A José Natividad Ic Xec, waayólogo
Menos de lo que tarda
un parpadeo, el hombre había convocado a los mejores hacedores de casas del
pueblo y a un pequeño pelotón de peones necesitados de unas cuantas monedas. Y
del pinche pegujal que era el terreno comprado, pronto fue desbrozado por
completo, y más pronto fueron trayendo láminas, bajareques, maderas, apisonándose
la tierra, haciéndose la mezcla, irguiéndose la albarrada y lechado algunas
palmeras que fueron trasplantadas de raíz a ambos lados de una bonita casa de
bajareques con cobertizo sembrada a la vera de la carretera. Todos en el pueblo
hablaban de este extraño personaje, que días después comenzó a moverse por sus
calles pagando 200 por viaje a cada tricitaxista muerto de hambre que lo
paseaba por el centro con ínfulas de gran patriarca que contemplaba al mundo
pueblerino detrás de un gran bastón que más parecía cayado de antiguo profeta
bíblico.
De la noche a la
mañana, así como llegó, sin avisar a nadie, el hombre comenzó a vender en su
fresca casa, ollas de barro, bultos de cemento y cal, tinacos y bateas, sacos
de maíz, pailas de cobre y latón para freír chicharra, picos para los alarifes,
machetes y coas para los milperos taciturnos, pólvora para las bombas de los
excavadores de pozos del pueblo, guaro y cervezas para los enfiestados,
alpargatas, ternos y rebozos de Santamaría para los bailadores.
Era tanta la riqueza
del viejo expuesta en el largo y amplio corredor entechado de su casa, que los pedigüeños
del pueblo, y hasta uno que otro político muerto de hambre se presentaron, en
más de una ocasión, a rogarle que sea padrino de no sé qué, a solicitarle unos
dineritos para un mitin en tal lugar, a que si acepta colaborar con el gran
partido dando lo necesario para una cochinita. El hombre sólo los oía y les
miraba la jeta a esos sinvergüenzas, acto seguido dejaba su mecedora donde se
empotraba desde la mañana para esperar a sus marchantes, y respondía con una
mentada de madre en maya a “esos hijueputas que sólo saben pedir”.
El pueblo, imbuido de
esas creencias prehispánicas y de esas explicaciones sobrenaturales para todo, comenzó a murmurar a espaldas del viejo: ¿de dónde sacaba sus mercancías?,
pues en los más de tres años de estar en el pueblo nunca vieron camión alguno
surtiéndole lo necesario. ¿De dónde ha obtenido su gran riqueza que sólo gasta
con los muertos de hambres tricitaxistas cada vez que se le ocurre recorrer las
calles de su pueblo adoptivo?, ¿de qué pueblo era originario, por qué está solo,
que lo hizo venir aquí? Los rumores y las preguntas sobre su persona comenzaron
a extenderse a otros pueblos, y la gente que sólo se ocupa en armar borlotes de
malas famas y podrir reputaciones, comenzó a llamarlo Wáay Kóot.
En las creencias del
pueblo maya, los wáayes, especie de naguales y más poderosos que los jmeenes y los yerbateros, son hombres y
mujeres que tienen la capacidad de transformarse en un animal: gatos, perros,
cochinos, chivos y pájaros, son algunas de sus mutaciones. Una de las más
enigmáticas y poderosas transformaciones de los wáayes, es cuando adoptan la
figura de una enorme ave, y reciben por esto el nombre de Wáay Kóot. Los registros orales dan por descontado que de Maní, de
Sotuta, de Mama y Chumayel han salido los más poderosos wáayes, y a estas
tierras se les ha llamado U lu’umil wáayo’ob,
la tierra de los wáayes. José Natividad Ic Xec, escritor yucateco que más sabe
de estas cosas y al cual seguimos, ha escrito que los wáayes salen a sus
correrías nocturnas después de las doce de la noche cuando los malos vientos
aparecen: pueden matar, pero también pueden orinarse o defecar en las pobres
viandas de la gente del campo, y si hay una doncella que les llame su atención,
pueden desnudarlas y hacer juegos lúbricos con ellas. Otras veces, los wáayes mejor
se pasan toda la noche y la madrugada tomando el sereno en la plaza principal.
La luz eléctrica, heraldo de la “modernidad”, les ha obligado a replegarse.[1]
Ic Xec traduce el
nombre del wáay koot como “el brujo
de la albarrada”, pues señala que con el término “koot” se le dice así a la
albarrada,[2]
aunque el mismo diccionario de Solís y Alcalá refiere que la albarrada, o cerca
de piedras, se escribe Cot (con una sola o). En este mismo diccionario, Solís y
Alcalá, para la entrada “águila”, la traduce como “Coot”.[3] Por las descripciones apuntadas en las
historias orales rescatadas, podemos traducir al wáay koot, no como el brujo de
la albarrada, sino como el brujo águila.[4] En
uno de los pasajes de la historia de Jacinto Canek, uno de los supuestos
poderes del caudillo de Cisteil era el de saber volar, y no sólo Canek tenía
ese don, también un mendigo de Valladolid, Nicolás Cauich, que había conocido
los planes para la liberación de los mayas del dominio colonial, volaba de pueblo en pueblo.[5] El
wáay koot es otra de las trasmutaciones de los hombres antiguos, conocedores de
los enigmas y el poder de los arcanos.
Las historias orales lo
describen como un ave gigantesca. Hace muchos ayeres, un amigo del pueblo de
Tahdziu, Faustino Montejo Vera, con miedo cerval, me refirió la historia de
nuestro wáay koot que puso su tienda
a la vera de la carretera que conduce a Tahdziu. A Faustino su padre le contó
que dos década antes, en su pueblo, cuando Tahdziu no tenía más que unos
tristes focos públicos que mal alumbraban las viejas calles de terracería donde
hociqueaban los cochinos por las mañanas, después de la media noche se podía
contemplar, al claror de la luna, a un ave enorme parada encima de la pequeña
espadaña de la iglesia del pueblo. Decían que el wáay koot esperaba el momento
propicio para alzar el vuelo con sus amplias alas e irse a otros pueblos a
robar sus mercancías y hasta a robar mujeres.
Los viejos recuerdan
que el Wáay Koot, nuestro Wáay Koot, provenía o de Izamal
o de Sotuta, y que venía huyendo de su mala fama de brujo. Nadie supo en
realidad su nombre, sólo detrás de él se atrevían a nombrarlo con su apodo:
Wáay Koot.
Al Waay Koot le gustaba tomar el fresco las mañanas y tardes; una vieja del rumbo donde vivía le saciaba su harto apetito, y el chilmole era su perdición. Los tricitaxistas siempre aguardaban el momento preciso en que al Wáay Koot se le ocurría salir al centro a comerse un machacado de plátano en el mercado, o ir a contemplar la suave sombra de un árbol de pich[6] cercano al cementerio. Y cuando salía de paseo, se daba el lujo de dejar su establecimiento, abierto y sin vigilancia alguna. Y es que nadie se atrevía a entrar a su casa y robarle ni un alfiler por el temor de morir desde las alturas, raptados por el Wáay Koot.
Al Waay Koot le gustaba tomar el fresco las mañanas y tardes; una vieja del rumbo donde vivía le saciaba su harto apetito, y el chilmole era su perdición. Los tricitaxistas siempre aguardaban el momento preciso en que al Wáay Koot se le ocurría salir al centro a comerse un machacado de plátano en el mercado, o ir a contemplar la suave sombra de un árbol de pich[6] cercano al cementerio. Y cuando salía de paseo, se daba el lujo de dejar su establecimiento, abierto y sin vigilancia alguna. Y es que nadie se atrevía a entrar a su casa y robarle ni un alfiler por el temor de morir desde las alturas, raptados por el Wáay Koot.
Un día, a mi abuelo se
le acabaron los sacos de maíz de su tortillería. Con su viejo camión de redilas,
visitamos a varios vendedores del grano y ninguno nos quiso vender más que
pocos kilos. Había una escasez en la región. Cansados de fatigar las trojes
vacías de la Villa y sus pueblitos, un campesino nos dijo que en la tienda del Waay Koot había toneladas de maíz hasta
para sobrevivir a una guerra. A regañadientes, mi abuelo me dijo que fuéramos
donde “ese hijueputa” brujo. Llegamos, y el Wáay Koot, con una mirada fría que
a mí me petrificó en el asiento del camión de redilas, le preguntó a mi abuelo
que qué va a llevar. Íbamos por cuatro sacos, pero llenamos el camión hasta el
tope.
Las descripciones
recogidas de los wáay kootes refieren
cómo van de pueblo en pueblo en busca de sus mercancías. El padre de don Diodoro
Naal Yah, en una ocasión vio a uno de estos wáayes alados surcar los aires de Peto hace más de medio siglo: “Mi
padre estaba en la hamaca del paasel
(choza) de su milpa, y escuchó como venía una lluviecita fina. Era como las 12
de la noche. Dicen que cuando viene, su vuelo es precedido por una lluviecita primero.
Cuando pasó esa pequeña nube que regó los campos, mi padre, asomándose apenas
desde su paasel, vio a la tremenda ave, bañada por el resplandor de la luna
llena, aletear con fuerza descomunal".[7]
Pero el tiempo del Wáay
Koot de mi pueblo llegó un día a su final. Una mañana, la vieja que le daba de
comer lo encontró muerto de un balazo en su sobaco izquierdo. La noticia corrió
como pólvora entre los mentideros del pueblo, se mandaron avisos por radio, y
al día siguiente, un joven que decía ser su hijo llegó para velarlo. Lo
enterraron en el cementerio del lugar, y casi nadie acudió a despedirse del
viejo. Después del entierro, la bella casa de bajareques y cobertizo fue
vaciada de mercancías por el hijo, se malbarató su terreno, y entre el
chismerío del pueblo se dijo que el hijo en realidad era el aprendiz del Wáay
Koot.
Entre las voces de los
campesinos comenzó a decirse cómo en realidad fue muerto el Wáay Koot. Dicen
que un milpero que fue a espiar al venado, caminando entre maizales, escuchó “un aire como tornado” y vio venir hacia él “un nublado”, una nubecita
negra que dejaba tras de sí el leve rastro de una lluvia. El campesino se
preguntó: “¿Qué será eso si no hay otro nublado, qué será lo que está viniendo?”
Muy pronto saldría de dudas. Detrás de esa nube, el campesino vio al ave
gigantesca “del tamaño de una camioneta” volar bajo, casi rozando las matas. Y
vio que traía entre sus alas “muebles, pailas, cajas, sogas” y otros
cachivaches que hacían un gran ruidero al moverse. Con su carabina, el
campesino apuntó directo al ave y soltó sus cartuchos. Las cosas que traía el pajarraco gigante cayeron entre el maizal, y el miedo que se apoderó del campesino, apenas le
dio tiempo de llevarse a su casa una caja llena de frijoles, pero el ave no
cayó. Días después, el Wáay Koot de
mi pueblo sería hallado muerto entre los cerros de sus mercancías.
[1] Cfr. José Natividad Ic Xec, La mujer sin cabeza y otras historias mayas,
México, CIESAS, 2012.
[2] Ibídem,
p. 104.
[3] Ermilo
Solís y Alcalá, Diccionario Español-Maya.
Prólogo del Lic. Antonio Mediz Bolio, Mérida, Yucatán, Yikal Maya Than, 1950,
pp. 23 y 27.
[4] Y esto
en el entendido de que la flora y fauna de la Península actual, no era la misma
anterior al contacto indoeuropeo. Tal vez en tiempos prehispánicos las águilas
existían en la península, o si no existían, no hay que perder de vista las
interconexiones económicas y militares que se dio en el mundo mesoamericano,
donde diversos productos se transportaban a otros lugares donde no existían.
[5] Cfr.
Pedro Bracamonte, La encarnación de la
profecía. Canek en Cisteil, México, CIESAS-Instituto de Cultura de
Yucatán-Miguel Ángel Porrúa Editores, 2004, pp. 113, 128.
[6] El árbol
o la “mata” de pich es un árbol
corpulento que, junto con los flamboyanes, los ramones y los árboles de naranja
agria, caracterizan la vegetación de los pueblos yucatecos. En otros lugares se
les llama parota y guanacaste; y su nombre científico es enterolobium cyclocarpum.
[7]
Entrevista de tradición oral con el señor Diodoro Naal Yah, Peto, Yucatán, 26
de abril de 2013.
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