“Cuando llegaron las féminas a la puerta de la señora, lo único que se dejaba oír, en esos comienzos de la mañana, eran los gritos desesperados de una mujer enculada, vez enésima, por su ayo…” escribe Wichita, creador de un modo impracticable de seducción femenina. Nuestro escritor, sin más preámbulos de presentación, es un suertudo libertino trotamundos.
De joven, Wichita recorrió a conciencia la totalidad de Europa (la oriental y occidental) revisando puteros, tascas, bibliotecas inmensas, salones de la bonhomía de élite en donde recalaban disímbolas personalidades del mundo, tanto artístico como político, con lo mejor y lo peor del pensamiento humano. Tuvo la fortuna de escuchar, en Madrid, a cuchilleros salidos de un cuento genial de un Homero argentino, proferir estrofas completas del “Martín Fierro”, mientras fumaban hojas finas de tabaco deslucido, al mismo tiempo que escabullían sorbos pequeños de mate aguado. Una adolescente bruja de encantadores ojos le descorrió, de un sólo pálpito de intuición, los velos acerados de su destino fatal: “Tu serás un viejo de noventa años al morir, y el mundo entero te olvidará”.
En París, bajando a leves trancos la calle en declive donde compartía piso con una estudiante surafricana lectora voraz de los escritos de Nietzsche, se le ocurrió, sin previa reflexión, que el mundo y la historia del hombre eran, ambos, un burdo drama de farsa endiablada escrita por un borracho rapsoda inglés, que molía a golpes a su mujer hermosa y que ésta le ponía el cuerno con el ayo que cuidaba de sus mismos hijos y preñaba, en noches de luna inacabada, la vulva húmeda de la señora, mientras el vate, de nombre William, reñía con el tabernero del pueblo el precio exagerado de los litros de vino que se embuchaba.
Una mañana, el tabernero, escribe Wichita, puesto el torso de tal modo que se dijera que intentaba abarcar con los brazos su prominente vientre sanchopancesco, comedidamente, previendo el mal carácter del vate y sus alardes de riña por cosas insulsas como de quítame de allá esas pacas, le sugirió que hiciera bien las cuentas, que el saldo del vino de lo que aquella noche y parte de la madrugada había tomado, arrojaba trescientos chelines, y que como buen amigo y admirador de los elegidos al parnaso, no contabilizaba el arriendo del culo de la ramera Gertrudis. El vate, molesto, le apostrofó:
–Bien, si a esas trácalas vamos, mi querido Pigmalión chupaescrotos, estaos seguro, follón atragantado de vil asnalidad, ganapán morcilludo y usurero, que yo no os pagare ni un puto chelín, ni aquí, ni en el útero de tu puta madre –.
Y la riña empezó.
Wichita vio cómo su personaje principal, que en estos momentos se estaba creando en los meandros abstrusos de su mente indomable, iba siendo linchado por el gordo del tabernero y por los hijos de éste (gordos como su padre, pero ágiles como la prostibularia gacela de su madre), quienes encontrándose detrás de una cortina que separaba la parte de la tasca del resto del lamoso caserón, escucharon cómo el hacedor de sus días objeto era de las puntiagudas pullas del esmirriado rapsoda, que no paró de proferir sus chácharas soeces aún cuando de su bocaza maldita manaba suero rojo entremezclado con pintas de bilis, eccemas de gastritis reventadas, lascas de dientes desportillados y mentadas afónicas de poeta ahogado en sus propios vómitos hemoptísicos.
Allí quedó el pinche poeta, muerto y descalabrado por una plancha de casi media tonelada de grasa y mierda humana. Nadie lloró por él. El corrompible ministerio publico que efectuó la averiguación previa, sobornado con 1000 pesos por el gordo (dogma de la aldea: nadie resiste 1000 pesos del gordo de la taberna) y valiéndose de un compinche del servicio médico forense, dictaminó –contraviniendo los principios generales de derecho en materia procesal penal –, que no había ningún delito que perseguir, que el poetastro murió, según el parte médico, de una trombosis coronaria que se le presentó de improviso debido a la sobreexcitación del cuerpo al alcohol, y a efecto de esto, se le produjo un esputo incontrolable de sangre, posteriormente la obstrucción de las vías pulmonares, seguido de un desfasamiento cerebral, que lo llevó, finalmente, a un fulminante paro cardiaco. Y repitió el ministerio: No hay delito que perseguir.
Arriba del Sena, en medio del puente, Wichita prendió un cigarro de mariguana y se dispuso a acabar su relato:
Justo en el momento en que el poeta entregaba su alma a la nada –Wichita no cree en Dios–, su mujer, por órdenes expresas del ayo, se ponía a cuatro patas como una cariñosa perra en estro, alzaba los faldones, y mostraba un culo terso y maduro. A lo largo de él, la vertical raya, sinuosa y profunda, lo dividía a la perfección.
A la mañana siguiente, la gente de la aldea, niños, hombres, los viejos y el cura, al enterarse de la nueva, sin mostrar signos de compasión en sus gestos y palabras, siguieron, como de costumbre, con sus rutinas establecidas desde tiempos inmemoriales. A las mujeres, lo primero que se les ocurrió, fue ir de inmediato a consolar a la joven y apetecible viuda. De ella, pensaban: “pobrecita, tan guapa y joven que es, para quedarse fría por las noches”. Del difunto se resumían a decir que era un hijo de puta que escribía bonito.
Cuando llegaron las féminas a la puerta de la señora, lo único que se dejaba oír, en esos momentos de la mañana, eran los gritos lastímeros de una mujer que, en esos precisos momentos, iba siendo enculada, vez enésima, por su ayo…
De joven, Wichita recorrió a conciencia la totalidad de Europa (la oriental y occidental) revisando puteros, tascas, bibliotecas inmensas, salones de la bonhomía de élite en donde recalaban disímbolas personalidades del mundo, tanto artístico como político, con lo mejor y lo peor del pensamiento humano. Tuvo la fortuna de escuchar, en Madrid, a cuchilleros salidos de un cuento genial de un Homero argentino, proferir estrofas completas del “Martín Fierro”, mientras fumaban hojas finas de tabaco deslucido, al mismo tiempo que escabullían sorbos pequeños de mate aguado. Una adolescente bruja de encantadores ojos le descorrió, de un sólo pálpito de intuición, los velos acerados de su destino fatal: “Tu serás un viejo de noventa años al morir, y el mundo entero te olvidará”.
En París, bajando a leves trancos la calle en declive donde compartía piso con una estudiante surafricana lectora voraz de los escritos de Nietzsche, se le ocurrió, sin previa reflexión, que el mundo y la historia del hombre eran, ambos, un burdo drama de farsa endiablada escrita por un borracho rapsoda inglés, que molía a golpes a su mujer hermosa y que ésta le ponía el cuerno con el ayo que cuidaba de sus mismos hijos y preñaba, en noches de luna inacabada, la vulva húmeda de la señora, mientras el vate, de nombre William, reñía con el tabernero del pueblo el precio exagerado de los litros de vino que se embuchaba.
Una mañana, el tabernero, escribe Wichita, puesto el torso de tal modo que se dijera que intentaba abarcar con los brazos su prominente vientre sanchopancesco, comedidamente, previendo el mal carácter del vate y sus alardes de riña por cosas insulsas como de quítame de allá esas pacas, le sugirió que hiciera bien las cuentas, que el saldo del vino de lo que aquella noche y parte de la madrugada había tomado, arrojaba trescientos chelines, y que como buen amigo y admirador de los elegidos al parnaso, no contabilizaba el arriendo del culo de la ramera Gertrudis. El vate, molesto, le apostrofó:
–Bien, si a esas trácalas vamos, mi querido Pigmalión chupaescrotos, estaos seguro, follón atragantado de vil asnalidad, ganapán morcilludo y usurero, que yo no os pagare ni un puto chelín, ni aquí, ni en el útero de tu puta madre –.
Y la riña empezó.
Wichita vio cómo su personaje principal, que en estos momentos se estaba creando en los meandros abstrusos de su mente indomable, iba siendo linchado por el gordo del tabernero y por los hijos de éste (gordos como su padre, pero ágiles como la prostibularia gacela de su madre), quienes encontrándose detrás de una cortina que separaba la parte de la tasca del resto del lamoso caserón, escucharon cómo el hacedor de sus días objeto era de las puntiagudas pullas del esmirriado rapsoda, que no paró de proferir sus chácharas soeces aún cuando de su bocaza maldita manaba suero rojo entremezclado con pintas de bilis, eccemas de gastritis reventadas, lascas de dientes desportillados y mentadas afónicas de poeta ahogado en sus propios vómitos hemoptísicos.
Allí quedó el pinche poeta, muerto y descalabrado por una plancha de casi media tonelada de grasa y mierda humana. Nadie lloró por él. El corrompible ministerio publico que efectuó la averiguación previa, sobornado con 1000 pesos por el gordo (dogma de la aldea: nadie resiste 1000 pesos del gordo de la taberna) y valiéndose de un compinche del servicio médico forense, dictaminó –contraviniendo los principios generales de derecho en materia procesal penal –, que no había ningún delito que perseguir, que el poetastro murió, según el parte médico, de una trombosis coronaria que se le presentó de improviso debido a la sobreexcitación del cuerpo al alcohol, y a efecto de esto, se le produjo un esputo incontrolable de sangre, posteriormente la obstrucción de las vías pulmonares, seguido de un desfasamiento cerebral, que lo llevó, finalmente, a un fulminante paro cardiaco. Y repitió el ministerio: No hay delito que perseguir.
Arriba del Sena, en medio del puente, Wichita prendió un cigarro de mariguana y se dispuso a acabar su relato:
Justo en el momento en que el poeta entregaba su alma a la nada –Wichita no cree en Dios–, su mujer, por órdenes expresas del ayo, se ponía a cuatro patas como una cariñosa perra en estro, alzaba los faldones, y mostraba un culo terso y maduro. A lo largo de él, la vertical raya, sinuosa y profunda, lo dividía a la perfección.
A la mañana siguiente, la gente de la aldea, niños, hombres, los viejos y el cura, al enterarse de la nueva, sin mostrar signos de compasión en sus gestos y palabras, siguieron, como de costumbre, con sus rutinas establecidas desde tiempos inmemoriales. A las mujeres, lo primero que se les ocurrió, fue ir de inmediato a consolar a la joven y apetecible viuda. De ella, pensaban: “pobrecita, tan guapa y joven que es, para quedarse fría por las noches”. Del difunto se resumían a decir que era un hijo de puta que escribía bonito.
Cuando llegaron las féminas a la puerta de la señora, lo único que se dejaba oír, en esos momentos de la mañana, eran los gritos lastímeros de una mujer que, en esos precisos momentos, iba siendo enculada, vez enésima, por su ayo…
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