martes, 25 de marzo de 2014

CANTABAN DE ZAPOTE EN ZAPOTE


Al caer la noche, en el "jato" chiclero la guitarra comenzaba a ser rasgada, generalmente un tuxpeño era la que la hacía sonar. Y por un momento, el ruidero de la noche, la miríada de pájaros que buscaban refugio en los zapotales sangrantes durante el día, era ocupado por el sonido de las voces de aquellos caminantes solitarios, de aquellos gambusinos de la selva, los viejos chicleros.
Voces africanas de belfos interminables que vivían del otro lado del Hondo, voces mayas bañadas por su lengua tranquila; pero sobre todo, voces de la lejana tierra del tuxpeño que ya no recordaba cómo era su tierra, si había montañas en ella, o si todo ha sido siempre como esta tupida y enmarañada selva que humedece hasta el más seco corazón.
Porque la vida cotidiana en el “Jato” era cruzada no sólo por el rugido del balam, ni por las jeremiqueadas del saraguato y del mono aullador, ni por el sonsonete de cigarra de la perenne lluvia que venía del Caribe y que bañaba a la selva para agosto y septiembre en lo mero bueno de la chicleada, y que a veces traía sus malhadados huracanes que empantanaban y jodían la temporada del chicle.
Estos hombres solitarios, algunos recordando sus jacales en Peto o Tzucacab, donde corrían sus hijos la polvareda de su pobreza antes de ser la siguiente generación de hombres solitarios, después de secar o humear sus trapos frente a la lumbre del jato, se daban el tiempo para humanizar a esa selva que tanto conocían como al vientre de sus solitarias mujeres.
Y otros, viejos ya, y dueños únicamente de la memoria, dicen que a 100 metros de donde picaba por las mañanas y hacía escurrir la resina del zapote, el chiclero escuchaba a otro chiclero subido al árbol, picando como él y cantando canciones a la Montaña. Los chicleros cantaban de zapote en zapote.

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