La memoria colectiva
de la población maya de la región petuleña, todavía puede recorrerse su
sendero como un acto de resistencia a lo que ya no es, a lo que ya no está; y
traer al presente -mediante el discurso, mediante la palabra- un pasado que significó
mucho para esta región durante la segunda mitad del siglo XIX: la llegada de
los rebeldes de Chan Santa Cruz a los pueblos y ranchos de la región. Entre la
terquedad del olvido, de la distancia de más de un siglo, y de la memoria oral
trasmitida de generación en generación en una sociedad preponderantemente oral;[1] podemos
resituar el recuerdo de narradores orales como el ex chiclero, Raúl Cob.[2]
Convencidos de que es a través del discurso, de la oralidad, como los “grupos
subalternos” responden al olvido o a la memoria selectiva de las historias
oficiales (sean locales, regionales o nacionales),[3] intenté,
mediante diversas entrevistas, rescatar esa historia de la región. Mediante los
distintos discursos, los diálogos en que participa el historiador con sus
preguntas, sus dudas, objeciones, sentimientos y asentimientos, lo que se está haciendo es
“crear, en el presente, la existencia del pasado”.[4] A través
de la memoria oral, lábil las más de las veces, el historiador se adentra: “[…]
en los lugares de la tradición, como el elemento de la memoria que articula hoy
lo que ya no está y que materializa, en los distintos niveles del discurso, una
recurrencia dialógica entre lo que hoy tenemos y lo que ya no está, pero que es
narrado y vivido de nuevo, lo que Peter Laslett llama ‘el mundo que hemos
perdido, recobrado de nuevo’”.[5]
La Guerra de Castas, para las nuevas generaciones de las
regiones que fueron fronterizas, arguyo que es algo borrosa, a veces simples
descripciones aburridas, y otras, sólo evocaciones conocidas por medio de las
lecturas de los libros.[6] Sin
embargo, para las generaciones nacidas entre 1900 y 1920, incluso hasta 1950,
la Guerra de Castas significó “lo que mi padre decía”, o “lo que mi madre me
contaba”. Podríamos comenzar este tramo de la tesis teniendo presente el
recurso de la memoria colectiva de este período en que la región de Peto fue
fronteriza a la territorialidad de Santa Cruz, como preámbulo de lo que nos
señalan los viejos documentos y los periódicos amarillentos de bibliotecas y
archivos.[7]
De la lectura de los discursos recogidos en distintas
entrevistas, podemos afirmar que la memoria oral de la Guerra de Castas, o
propiamente hablando, la “llegada de los wi’it’es”,
o de los que vivían en el monte, es un hecho importante para la identidad de
las personas de la región: marca momentos de pánico pero también momentos de
coraje entre la población fronteriza que peleaba para defender sus pocas
pertenencias. Los del oriente, para la memoria oral, era gente que venía a
saquear, que caminaban rápido en noches de luna llena, generalmente en tiempos
de cosecha.
En los cabos del pueblo, vigilados día y noche por los
“bomberos” que se rotaban, al percatarse estos de la llegada de los invasores,
prendían unas “bombas” y con estas alertaban a la población. Las campanas de
las iglesias, si es que había, terminaban por despertar, si el ataque era de
noche, o avisar a la gente si era de día. No había tiempo sino de poner unas cuantas
mudas de ropa en unas petacas, algún pozol o brebaje de maíz para mitigar el
hambre, y las mujeres cargar con los niños y los viejos e internarse en el
monte, seguramente en una cueva conocida, o en alguna gruta de una milpa
cercana.
Los hombres del pueblo que podían pelear, se juntaban generalmente
en el centro de la Villa, muchos eran parte de la Guardia Nacional permanente y
estaban malamente armados, pero otros, la mayoría, sólo tenían como medio de defensa su
cuerpo y la bravura de la desesperación para juntar piedras, palos y otros
utensilios de labranza como machetes y coas.
Si el ataque se realizaba a la Villa de Peto, las pocas
casas de mampostería del centro, y la altura de la iglesia, les servía de
baluartes y de posiciones de tiro a los defensores del pueblo, aunque de inmediato formaban sus albarradas "trincheras" en
calles, bocacalles y algunos de los muchos altillos que caracterizan a la Villa.
Pero si el ataque se realizaba a un pueblo o rancho del Partido como Tzucacab o Tixhualatún, un batallón de
soldados de Guardia Nacional, con varios voluntarios de la Villa armados con cacharros de fusiles y filosos machetes, salían a ese punto a la menor señal de una bomba de aviso, para ayudar
en la defensa. Las mujeres, aparte de ayudar para la evacuación de los más débiles,
igual ayudaban a los hombres a juntar piedras, a moralizarlos con su presencia
y su lucha tenaz contra los cruzoob. Tal es el caso de “Martha la Negra”, que con un machete se parapetó en el centro de Peto y repelió a más de un cruzoob, dando con su ejemplo el coraje necesario para los demás defensores del pueblo. Las mujeres igual
quemaban chile o hacían unas “salsas” de picante que tiraban desde las alturas de
las pocas casas de mampostería, o desde las puertas de las casas de ripios o bajareques,
y que tenían como objetivo los ojos de los de Santa Cruz.
Y si los de Santa Cruz tenían a su Cruz Parlante como “capitana” de sus ejércitos, los de Peto no quedarían sin el “manto
protector” de la divinidad, pues entre las historias orales que recogí, se decía
que la Virgen de la estrella, patrona del lugar, “era la que andaba defendiendo
al pueblo cuando la guerra”, alentando a los soldados de la virgen para pelear contra
los soldados de la Cruz, y otorgándole municiones extraídas de forma interminable
de su rebozo de mestiza.
La llegada de los “bárbaros” a lo largo de la segunda
mitad del siglo XIX (hasta de unos bárbaros
imaginados y esperados por el temor[8]) se dio,
incluso, en motines como el de 1915 en la Villa de Peto: los “amotinados”
petuleños que saquearon la madrugada del
17 de agosto de ese año varios establecimientos comerciales, fueron confundidos
con los “indios rebeldes”;[9] y entre
las voces bélicas que daban los saqueadores “avivaban supuestos nombres de
Generales mayas como Quituk, Chay, Briceño etc.,”.[10] En
Peto, en la nomenclatura actual para designar a los mayas rebeldes de Chan Santa
Cruz, rara vez se les dice “indios”, sobre todo entre la población indígena de
la región, aunque no se descarta el uso del término. Se les dice “uiniques”,
“compas”, o el muy raro “wi’it’es”.[11] Estos
conceptos refieren al hombre montaraz:[12] “Los
hombres que del oriente vivían en montes muy altos y en el tiempo de la
guerra”; o bien, “La gente que venía, es
gente que vive en el monte”: el monte, o la Montaña, en palabras de Francisco
Poot Aké, era zona de emancipación: “Mira, de antes, esa gente que se sublevó
para ir en Quintana Roo, son los que no querían entregarse a la esclavitud, por
eso se fue a remontarse la gente allá porque ellos no querían que los
gobernaran”.[13]
[1] Me refiero, por supuesto, a la sociedad maya de la región -y no a
la sociedad mestiza-, donde he podido obtener la memoria oral de las
incursiones rebeldes.
[2] En sucesivas entrevistas a finales de 2012 y los primeros meses de
2013, don Raúl Cob, de 88 años, me contaría varios hechos sobre la Guerra de
Castas en el pueblo, el cual en este apartado insertaré como aporte oral.
[3] “La memoria colectiva ha constituido un hito importante en la lucha
por el poder conducida por las fuerzas sociales. Apoderarse de la memoria y del
olvido es una de las máximas preocupaciones de las clases, los grupos, de los
individuos que han dominado y dominan las sociedades históricas. Los olvidos,
los silencios de la historia son reveladores de estos mecanismos de
manipulación de la memoria colectiva” (Jacques Le Goff, citado por Pérez
Taylor, 2006: 119).
[4] Pérez Taylor, 2006: 134.
[5] Ídem.
[6] En esta cláusula hablo desde mi experiencia de nativo. La Guerra de
Castas no fue un recuerdo pasado de padre a hijo, ni de abuelo a nieto, a pesar
de que mi abuelo haya nacido en 1920.
[7] Sobre algunas entrevistas que tocan la memoria oral de la Guerra de
Castas, cfr Anexo II: Historias orales de la región de Peto sobre
la Guerra de Castas. Tesis doctoral mía llamada Paisajes
rurales de los hombres de las fonteras: Peto (1840-1940).
[8] Y esto lo digo por el clima de temor que hubo a lo largo de toda la
segunda mitad del siglo XIX en la región de estudio. En una nota de El Siglo XIX reproducida por el
periódico oficial yucateco, se señalaba este clima de zozobra en medio de la
paz que comenzaba a asentarse en el noroeste yucateco. Nada podía ser más
natural, decía la nota, que el temor a las invasiones de “los bárbaros”; que
producían una “especie de sombría alarma que mantiene a las poblaciones de
Yucatán con la mirada en la frontera, prestando atento oído al menor rumor que
de aquellas soledades se desprende y que puede interpretarse como el feroz
alarido de los bárbaros…” “La Guerra de bárbaros en Yucatán”. La Razón del Pueblo, 12 de enero de
1881.
[9] En la declaración de Vicente Vázquez sobre estos saqueos, éste
asentó que “anoche como a las once y media cuando se encontraba en su casa
durmiendo sintió –oyó- la detonación de armas de fuego, toques de corneta y la
gritería de mucha gente rumbo a la plaza principal de esta Villa y que temeroso
de que sean indios mayas los que habían asaltado la plaza, salió a la calle…”
AGEY, Poder Judicial del Estado de Yucatán, sección Departamento judicial de
Tekax, proceso instruido a Cancionilo Muñoz y socios por los delitos de robo, asonada
y destrucción de la propiedad ajena por incendio, perpetrados en la Villa de
Peto, serie juzgado de primera instancia de Tekax, c. 83 (1915).
[10]Ídem. Esto de las referencias como voces de guerra a generales mayas
demuestra palpablemente la fuerte presencia étnica en la región.
[11] En similares términos apunta Bartolomé (1988) como se les designa a
los de Santa Cruz: jwíit’o’ob, kompas, o kruuso’ob (aunque este último, es una
rareza, y más bien, considero que es un término sacado de la literatura de la
Guerra de Castas y conocido actualmente entre los habitantes del centro de
Quintana Roo.
[12] En palabras como “huites”, “uniques”, incluso los “compas” [apócope
de “compadre”, que alude tal vez a la antigua costumbre del compadrazgo que
existía, y sigue existiendo, en los pueblos rurales de Yucatán: el
"compa" indígena, generalmente es el que tiene por compadre a un
"catrín", a alguien que, en el juego de las relaciones interétnicas
de Yucatán, sigue un proceso de mixturas, o de "blanqueamientos"
sucesivos] va implícito todo el contenido colonial del siglo XIX y muy entrado
el siglo XX, de las palabras para referirse al otro, al otro enemigo, al que
está allá perdido en las soledades de "La montaña", el que no siguió
en el juego de la explotación neocolonial y decidió hacer una guerra, la santa
guerra de 1847. Sobre estas palabras de la jerga común en los pueblos de
Yucatán, cfr. Redfield (1977),
Thompson (1974).
[13] Don Raúl Cob nos da igual una estampa de quién era para él Cecilio
Chi: “Cecilio Chi fue el jefe de la defensa de los pobres. Todo lo que hizo fue
un don de Dios…Fue el primero en defender a los pobres. A él nunca lo
alcanzaron, nunca lo sorprendieron, sino que él sorprendió para ganar la
libertad, para separar de la esclavitud a los pobres”. Entrevista de tradición
oral con el señor Raúl Cob, 89 años, Peto, Yucatán, 3 de marzo de 2014.
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