No sé si es anti cancerígeno como aseguran por ahí los
hierbateros del internet, pero sí sé que puede provocar ahogamiento en los
chiquitos. Lo digo de buena fuente: mi tío Mey ya mero se nos muere debido a una huaya del demonio que un día decidió quedarse en su esófago. Desde
entonces, mi madre, aunque no me prohibió comerla, desde infante que no había
dejado la teta me dio lecciones de cómo comerla sin peligro alguno. Me decía
que me embrocara, con mi cara viendo a las hormigas del suelo, y que por ningún
motivo hablara o dijera una grosería porque si eso hiciera, el diablo metería
su cola hedionda en mi boca y haría que me tragara la huaya y esta cerraría mi
garganta y en menos de lo que estoy contando esto, me ahogaría y me moriría.
¿Quieres ver a una madre sin su hijo?, decía mi madre, y yo lloraba y lloraba y
le respondía que “no, mamita linda, no como ni comeré nunca en mi vida esa
maldita huaya”.
Esto, desde luego, no
era cierto, porque a todos los chiquitos les gana por ser imitadores por
naturaleza, simios imitadores por naturaleza como decía el bueno de
Aristóteles, y aunque a mí no me gustaba ni el olor ni la consistencia de la
carne de la huaya, pues recuerdo que me dejaba con un sarro agrio los dientes y
la lengua, a semejanza del primo Diego, que nunca se lavaba los dientes, mis
primos la comían como cerdos, y creo que eso eran, cerdos, y yo quería saber
qué se sentía ser un chancho de vez en cuando, y le decía a mi madre que quería
comer huaya con chile molido y limón para que me agrie la boca, y mi madre me
hacía la huaya con chile y limón pero partía en dos cada frutito y me decía que
así no me ahogaría, pues si la tragara, pasaría por mi garganta y en la tarde
la cagaría.
Pero ya basta de
recordar esos años pasados, no me gusta vomitar mi infancia, mejor digo por qué
no paso esas huayas. En otras regiones distintas de la geografía peninsular, a
este fruto “tropical” se le nombra como quenepa, mamón, mamoncillo, cotoperi,
guayum, papamundo y otros nombres barrocos. Se encuentra en la región de
Centroamérica, en la Península de Yucatán y, tal vez, en Cuba. En mi pueblo, al
parecer, existen dos clases de huayas: la huaya propiamente, y el mamoncillo,
un fruto más gordo y robusto que la primera. El mamoncillo tiene una cáscara
patinada de verde intenso, mientras que la huaya se pudre y humedece su
envoltura rápidamente debido a las lluvias torrenciales que la hacen germinar.
Dicen que es rica en hierro
y en vitaminas B 1-3-6 y12, igual aseguran que es antidiarrréico y
desparasitante, y como el brócoli, previene el cáncer aunque la Agencia de
Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (Food
Drug Administration en inglés) no le reconoce hasta ahora esa propiedad,
como sí al brócoli. Pueden decir lo que quieran los defensores glotones de la
huaya, pero yo sólo sé que no me gusta, que siempre las repelía, y años después
de la anécdota infantil líneas arriba contada, cuando a los diez u once años ya
veía claro y ya sabía que cosas sí y que otras igual me fastidiaban, sentía que
la huaya era un fruto bárbaro, y mi cuerpo reaccionaba al instante vomitándola
cada vez que veía a los idólatras comerla.
Si detesto ese fruto
bárbaro y me fastidia ver la basura enlodada (pues la huaya se da en tiempos de
lluvia, cuando las calles de los pueblos yucatecos se enlodan y hieden a k’omoj, a mariscoso) que dejan los
comedores o “anoladores” de huayas (en Mérida, junto con el nance, otro olor
que detesto, son los frutos que acostumbran a comer como bellacos todos los
bellacos), podemos endilgarle a la huaya de ser la razón principal de que las
rejillas de las coladeras se obstruyan debido a los kilos sobre kilos que
consumen de forma industrial los yucatecos. Y podemos achacarle un delito más a
las huayas: ellas son las culpables de muchas fracturas de pierna, de dolores
lumbares, de caídas sufrientes al pavimento de la fatalidad al pisar tus
zapatos sin querer el lomo bruto de una huaya que fue anolada por un chiquito
masca huayas, o un gordo mofletudo anti ecológico.
Que Dios ampare al
hombre de las huayas, que Dios elimine para siempre del rastro de la humanidad,
a esos sempiternos anoladores y adoradores de las huayas.
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