Escribir, por ejemplo, un futuro libro de la historia petuleña que llevase por título “El porvenir de una desilusión”.
“A todos nos persiguen nuestros orígenes”. Emile Michel Cioran.
Mi muy respetable cronista pepenador de ideúcas comunes de su cansino y difunteado ancestro, le escribo. Le escribo desde aquí, enmedio de la náusea de la lectura de su banalísimo libro, tachonado de punta a cabo con desplantes insufribles de megalómano acabado; enmedio de la turbiedad de sus palabras, le escribo: sépase que, en un tiempo (breve) en que estuve convencido que este pueblo se merecía algo más que anécdotas familiares, me dio la casquivana idea de llevar mi vieja Rémington[1] a la Sierrita del Sureste Yucateco para, emboscado y con mi pipa de palo de rosa, con ninguna luz por las noches que no sea la luz de la cazoleta y del fulgor opaco de la luna, realizar una contratesis exhaustiva de su libraco en comento. Pero mi abuelo, que posee una inteligencia schopenhaureana -senil es cierto, pero schopenhaureana-, me dijo que no era necesario, que el libraco no servía más que para una apostilla chambona. Y aquí me tiene, señor cronista, escribiéndole esta apostilla chambona e intempestiva (que en realidad, no es una apostilla sino los comentarios de un lector todólogo a un autor de vaguedades), embotado con el olor agudo de los tímidos jazmines y la frescura intacta de los flamboyanes de la India recorriendo el jardín sereno de mi casa, donde practico el viejo arte de la escritura de a gratis. Yo creo, señor cronista, que sus opiniones de la villa en que nacimos (que son muy respetables, y nadie le impide opinar. Yo mismo lo hago, soy un opinador convulsivo, lo reconozco) se derivan, más que del estudio concienzudo de los hechos, de un encoñamiento avasallante de amor patermaterfamiliar. Eso yo no lo veo con malos ojos: poner por encima de todo a vuestra familia es cosa que todos hacemos, sin ser descastados, a diario…
Pero no se necesita ser la sibila de Cumas, señor cronista, para escribir que el proceso de ficcionalización de la frugal historia -o historieta parvularia- de Peto, llevado a cabo por su pluma afásica –aun a sabiendas de que peca de visión valetudinaria como para realizar las prospectivas sociales y el análisis lógico de las situaciones estructurales de la población-, me parece la forma más atroz y despiadada de manipular la memoria histórica de los petuleños. Con intermitentes sombras y lagunas historiográficas, o con perezas bibliográficas propias de una angosta y atrofiada mirada intelectual, el cronista urde la historia amelcochada de su familia, refocilándose de lo lindo en imaginar, o en tratar de imaginar, que escribe el inapelable y definitorio libro sobre Peto, y que por tanto se siente facultado, él más que nadie, a discurrir de manera indiscriminada sobre los asuntos más disímbolos en que Peto, el imaginario pueblo, llegare a recaer.
Como álbum fotográfico, o como memoria evocativa de sus ancestrales amores familiares, no me interesa; pero usted, señor cronista, ha decidido, sin sombra de duda, a cumplir con la imbecilización exhaustiva de las raquíticas mentes petuleñas, al no respetar la jurisdicción de la realidad objetiva, de los hechos no sólo comprobados sino cotejados, confrontados con la variabilidad de fuentes que un historiador-cronista dispone en su taller de reconstructor del pasado o del devenir constante de los días. Uno de tantos peros que le pondría, y este es, por decirlo de algún modo, el pero más light: la fuente histórica principal que utiliza son las memorias (o desmemorias) de su abuelo, quedando así su libro como calca, sino fiel, al menos no del todo lejano de los muy particulares juicios subjetivos de su ancestro. Incluso en los errores de sintaxis, del modo de conjugar los verbos, de trabajar con palabras híbridas (¡no me destruyas, por favor señor cronista, la lengua de Cervantes, de Paz, o del poeta Orlando Ojeda y Cetina!), ¡para que alargarlo!, de desconocer por completo la redacción más simple que un manual de ortografía pueda otorgar, el señor Arturo Rodríguez sigue, con la perfección de olfato de un sabueso tras su presa, las disquisiciones grises, pueriles y anacrónicas de su ínclito ancestro.
Su semblanza dizque-histórica (o para-histórica, por que en realidad no es una historia, lo que se dice historia, en la cual podamos confiar) es en realidad, como ya cite líneas arriba, un álbum fotográfico, un compendio genealógico y amiguero (la de usted, señor cronista), un “club de tobi” donde sólo entran unas cuantas personas. Créame, no me interesa ser parte de esa historia esquizofrénica.
En dicha "crónica" no veo ahí al indio maya aporreando su humanidad en las lajas yucatecas, pudriéndose de hambre en los días de fiesta; no vislumbro al campesino, no observo ninguna crítica a las familias que se hicieron acomodadas debido al cargo público, a la usura o a la explotación absoluta y totalitaria de los descendientes de Tutul Xiu. Nuestro egotista cronista, ya es hora de decirlo, es un bachillerango pasante de pendolista chabacano, que no comprende que la historia de Peto no es, ni por accidente o equívoco, lo que él y su cascarrabias abuelo idealizaron: su historia, eso sí, es la semblanza para-histórica de un Peto Imaginario, existente a medias…Por estos únicos motivos le hago saber mi desavenencia, mi desacuerdo total y mi incredulidad manifiesta ante su relato de ficción pueblerina, aquejado de lo que los filósofos marxistas denominaran a esa mistificación de la realidad: enajenación de la historia. Tlacaélel petuleño, quiero creer que el señor cronista conoce el libro de George Orwell, “1984”. En esa novela, Orwell narra el proceso de creación y recreación de la historia, según los intereses primos del Gran Hermano, que no duda en reconstruir el pasado de acuerdo a sus fines inhumanos. Eso, mutatis mutandis, salvando la universal diferencia que existe entre Orwell y el señor cronista por supuesto, que ni madera le encuentro para ser escribano público como lo fue su fallecido ancestro ilustre, es lo que más o menos quiso realizar con su escrito de poca monta. En dicho texto, el del cronista por supuesto, sólo encuentro vanagloria solipsista, atrincheramiento esquizofrénico en su yo, autismo en grado sumo que niega voluntariamente o excluye la realidad circundante, entrampando a la inteligencia del lector en la gran noche en que nunca llega el alba…
Del libro en comento del cronista existe una sentencia de Walter Benjamin que me sirve para esclarecer mi posicionamiento: “Todo documento de cultura –escribe Benjamin- es también un documento de barbarie”. Aparte de la intrascendencia de los aspectos históricos,[2] los juicios estéticos del cronista son frívolos, a veces parvularios. Al tratar de escribir acerca del estilo del retablo de la iglesia, se refiere a su objeto de análisis con un juicio demasiado facilón que comprueba su olímpica ignorancia acerca de la arquitectura sacra: “El bonito retablo que existe –escribe Arturo Rodríguez –es de madera tallada, retocado con pintura blanca y dorada.” ¡Esa descripción –solamente y malamente descripción- no se la soporto ni al más deficiente bachillerango!
Confieso que mi radical anticlericalismo no me impide reconocer el religioso fervor que siento por el trazado sobrio del templo católico (“Coloso del sur” le llegó a designar el bardo petuleño Orlando Ojeda y Cetina); sus esbeltas torres viriles ascendiendo hacia la noche caliginosa me producen, siempre que las observo, un silencio cómplice de confraternidad. Pero el contraste de luz y sombra, que le da un aire novohispano al perímetro que vigila, invoca la memoria de sus constructores. ¿Quiénes fueron? Respuesta: Mayas esclavos, los sobrevivientes y vencidos del genocidio despiadado de la Conquista. Neruda, en unos versos desesperanzados de su poema “Alturas de Machu Pichu”, pregunta lo siguiente:
“…Piedra en la piedra, el hombre, dónde estuvo?"
Y más adelante, en el mismo poema, se explaya con su rabia:
“Devuélveme al esclavo que enterraste!
Sacude de las tierras el pan duro
del miserable, muéstrame los vestidos
del siervo y su ventana.
Dime cómo durmió cuando vivía.
Dime si fue su sueño
Ronco, entreabierto, como un hoyo negro
hecho por la fatiga sobre el muro.
El muro, el muro! Si sobre su sueño
gravitó cada piso de piedra, y si calló bajo ella
como bajo una luna, con el sueño!"
Y Octavio Paz, en su “Nocturno de San Ildefonso”, escribió lo siguiente:
“golpear con la cruz
fundar con sangre
levantar la casa con ladrillos de crimen
decretar la comunión obligatoria."
Dos poetas hablando sobre el mismo tema: el sufrimiento del indio en las grandes construcciones concebidas por las élites. En Machu Pichu fue la élite inca; en la de Paz fue la gesta nada heroica de las fundaciones que los conquistadores, una vez caída la ciudad de los mexicas, empezaron a levantar “con ladrillos de crimen” sus cotas urbanas de poder.
El tiempo de la tristeza
La justicia histórica al pasado de crímenes nefandos, pasado criminal de los frailes constructores de la iglesia petuleña, en este libro es imposible de encontrar; no se halla ninguna relación de agravios y, error de errores, como si la cosa no existiera, el mundo indígena, de ahora y de ayer, el mundo maya no se vislumbra. El autor escamotea la cuestión, pasa sin querer, brincando con saltitos pequeño burgueses, al decir que “la guerra de castas fue una lucha de exterminio racial pues cada bando trató de acabar con su oponente, hasta la extinción total de sus últimos vestigios de vida…”. Este texto que trascribo es una contumaz falacia de un sicofante. La lucha de castas no se reduce a una guerra simplona y maniquea de la destrucción de dos grupos entre sí. Es impensable que las revueltas mayas del siglo XIX (Léase bien los libros “La Guerra de Castas” de Reed, la novela “Cecilio Chi”, de Javier Gómez Navarrete o “La conjura de Xinum” de Ermilo Abreu Gómez) contra el predominio de los descendientes de los conquistadores, se deba a un hecho solamente: la destrucción sistemática del blanco. Por el contrario, la lucha de castas se mueve en un contexto histórico donde los grupos de poder colonizador, desde el inicio de la conquista, crearon redes de dominación, sometiendo al pueblo maya a exacciones innúmeras, con negación sistemática de su cultura. La lucha de castas fue la explosión de la indiferencia (ante la muerte de un pueblo), la reacción de los oprimidos ante los desmanes desaforados de los conquistadores, el racismo de la casta divina contra los mayas, la explotación inmisericorde en las encomiendas, repartimientos, mitas, naborías, haciendas, la ofensa constante al valor de los mayas como seres humanos dignos de respeto. Los mayas ni por un momento pensaron en el exterminio de los “bebedores de chocolate”, de la cultura de los dzules, profetizado su tiempo hegemónico por el Libro de Chilam Balam de Chumayel de un modo fatalista:
“¡Ay, hermanitos niños, dentro del Once Ahau Katún viene el peso del dolor, el rigor de la miseria, y el tributo! Apenas nacéis y ya estáis corcoveando bajo el tributo, ¡ramas de los árboles de mañana! Ahora que ha venido, hijos, preparaos a pasar la carga de la amargura que llega en este Katún, que es el tiempo de la tristeza, el tiempo del pleito del diablo, que llega dentro del once Ahau Katún”.[3]
Frente a esa negación cultural de los pueblos mayas, el maya, bajo el acaudillamiento de los líderes de la revuelta –en orden de prelación: Cecilio, Jacinto y Manuel Antonio- lo que intentaron fue la reivindicación de lo que desde un principio eran de ellos: estas tierras del Mayab manchadas por las injusticias de los dzules, de los bárbaros casta divina y los frailes pirómanos...Reivindicación que es, a un tiempo, reactivación de sus elementos culturales, de su palabra omitida, su pensamiento “enclaustrado” y sus modos de estructurar libremente su densidad histórica, que imposible fue soslayarla como por ensalmo por el elemento conquistador exógeno. Densidad histórica fraguado por milenios:
"La densidad histórica de los grupos étnicos, su carácter de fenómenos de larga temporalidad, le confieren a la conciencia de la propia historia una importancia especial. La referencia a un pasado lejano, a un origen común, mitificado en muchas ocasiones, se plantea siempre como base de la legitimidad del grupo. En la condición de dominados, la conciencia de una época anterior de libertad le asigna a la dominación un carácter necesariamente transitorio... La continuidad del grupo étnico resulta en una lenta pero incesante acumulación de ‘capital intangible’: conocimientos tradicionales, estrategias de lucha y resistencia, experiencias, actitudes probadas; todo un arsenal difícilmente expropiable, una base creciente de elementos distintivos que posibilitan y fundamentan la identidad." (Bonfil, 1981, p. 27. Utopía y Revolución)
No importa que se perpetre la adoración a la cruz hierática[4] en los templos urbanos de los barbudos, el maya la transforma en cruz parlante en su selva ubérrima y apartada; no importa que la lengua original fuera omitida, por alguna rendija de la gramática hegemónica cruzaron subrepticias las palabras del canto, los nombres verdaderos de los pájaros, los árboles, de los lugares y las pasiones de estos hombres. Atrás, a un lado de las haciendas regidas por la producción a gran escala que quisieron implementar los conquistadores y sus descendientes, la economía de subsistencia de estos pueblos, realizadas desde los umbrales perdidos en el tiempo, persistió con terquedad en la milpa, en el maíz creador de estos hombres, los hombres taciturnos del maíz. La resistencia, la lucha, sus consejas, mitologías, teologías, literaturas orales, cuentos escuchados a los viejos alrededor de las tres piedras del fuego en la choza, la comida, la enseñanza que producen los pájaros y árboles, es capital “difícilmente expropiable”. En el gran crisol de esa “densidad histórica” con que se toparon los conquistadores, el alma de este pueblo venció, a su modo, al duro hierro de los castellanos.
A los nuevos explotadores y denegadores de la historia autónoma del pueblo maya (curas y dzules urdidores de una historia imaginaria, por ejemplo la de esta "Semblanza" que comento), hay que recordarles lo que dijera Nachi Cocom al pirómano de Diego de Landa a través de la escritura del gran Ermilo Abreu Gómez:
“Óyeme, tu. Estas palabras no podrás quemarlas nunca. Esta voz que es mi voz y la voz de los indios, traspasará tus orejas y no podrás olvidarla nunca. Esto que está en mi lengua no podrá repetirlo tu lengua sin caer cercenada. Esto que vuela sobre la tortura y el fuego y la muerte es la Verdad y la razón de la vida de los hombres de esta tierra que tú pisas. Esto que ahora digo quedará alzado delante de tus ojos y tus ojos morirán contemplando el espanto del dolor que causaste.”
Notas:
[1] Comprobará mi respetable cronista, que no cuento con laptop de universitario mimado por papi a mi disposición, ni estilográfica Montblanc de político mafioso que firma cheques a su cuenta personal; un simple porquero como yo sólo cuenta con su vieja Rémington, herencia de mi abuelo, desportillada por los años y el tráfago del tecleo incesante.
[2] Por ejemplo: no conjetura la forma despiadada con que fue realizada la iglesia principal, a punta de esclavitud de indígenas mayas por tonsurados clérigos segados por visiones del infierno; otra conjetura que omite: en el templo inacabado que se encuentra en el descampado conocido como “la placita”, el autor no concluye el silogismo: si fue la primera construcción arquitectónica colonial, la concepción original del centro de Peto no se vislumbró donde actualmente se encuentra. El centro, conjeturo, hubiese sido la placita.
[3] “Libro de Chilam Balam de Chumayel”, con prólogo, introducción y notas de Mercedes de la Garza, editado por SEP cultura en 1985, p. 161.
[4] La palabra para definir la instauración de la cruz parlante entre los mayas rebeldes después de la muerte de los tres caudillos que promovieron la reivindicación por estar sometidos a una discriminación económica, social y cultural sistemática inmediatamente después de que cayera el último bastión de la resistencia indígena contra los españoles en el proceso de Conquista, es el sincretismo. Comúnmente se entiende como aquella disposición de las civilizaciones de conciliar culturas diferentes, doctrinas contrarias, religiones no del todo opuestas. En ese sentido, el sincretismo maya va más allá del concepto y reformula el símbolo de la cruz: la vuelve el baluarte, el imán en el cual gravitan la fe de autonomía de los cruzoob. En 1852, José María Barrera, un mestizo, toma la batuta dejada al garete por Pat; y en un acto de genialidad política y guerrera (tal vez hubiese sido elogiado por Clausewitz o Maquiavelo), y como consecuencia de la cada vez más desesperante persecución a que estaban sometidos los mayas tras la muerte de los primeros caudillos, echó mano de un recurso sobrenatural: No sólo el espíritu, sino incluso hasta la voz de Dios iba a presentarse en la cruz. (Lecturas básicas para la historia de Quintana Roo, Tomo IV, recopilación de textos de Lorena Careaga Viliesid, p. 65). Eligio Ancona, el historiador reaccionario de la Casta Divina que no creía que los mayas tuvieran imaginación, sobre este hecho “sobrenatural” escribe, con la tinta del desprecio, lo siguiente: “La inmensa mayoría de los sublevados sentía un vacío al derredor de sí, al verse desamparada de aquellos signos materiales de la divinidad, y se hacía necesario inventar un medio que neutralizase los efectos de este sentimiento y que hiciera comprender al creyente que se hallaba equivocado. Es preciso decir, sin embargo, que el gran recurso no parece haber brotado de ninguna imaginación indígena, sino de uno de esos hombres de la raza mestiza que desde 1847, venía prestando a la causa de la barbarie, el concurso de su inteligencia y de su valor. Dícese que vagando un día José María Barrera por el despoblado que se extiende á lo largo de la costa oriental de la península, encontró un manantial de agua que brotaba a la entrada de una gruta, y al cual prestaban su frescura algunos árboles corpulentos de aquella selva casi virgen todavía. El descubrimiento de un manantial de agua es un gran acontecimiento en un país árido, como el nuestro, y Barrera marcó el lugar grabando tres cruces pequeñas en la corteza del árbol principal. Pronto se divulgó el hallazgo entre los sublevados y como la fuente se hallaba á ocho leguas apenas de la bahía de la Ascención (SIC), visitada fácilmente por los ingleses, y á notable distancia de los cantones más avanzados de nuestra línea, varias familias indias comenzaron á levantar sus chozas al rededor de la gruta para evitarse la molestia de hacer un viaje diario en busca de agua. Así comenzó a formarse en los siglos anti-colombinos la opulenta ciudad de Chichen, y tal fue también probablemente el origen de todas o casi todas l as poblaciones mayas. Las pequeñas cruces grabadas en la corteza de un árbol comenzaron a ser un objeto de adoración para los moradores de la nueva guarida y con tal motivo sin duda, ésta recibió el nombre de Chan Santa Cruz. El descubridor del manantial comenzó de esta manera á agrupar en derredor de sí un considerable número de sublevados, y temeroso de que desapareciesen las primitivas cruces, mandó fabricar otras de bulto, que hizo colocar en el mismo lugar. Si Cogolludo y el Dr. Sánchez hubiesen conocido á Barrera, habrían dicho de él que era un mestizo muy ladino…Conociendo la inclinación que tiene a lo maravilloso, no solamente el hombre salvaje, sino aun el educado en los países más cultos del antiguo y del nuevo continente, hizo correr la voz de que las cruces que se veneraban en la nueva población, habían bajado del cielo para hacer importantes revelaciones a los sublevados. Pero como por grande que sea la credulidad del vulgo de todos los países, siempre necesita de una prueba cualquiera para hacerse de la ilusión de que ha sido convencido, Barrera asoció á su empresa á un indio llamado Manuel Nauat, de quien se dice que era ventrílocuo, y quien, en las grandes reuniones á que eran llevadas las cruces, pronunciaba largos discursos que parecían proceder de éstas. Estos discursos tenían por principal objeto el de excitar á los indios contra los blancos asegurándoles que pronto iba á cambiar el aspecto de la guerra; y pronto comenzaron a palparse los efectos del fanatismo que se apoderó del ánimo de los primero” (Ibídem, p.65-66). A su vez, Enrique Florescano, en “Etnia, Estado y Nación”, se pregunta si en realidad, la guerra entre los mayas y el gobierno yucateco en el siglo XIX se trató de una “Guerra de Castas”, o bien, fue una lucha de clases o un conflicto agrario (no obstante, no omitamos la negación y el desprecio hacia la cultura de los vencidos por parte de los herederos de los conquistadores). Refiere el hecho evidente de la historiografía existente del conflicto que solamente describe los prejuicios racistas de los historiadores de la clase dominante, que en su mayoría, son criollos muy alejados de la visión rural y selvática de la Península Yucateca. La revuelta indígena fue bautizada por los Baqueiro, los Ancona y los Molina Solís como una conflagración racial, el desprecio de los bárbaros, de los dipsómanos, de los promiscuos, los perezosos e idólatras mayas, contra los civilizados, los sobrios, los continentes, los laboriosos y católicos criollos. Por que dichos historiadores, como refiere Florescano, “eran descendientes de la élite yucateca que acumuló un odio visceral contra los indígenas que resistieron la expansión de la agricultura comercial y el desarrollo capitalista. Consecuentes con sus intereses, elaboraron una interpretación étnica de los conflictos que vivieron sus padres y afirmaron que el origen de la llamada Guerra de Castas fue el odio indígena a la raza blanca, sedimentada a lo largo de siglos” (p. 475, Ibídem).
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