lunes, 7 de julio de 2014

Estampas de Nacuché

Fiesta en Nacuché, 1984.

A 8 kilómetros de Espita, Villa al oriente de Yucatán, está un pueblito llamado Nacuché. En 2010, Nacuché contaba con 1219 almas. Es el pueblo de mi amiga, Estela Nah. Estela, maestra de lengua maya, me refirió algunas cosas de Nacuché, las cuales me parecieron interesantes escribir en mi libreta de apuntes.

Las niñas y los niños de Nacuché en la milpa familiar

En su trabajo Los niños mayas de Yucatán (Maldonado Editores, 1983), Elmer Llanes Marín describe con palabras sencillas la imbricación que existe entre los niños mayas de Yucatán con los trabajos del campo. Han de saber, dice Llanes Marín, que siendo el maíz el producto más principal y sagrado del pueblo maya, “la vida del niño maya gira desde pronto en torno a la milpa donde el maíz se siembra, se cultiva y se cosecha”. Y han de saber, “que cuando el padre del niño maya trabaja en los aledaños del pueblo, el niño le lleva los alimentos…Han de saber que cuando en la milpa el maíz, y el frijol y la calabaza y la sandía, van creciendo el niño maya es un buen ayudante”.
Con su “honda” o tirahule, el niño maya espanta al “pich” y al “kau” para que estos pajarracos no saquen las semillas de maíz del surco en la tierra. Llanes Marín, sin embargo, casi no dice, explícitamente, nada de “la niña maya” de Yucatán.
Estela, de 23 años, me contó que en la milpa que hacen los de Nacuché no solamente va el padre o el hermano mayor a hacerla: es un trabajo familiar donde existe claramente la división del trabajo: mientras que el hombre se encarga de lo más pesado del trabajo como tumbar el monte y la quema, las mujeres –la madre y las hijas de 10 a 14 años- hacen leña, construyen bien las “guardarrayas” de la milpa (la guardarraya es el espacio que se deja alrededor de la milpa antes de la quema, con el fin de prevenir incendios), nutren a los surcos con los granos de maíz, chapean y limpian de malezas las matitas de maíz que se desarrollan y esperan la llegada de las lluvias. A los 13 años, un niño de Nacuché ya puede leñar y tumbar con pericia el monte. Las niñas de Nacuché, desde los 8 años, ya saben tortear y hacer el nixtamal.

Tenía entendido que el Chaa Chac (ceremonia maya para propiciar las lluvias) es un ritual agrícola donde sólo participan hombres. Estela me dice que en Nacuché se realiza un Chaa Chac donde participan tanto hombres como mujeres. Se hace en el tiempo de las novenas a San Isidro, y en el último día de la novena, para junio, se hace este Chaa Chac donde participan los hombres y mujeres del pueblo. Ahí se come esas viandas como el k’ool, el nojwaaj, y el chok’óob. Todo el pueblo de Nacuché participa en esta fiesta para que las lluvias sean propicias y las matitas de maíz crezcan altas y espigadas en la milpa. Después de este Chaa Chac respetuoso del género, viene el clásico Chaa Chac donde sólo señores y muchachos del pueblo participan.

Iglesia de San José, Espita.


El t’úut’ul bej de Nacuché

Le pregunto a Estela si ha oído hablar de algunas historias inexplicables, o de algunas de esas consejas y leyendas que guarda todo pueblo del Yucatán profundo, y me dice que hay varias historias que se cuentan entre los “nacucheños”. Una de ellas tiene que ver con un sendero que cruza todo el pueblo de Nacuché. Estela me cuenta que, antes, en Nacuché “asustaban mucho”. Cerca de la casa de Estela existe un camino, un sendero pequeño que comunica Nacuché directamente con el cementerio de Espita. En maya, este sendero o trillo se denomina t’úut’ul bej.
Hace años, cuando uno de Nacuché moría, lo colocaban en un kuuch: es decir, una cama de maderas amarradas con kibix (es decir, tallos del árbol llamado kibix), e inmediatamente se buscaba a los cuatro cargadores o porteadores que llevarían al muerto al cementerio de Espita (hay que saber que, hasta ahora, Nacuché no tiene cementerio). Adelante del cortejo, iba un hombre montado en un caballo. Era el “cabecero”, el que dirigía a los cuatro porteadores y a los deudos del muerto.
Los cuatro encargados de llevar al muertito para enterrarlo en el cementerio de Espita, tenían que tomar balché o alcohol de anís para que no carguen con el k’ak’as iik’, es decir, el mal viento del difunto. Los cargadores, una vez cumplidas sus faenas, regresan por la noche a Nacuché, y si el cuerpo de ellos no está templado por el balché, todo el mal viento que dejó en su recorrido el muerto por el t’úut’ul bej, se impregnaría a ellos y sería su muerte.  Y es que en el tiempo en que el t’úut’ul bej era recorrido, muchos de los k’ak’as iik se quedaron ahí, en esos 8 kilómetros de sendero que comunicaba a la última morada a los de Nacuché. Actualmente, existe un camino “moderno” que sirve para lo mismo, pero a los muertos se los lleva en camionetas.
Sin embargo, hasta el día de hoy, en el viejo t’úut’ul bej todavía “asustan”. Dice Estela que a las 12 de la noche, en luna llena, los de Nacuché todavía pueden oír claramente los relinchos del caballo del cabecero, así como las lamentaciones apagadas de los deudos fantasmas.

La ceremonia del looj kaaj en Nacuché

El looj kaaj es una ceremonia, refiere Estela, que sirve para alejar a los malos vientos del pueblo. Los abuelos de Estela practicaban esa ceremonia, de ahí que la tenga muy viva en su recuerdo. En cada punto cardinal de todos los pueblos de Yucatán (incluido villas grandes como Peto o Espita), desde tiempos de la colonia, sino es que antes, hay una cruz verde, de madera, que cuida los cabos del pueblo.
Recordemos que los cabos son los fines, o confines de los pueblos, y generalmente en ellos se guarda una pequeña cruz que, en el folklor popular maya, es el lugar donde se sentaba a cuidar un “vigilante”. Dice Reed, que así como el campo del agricultor estaba protegido por cuatro espíritus, otra cuarteta, uno por cada una de las cruces plantadas en las esquinas de los pueblos, vigilaban a la población de los peligros del monte: eran los balamob, los bacabes, los señores o guardianes del monte y de la milpa. Esas cruces eran los vigilantes del pueblo encargadas de atajar la entrada de los malos vientos. Pero el pueblo de Nacuché, como todos los pueblos, crece. Cada vez que el límite del pueblo dejaba atrás a la cruz, la cruz ya no podía cumplir sus funciones de vigilante de los malos vientos, y estos, en el rumbo donde el pueblo había crecido, entraban y se colaban con todas sus desgracias aparejadas.
En Nacuché, los malos vientos llegaban a través de enfermedades extrañas que les daban tanto a personas como animales: dolores de cabeza, vómitos, fiebres tercianas, tristezas y hasta muerte. Estos malos vientos sólo podrían ser espantados, alejados por un jmeen (sacerdote maya). Insistamos que los malos vientos, lo k’ak’as iik, se presentaban al pueblo cuando un rumbo cercano donde estaba el cabo ya había rebasado el límite anterior del pueblo. Cuando eso pasaba, cuando el límite era rebasado, en Nacuché entraban, además de enfermedades inverosímiles, animales extraños como cochinos, gatos y perros enormes. “Pero estos no eran animales de carne y hueso, eran nomás los malos vientos que causaban enfermedad al pueblo”, cuenta Estela.
Cuando eso ocurría, cuando una cruz era rebasada, el pueblo acudía a la ciencia de los jmenes para que la cruz fuera removida de su antiguo lugar, y se alejara un poco o un mucho, hacia el nuevo cabo del pueblo que había crecido. El jmen encargado de llevar a la cruz a su nuevo hogar, hacía oraciones a los bacabes. Cuando una cruz era alejada, las familias del rumbo del cabo tenían la obligación de sembrar en su terreno, en cada lado, el ya’ax jala che’, que es una matita de un poco más de un metro, y todo verde. El tallo del ya’ax jala che’ tiene la virtud de retener el mal viento. Cerca de esa planta de ya’ax jala che’ se enterraba una botella boca arriba. “En el huequito de la botella el mal viento entraría, nadie está permitido cruzar esa botella porque cargaría con el mal viento”.

Estas, y otras historias, guarda el bello y pequeño pueblo de mi amiga, Estela Nah. Yo tuve la fortuna de tomar nota sobre algunas leyendas y consejas de Nacuché.

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