Fiesta en Nacuché, 1984.
A 8 kilómetros de Espita, Villa al oriente de
Yucatán, está un pueblito llamado Nacuché. En 2010, Nacuché contaba con 1219
almas. Es el pueblo de mi amiga, Estela Nah. Estela, maestra de lengua maya, me
refirió algunas cosas de Nacuché, las cuales me parecieron interesantes
escribir en mi libreta de apuntes.
Las
niñas y los niños de Nacuché en la milpa familiar
En su trabajo Los
niños mayas de Yucatán (Maldonado Editores, 1983), Elmer Llanes Marín describe
con palabras sencillas la imbricación que existe entre los niños mayas de
Yucatán con los trabajos del campo. Han de saber, dice Llanes Marín, que siendo
el maíz el producto más principal y sagrado del pueblo maya, “la vida del niño
maya gira desde pronto en torno a la milpa donde el maíz se siembra, se cultiva
y se cosecha”. Y han de saber, “que cuando el padre del niño maya trabaja en
los aledaños del pueblo, el niño le lleva los alimentos…Han de saber que cuando
en la milpa el maíz, y el frijol y la calabaza y la sandía, van creciendo el
niño maya es un buen ayudante”.
Con su “honda” o tirahule, el niño
maya espanta al “pich” y al “kau” para que estos pajarracos no saquen las
semillas de maíz del surco en la tierra. Llanes Marín, sin embargo, casi no
dice, explícitamente, nada de “la niña maya” de Yucatán.
Estela, de 23 años, me contó que en la
milpa que hacen los de Nacuché no solamente va el padre o el hermano mayor a
hacerla: es un trabajo familiar donde existe claramente la división del
trabajo: mientras que el hombre se encarga de lo más pesado del trabajo como
tumbar el monte y la quema, las mujeres –la madre y las hijas de 10 a 14 años-
hacen leña, construyen bien las “guardarrayas” de la milpa (la guardarraya es
el espacio que se deja alrededor de la milpa antes de la quema, con el fin de
prevenir incendios), nutren a los surcos con los granos de maíz, chapean y
limpian de malezas las matitas de maíz que se desarrollan y esperan la llegada
de las lluvias. A los 13 años, un niño de Nacuché ya puede leñar y tumbar con pericia
el monte. Las niñas de Nacuché, desde los 8 años, ya saben tortear y hacer el
nixtamal.
Tenía entendido que el Chaa Chac (ceremonia maya para propiciar las lluvias) es un ritual
agrícola donde sólo participan hombres. Estela me dice que en Nacuché se
realiza un Chaa Chac donde participan
tanto hombres como mujeres. Se hace en el tiempo de las novenas a San Isidro, y
en el último día de la novena, para junio, se hace este Chaa Chac donde participan los hombres y mujeres del pueblo. Ahí se
come esas viandas como el k’ool, el nojwaaj, y el chok’óob. Todo el pueblo de Nacuché participa en esta fiesta para que
las lluvias sean propicias y las matitas de maíz crezcan altas y espigadas en
la milpa. Después de este Chaa Chac respetuoso del género, viene el clásico
Chaa Chac donde sólo señores y muchachos del pueblo participan.
Iglesia de San José, Espita.
El t’úut’ul
bej de Nacuché
Le pregunto a Estela si ha oído hablar de algunas
historias inexplicables, o de algunas de esas consejas y leyendas que guarda
todo pueblo del Yucatán profundo, y me dice que hay varias historias que se
cuentan entre los “nacucheños”. Una de ellas tiene que ver con un sendero que
cruza todo el pueblo de Nacuché. Estela me cuenta que, antes, en Nacuché “asustaban
mucho”. Cerca de la casa de Estela existe un camino, un sendero pequeño que
comunica Nacuché directamente con el cementerio de Espita. En maya, este
sendero o trillo se denomina t’úut’ul bej.
Hace años, cuando uno de Nacuché moría, lo
colocaban en un kuuch: es decir, una
cama de maderas amarradas con kibix (es decir, tallos del árbol llamado kibix),
e inmediatamente se buscaba a los cuatro cargadores o porteadores que llevarían
al muerto al cementerio de Espita (hay que saber que, hasta ahora, Nacuché no
tiene cementerio). Adelante del cortejo, iba un hombre montado en un caballo.
Era el “cabecero”, el que dirigía a los cuatro porteadores y a los deudos del
muerto.
Los cuatro encargados de llevar al muertito para
enterrarlo en el cementerio de Espita, tenían que tomar balché o alcohol de
anís para que no carguen con el k’ak’as iik’, es decir, el mal viento del
difunto. Los cargadores, una vez cumplidas sus faenas, regresan por la noche a
Nacuché, y si el cuerpo de ellos no está templado por el balché, todo el mal
viento que dejó en su recorrido el muerto por el t’úut’ul bej, se impregnaría a
ellos y sería su muerte. Y es que en el
tiempo en que el t’úut’ul bej era recorrido, muchos de los k’ak’as iik se
quedaron ahí, en esos 8 kilómetros de sendero que comunicaba a la última morada
a los de Nacuché. Actualmente, existe un camino “moderno” que sirve para lo
mismo, pero a los muertos se los lleva en camionetas.
Sin embargo, hasta el día de hoy, en el viejo t’úut’ul
bej todavía “asustan”. Dice Estela que a las 12 de la noche, en luna llena, los
de Nacuché todavía pueden oír claramente los relinchos del caballo del
cabecero, así como las lamentaciones apagadas de los deudos fantasmas.
La
ceremonia del looj kaaj en Nacuché
El looj kaaj es una ceremonia, refiere Estela, que
sirve para alejar a los malos vientos del pueblo. Los abuelos de Estela
practicaban esa ceremonia, de ahí que la tenga muy viva en su recuerdo. En cada
punto cardinal de todos los pueblos de Yucatán (incluido villas grandes como
Peto o Espita), desde tiempos de la colonia, sino es que antes, hay una cruz
verde, de madera, que cuida los cabos del pueblo.
Recordemos que los cabos
son los fines, o confines de los pueblos, y generalmente en ellos se guarda una
pequeña cruz que, en el folklor popular maya, es el lugar donde se sentaba a
cuidar un “vigilante”. Dice Reed, que así como el campo del agricultor estaba
protegido por cuatro espíritus, otra cuarteta, uno por cada una de las cruces
plantadas en las esquinas de los pueblos, vigilaban a la población de los
peligros del monte: eran los balamob, los
bacabes, los señores o guardianes del monte y de la milpa. Esas cruces eran
los vigilantes del pueblo encargadas de atajar la entrada de los malos vientos.
Pero el pueblo de Nacuché, como todos los pueblos, crece. Cada vez que el
límite del pueblo dejaba atrás a la cruz, la cruz ya no podía cumplir sus
funciones de vigilante de los malos vientos, y estos, en el rumbo donde el
pueblo había crecido, entraban y se colaban con todas sus desgracias
aparejadas.
En Nacuché, los malos vientos llegaban a través de enfermedades
extrañas que les daban tanto a personas como animales: dolores de cabeza,
vómitos, fiebres tercianas, tristezas y hasta muerte. Estos malos vientos sólo
podrían ser espantados, alejados por un jmeen (sacerdote maya). Insistamos que
los malos vientos, lo k’ak’as iik, se presentaban al pueblo cuando un
rumbo cercano donde estaba el cabo ya había rebasado el límite anterior del
pueblo. Cuando eso pasaba, cuando el límite era rebasado, en Nacuché entraban,
además de enfermedades inverosímiles, animales extraños como cochinos, gatos y
perros enormes. “Pero estos no eran animales de carne y hueso, eran nomás los
malos vientos que causaban enfermedad al pueblo”, cuenta Estela.
Cuando eso ocurría, cuando una cruz era rebasada,
el pueblo acudía a la ciencia de los jmenes para que la cruz fuera removida de
su antiguo lugar, y se alejara un poco o un mucho, hacia el nuevo cabo del
pueblo que había crecido. El jmen encargado de llevar a la cruz a su nuevo
hogar, hacía oraciones a los bacabes. Cuando una cruz era alejada, las familias
del rumbo del cabo tenían la obligación de sembrar en su terreno, en cada lado,
el ya’ax jala che’, que es una matita de un poco más de un metro, y todo verde.
El tallo del ya’ax jala che’ tiene la virtud de retener el mal viento. Cerca de
esa planta de ya’ax jala che’ se enterraba una botella boca arriba. “En el
huequito de la botella el mal viento entraría, nadie está permitido cruzar esa
botella porque cargaría con el mal viento”.
Estas, y otras historias, guarda el bello y pequeño pueblo de mi amiga,
Estela Nah. Yo tuve la fortuna de tomar nota sobre algunas leyendas y consejas
de Nacuché.
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