivo de Roxana
sucedió cuando mi madre me dijo que me levantara de la hamaca y fuera donde
ella, en la ventana, para contemplar el ojo del huracán que, según el dicterio
demoledor de mi padre, se encontraba justo en Tzucacab. Horas antes, todo el
pueblo hormigueaba en las tiendas comprando “barras”, quesos bolas, laterías y
otros chécheres para pasar el día tomando chocolate y platicando quitados de la
pena sobre cosas triviales mientras el huracán lloraba sulfurosa.
Ciudadano como soy del país
de la tierra de los vientos –así concibo a la península-, si me dieran a elegir
entre la mustia temblorina de mi silla movida por una lavadora gigantesca, o
tomar chocolate y comer barra con queso bola y platicar quitado de la pena
sobre trivialidades, no hay duda que elegiría lo segundo: mi experiencia de
veterano de cinco huracanes y mi nombre me respaldan.
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