martes, 5 de agosto de 2008

Glorias enanas

El día exacto, no me acuerdo. Un grupo de 4 o 5 hombres rondando los once o doce años de frugal existencia y que aún sufrimos de mamitis crónica, hemos decidido explorar algunos parajes ignotos del pueblo después de salir de las aulas de la primaria. Nuestro caro objetivo: bañarnos como pequeños adanes en las aguas lechosas de una sascabera, bautizada por los orines de Budín como el "piscicharco". Las cálidas lluvias de agosto han llenado las barrigas de las sascaberas que se encuentran detrás de la Quebradora, un animal prehistórico de fierros viejos que no se cansa de masticar piedras gordas y tirar pedos empolvados que dejan albinos a sus obreros, destrozándoles a la larga el respiro de sus pulmones.
El plan ya está trazado, pactado con antelación, pero desde hace una semana lo hemos venido posponiendo porque al Budín le dolía la barriga el lunes, Mono puso objeciones de conciencia a la lluvia del martes, Chobi consideró que el miércoles era un día pendejo para explorar y bucear, Chupón que es imposible el jueves porque ese día ayuda a su abuelo, Tabito, a hacer barquillas y a cocinar los cocoyoles que le compramos a Tabito los sábados después de la doctrina. El viernes, detrás del salón de quinto, y ya con ningún puto profe a la vista, cuando todos se encontraban en la mejor disposición de conocer el mundo que queda brincando nomás la barda posterior de la escuela, pensé que ya era hora de que yo también me negara. Si se trata de ir a tirar pájaros o retar con partidos de fútbol a los de la Pino- que así se llama la escuela por la tarde-, soy el único que no tiene el más puto pretexto, y tal vez por eso fue que el Budín y el Mono hicieron una alharaca por mi inopinada negativa. Me dijeron que qué “pelaná” les había salido, y el Mono de inmediato me retó a que nos rajáramos la madre. Chupón empezó a chupar con fruición el dedo gordo de su mano derecha, señal inequívoca de que se cagaba de nervioso. Budín nos azuzaba a partírnoslas como verdaderos hombres, y por un momento creí verle una cola blanca saliéndole por el culo y su cara transformada en zorra blanca riendo como carroñera. Chobi, prudente, se alejó dos metros y se dedicó a tirar pajaritos con su tirahule. Le dije al Mono que si me madreara, iríamos; pero que si yo lo venciera, mi decisión sería que fuéramos el lunes y que posteriormente se madrease al Budín. Aceptó el trato dando brinquitos efusivos de calentamiento, pero Budín, por el contrario, empezó a chillar como niñita alegando que el trato era macabro. Chupón, sin dejar de succionarse el dedo, empezó a burlarse de él, diciendo: “¡Lelo lelo, candilero, pendejero!”.
El Mono es un enano para mí, pero sus fuertes piernas y su temible rapidez son un factor que juega en mi contra. Empezamos la pelea al grito de Chobi berreando como loco porque le había pegado a una torcaza. Como supuse, el Mono se fue directo como un bulldog a mis flacas piernas. Agachado y agarrado a ellas, intentaba cargarme. Soportando dos putazos que le había propinado en sus carrillos mongólicos, al fin logró que yo mordiera el polvo. Budín se rascaba el culo, su cola ya le había desaparecido, y veía callado y con detenimiento la evolución del combate. El Mono pegaba con furia mis costillas y mi cara; yo, en el suelo, buscaba como un gusano en celo el hueco idóneo para zafarme. Logré mí cometido por pura chiripa: el mono puñeteó la tierra y de inmediato se puso a sobar su mano derecha. Empujándolo con mis piernas, me levanté del suelo y comprobé que ya no sentía dolor, pues la adrenalina irrigaba las venas de mi cuerpo. Le di tiempo al Mono para levantarse, y cuando intentó por segunda vez tumbarme, lo levanté por los pelos de la cabeza y lo puse exacto donde lo quería: su barriga casi besaba el hueso de mi rodilla izquierda. Cinco rodillazos fueron suficientes para que al Mono le salieran lagrimitas en sus ojos achinados. Chupón estaba eufórico. Cuando se percató que Budín se había deschanclado y ya ponía esquinas de por medio, escupió a la tierra la saliva que le había vampirizado a su dedo gordo, y con sus pantalones tipo Cantinflas, corrió tras el fugado como un caballo blanco relinchando mentadas que espantaron a los pájaros de la mira acerada de Chobi. Lo trajo en un santiamén, y el Mono, sin considerar los pataleos y los lloriqueos de Budín, desquitó con él su coraje dándole una tunda rápida pero demoledora.
Estamos en tierras desconocidas. Observo chozas de bajareque, pocas y raras de mampostería. Las crestas rojas de una buganvilla reptan una albarrada. Hace un lunes soleado y entre nosotros reina una camaradería agrandada por los puños del Mono que todavía siento en mis costillas. Budín anda platique y platique al Mono acerca de unas estampitas que ganó el sábado a unos chamacos del primer año de doctrina, pero que por culpa de uno de ellos, que empezó a chechonear al verse desbancado, la catequista se dio cuenta de lo que sucedía y le expropió el botín, indicándole que se iría al infierno si seguía con esos juegos del diablo. Chobi y Chupón habían entrado a un terreno solitario lleno de matas de cítricos, y ahora brincaban la albarrada con un cargamento en sus mochilas de naranjas y mandarinas. Budín y el Mono se fueron hacia ellos como aves de rapiña, y yo no tuve de otra que hacer otra rapiñada, aunque a mí no me gusten las naranjas ni las mandarinas. Tragadas con todo y bagazo, de ellas no quedaba más que la cáscara que el Mono había pelado con la suiza de su hermano el scout, y ahora retomábamos la marcha. Dos esquinas después de caminata, nuestros ojos se dilataron de contento, pues al fin veíamos, sin la preocupación de tiburones y cocodrilos, la albura chiclosa del ansiado piscicharco.
“Puto el que llegue al último”, dije cuando ya tenía lejos de mí a los otros cuatro, que ahora corrían con furia para alcanzarme. Chupón fue el último en llegar, y todos en coro le señalamos su nueva condición putesca. Yo tiré mi mochila en unas piedras grandes para que no se mojaran los libros, y comencé a desvestirme. Pero al quitarme los calcetines, recordé la herida que me había causado dos semanas antes por robar unos mangos brincando una barda coronada de rajas de botellas. Ahí estaba, traicionera y maldita, esa pinche herida suturada con siete puntadas y bañada con el violeta que mi madre me pone todas las mañanas antes de ir a la escuela.
Les dije a los demás -que ya se habían metido-, que se bañaran, que yo desde encima de este promontorio les cuidaría las mochilas. Me dijeron que no sea maricón y que me metiera al agua, que estaba fresca y que se podía observar cómo los gusarapitos entraban rebonito por las narices. Budín, desnudo y bailando encima de una piedra que se encontraba en medio de las aguas de la sascabera, se tiró un clavado de panzazo, que hizo que Chobis y el Chupón se llevaran la mano al pecho para burlarse de él simulando retortijones de dolor. El Mono nadaba de perrito persiguiendo a una rana, de vez en vez escupía chorritos de agua. Esto último me hizo imaginar la existencia de un tren humano subacuático.

Chupón, rollizo tirando a gordo, salió del piscicharco como un blanco manatí en busca de aire. Una trusa blanca con figuras del Chapulín Colorado, se le bajaba a cada instante. Vino a mi lado y me preguntó que por qué no me metía. Le señalé la herida. Me dijo que eso no era ningún inconveniente para que me metiera. Le dije que se destiñería el violeta; se rió, je-je, y dijo que tampoco eso era inconveniente. “Mi jefa, pendejo, se daría cuenta de que me he bañado”. “Sigue no habiendo inconveniente; te bañas, se destinta, te secas, nos vamos, llegamos con Bolas, le prestamos el violeta con el que cura la herida de los cochinos que capa, le rocías un poco a tu cortada y ya está, no hay pierde”. Esa explicación fue suficiente para que dijera por segunda vez: “Puto el que llegue al último”.
Ya de regreso, bien bañados y blanqueados por el agua de la sascabera, la tierra, antes ignota y enigmática, nos pareció aburrida y triste. A mí ya me chillaban las tripas, y mi jefa no creería que me fui a hacer tarea en casa de Chupón si le pidiera el almuerzo, pues doña Cha, por ayudar al cabezón de su hijo con las matemáticas, siempre me invita de sus empanadas que vende en la secundaria, saciando mi ambrosia con ellas.
Bolas estaba en la puerta de su largo terreno, esperando el momento para ir a matar sus cochinos al rastro de las afueras del pueblo. Era un típico carnicero rechoncho que mataba dos cerdos casi todos los días. Chupón dice que le ayuda a freír la chicharra, pero eso no es cierto. Los sábados y domingos está en el puesto de Bolas solamente por gorrión.

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