sábado, 5 de octubre de 2013

HISTORIA MÍNIMA DE UN BIBLIÓFILO, DE UN BIBLIÓMANO Y, PARA JODERLA, HASTA DE UN BIBLIÓFAGO Y UN EROTOBIBLIOMANIACO


No concibo la vida sin los libros. Y el amor es su complemento. Creo que Borges lo ha dicho mejor con la biblioteca infinita.

Una imagen fotográfica que tengo recortada y que pondré en un cuadro uno de estos días, es de José Emilio Pacheco: el autor de Como la lluvia sobresale en medio de una pila de libros que van a la deriva de sus horas de lectura. Los libros lo rodean, lo cercan, lo acorralan. 

Me acuerdo que un cuento que siempre me ha gustado, es el de Monterroso: Como me deshice de 500 libros. Lo considero una blasfemia, ¿cómo alguien puede deshacerse, ya no digo de 500, sino hasta de un libro? ¡Yo no podría! Podría deshacerme hasta de 500 mujeres, pero no de 500 libros. Uno de mis mandamientos de mi decálogo personal, reza de esta forma: 

“Desea el libro del otro y nunca le prestes a nadie los tuyos”

Sólo los imbéciles pueden dar libros en préstamo: ¡ni que fuera biblioteca pública! Y por cierto, antes, cuando yo estaba casi en la inopia, para hacerme de libros me dediqué al tráfico de ellos, cosa que, en otras palabras, significa la sustracción de libros de todas las bibliotecas de todos los rumbos de la rosa de los vientos peninsulares. Mi primer libro traficado fue Los de abajo, recién cumplidos los 15: mi hermana mayor me regañó, y creo que pensaba que no tenía futuro. Yo creo que un principiante de escritor pasa por esa senda de protodelincuencia en sus comienzos. Sin embargo, hoy me he regenerado, y me he convertido en un pequeñoburgués amante de la legalidad (aunque de vez en vez me vienen unas ganas de pasar nuevamente a la clandestinidad).

Entre los personajes que más admiro por esa tenacidad de conseguir libros, está José Luis Martínez, un hombre que llegó a tener más de 50,000. Yo sigo llorando la quema de una parte de la biblioteca de nuestro Nobel. Y aunque mi biblioteca no tiene la desaforada cantidad que atesoró don José Luis Martínez ni la riqueza que tenía la biblioteca de Paz, no me cohíbo ni me acongojo: puedo señalar que dejé de contarlos cuando llegaron al número de 500. Cabalístico que soy, dije que ya eran bastantes, que ya no quería seguir contándolos, y que mejor crecieran como los lirios del campo: ¡a la brava!

Un bibliófilo, un bibliómano, un biblófago y un erotobibliomaniaco como yo, es un hecho que se mueve a pata por esos andurriales del señor. No tengo auto (esos son artículos vulgares propios de espíritus vulgares), pero tengo una biblioteca que refleja mi presencia en esta tierra: desde tratados jurídicos -sobre todo, filosofía del derecho y derecho constitucional-, filosóficos, teológicos, hasta mis dos pasiones hermanas: la literatura y la historia.

Una anécdota de esa pasión que comenzó a reptarme en plena adolescencia, sucedió en Chetumal, hace bastantes ayeres. Dio la buena que iba a venir un huracán a eliminar del rastro de la humanidad a esa ciudad tropical con sus tropicalosos hombres y mujeres (lo malo que no fue así). En aquel tiempo, yo rentaba un cuartucho insignificante con dos compañeros: El Manila y Miguel. En las vísperas del huracán (el cual no pasó en el sur sino desvió su trayectoria y corrió para el norte), El Manilas estaba apresurado acomandando sus cosas en una maleta: decidió tomar el primer autobús. En esa estaba cuando comenzó a ponerse histéricamente sentimentaloide, y a decirme si los extrañaría, a El Manila y a Miguel, si algo les llegara a ocurrir con el huracán. Leyendo con tranquilidad de ánimo un libro de Kant, cómodamente acostado en mi chinchorro, dije:
“Lo que va a pasar va a pasar, y mientras mis libros, que están en lo más arriba del armario, se salven, todo está bien”.
El Manila pensó que bromeaba. Yo dije:
“En lo absoluto, mientras mis libros estén bien resguardados con doble nylon, doy por bueno el universo”.
El Manila sólo me vio con cara de perro entristecido, y diría de mí que más me importaban mis “pinches libros” que los amigos. En efecto, así es: mis amistades son prolongaciones de las lecturas que hago. Unos se distraen leyendo libros, yo me distraigo platicando con personas. Que mis libros hablen por mí.

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