martes, 1 de octubre de 2013

TÚ NECESITAS IR DONDE LAS PUTAS

¿Qué significa soñar con amigos a los que no has visto en mucho tiempo? Milenios, diría yo. Esta noche soñé con dos antiguos compañeros de ideas y batallas distintas. El primer sueño tenía como protagonista a mi amigo Moisés, que por azares de la política de su aldea –se convirtió en redentor de su pueblo- perdimos para la teología y la filosofía a una inteligencia privilegiada. Recuerdo que en una adolescencia aniquilada, iba seguido donde Moisés, los sábados y domingos a embarcarme a la exégesis de la biblia y a tratar de descomponer los silogismos difíciles del padre Aquino. Nunca saqué nada en limpio de mis primeros acercamientos con la teología: el resultado fue que me convertí en un descreído de la palabra, y que Moisés, socarrón, dijera que me iba a ir al infierno de Dante. En el sueño, Moisés dirigía sus leves y pequeños pasos hacia un mercado sucio -como el Lucas de Gálvez- y yo lo acompañaba conversando sobre vacuidades. Me decía que quería comer su “chicharrita” y yo le decía que habría que comprar cebollas y cilantro y limones para acompañarlo. El sueño terminó cuando Moisés desapareció, etc., y yo me encontré perdido en una ciudad inmensa, sin brújula y sin mapa para recorrerla; y de pronto me vi perseguido por una turbia pandilla que quería desollarme vivo, y yo entré a una casa salvadora y vi a una señora cuarentona cuya hija me estuvo calentando las braguetas hace muchas eternidades. La señora me arropó, y la pandilla se quedó afuera y no tuvo la molestia de transgredir el caluroso lecho maternal de la que en esos momentos veía con una mirada pecaminosa que me hizo recordar pasajes enteros del Apocalipsis que leía con Moisés. Y es que la madre de la prendebraguetas tenía un escote excesivo, y a pesar de sus años, el caderamen ancho y las tetas maduras y moldeadas por un regimiento de manos alfareras, la hacía digna de figurar en un círculo del infierno dantesco. El sueño acabó, me levanté de la hamaca, me fui al baño a orinar, y al verme al espejo dije: “Hamburguesa pinche, no te vuelvo a comer tan de noche cabrona”.
***
Regresé a mi chichorro para acabar la madrugada roncando como se debe, como un bendito que está en paz con su mundo, y los sueños del infierno regresaron. El otro sueño tenía como protagonista a mi amigo Pacheco. Yo no sé qué se hizo de Pacheco, sé que es un buen amigo, callado y taciturno por ser hijo único, siempre anhelaba algo (yo no sé), siempre que me lo topaba presentía que esperaba a alguien, o que el mundo -su mundo- algún día llegaría a su fin. A veces me daba lástima Pacheco, siempre con la cara triste. Otras, me daba hasta envidia: como por no tener hermanos, en la casa de Pacheco lo que reinaba era el silencio. Pero como dije, Pacheco era alguien que esperaba. Una vez, en Chetumal comencé a rentar un cuarto con dos amigos de la prepa, y Pacheco venía constantemente a visitarnos. Me sorprendían demasiado sus palabras que se deshacían con el viento. Era un ser casi anodino. En ese entonces yo quería ser un poeta maldito, y como tenía leído que todos los poetas malditos andaban con mulatas de culos poderosos, no aguanté más y me planteé a Pacheco cuando vino una vez a platicar con El Manila–uno de los que rentaban cuarto conmigo, del cual siempre dije que era un gay adormilado- y le dije:
Pacheco, lo que tú y yo necesitamos (más tú que yo, la verdad sea dicha) es ir donde las putas. Conozco una mulata que es la maravilla de todo el Río Hondo con sus lodos palustres.
El sábado siguiente hicimos una vaquita, y la Parca, el otro amigo con el cual rentaba cuarto, apenas escuchó la mágica palabra “Puta”, dejó un libro gordo de entomología, caminó hacia nosotros, y con una tranquilidad de hombre de negocios, dijo: “Con 120 pesos nos da para estar libando 4 horas 5 cervezas y viendo a las bailarinas”.
***
Ese día le presenté a Pacheco a Margot. Margot era una mulata del último pueblo del Hondo, dueña de una belleza como pocas: sus ojos verdes contrastaban con el cuerpo perfecto de ébano (nalgas de ciclista, tetas de nadadora consumada de pecho), y sus pocas palabras diferían –me contaría Pacheco después- de sus gemidos con los cuales embadurnaba un cuarto de hotel donde Pacheco, después de una “tanda” de cervezas, se la había llevado para regresarla hora y media después. Ese día salimos del picadero cervecero como a las 8 de la noche. Frente a la bahía de aguas calmosas de Chetumal, yo me dispuse a compartir el último poema que había escrito para Margot, y quería que Pacheco diera su visto bueno a los endecasílabos. A Pacheco se le había esfumado de sus ojos esa espera. Ya no esperaba a nadie.

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