Desde un lugar de la mancha
Es decir, desde un lugar de la mancha de mi bolígrafo redacto esta misiva, momentos después de haber conocido el Pacífico en una playa oaxaqueña. Apenas conseguí un poco de dinero, y pensé largarme lo más pronto de la península. En la mochila dispuse, como equipaje, dos libros de Borges, una estilográfica y un cuaderno para apuntes paisajísticos. El periplo lo realicé como pude: en carros guajoloteros, a pie, en trenes al estilo guatemalteco, y, por último, en un cadillac de una bella de corte caucásico que en una gasolinera perdida en medio de la nada, cuando yo tenía casi medio día intentando hacer que alguien me llevara, me preguntó si quería subir a su lado. Con una ecuanimidad impostada, de mi boca sólo salió un sí apenas audible. De inmediato la caucásica me cedió el asiento del copiloto, arrimando a Fifí –creo que ese era el nombre de su perra, que me gruñía incisiva cada vez que hacía el intento de calcular con mi vista la esferidad portentosa de los senos de su ama.
Para estallar el idiota silencio que secundaba al ronquido del motor, la caucásica puso en el estéreo una canción de Rigo Tovar. Explicó que le gusta sentirse pueblo, lo que me hizo pensar que si eso era lo que en verdad quería, con revolcarse conmigo sería suficiente, pues, que yo sepa, no poseo ningún pedigrí aristocrático, por el contrario, soy pueblo desde la coronilla hasta los hongos de los pies. Así pasamos dos horas: ella con Rigo, y yo acariciando a Fifí, queriendo estrangularla.
La carretera evocaba una idea siniestra de la felicidad: parajes desérticos, polvo en el parabrisas, el anochecer que se estrellaba en mis ojos, y la caucásica mirándome de reojo, semejaban la felicidad, o tal vez el equívoco de ella.
En Tuxtla, la caucásica, desde su visión celeste de bella altiva, me lanzó la primera propuesta indecorosa de esta historia: “Te apetecería llevar a Fifí a que contamine el parquecito”. Estábamos en un mugroso café. Terminé un cigarrillo y no le pude decir que no, pues corría el peligro de que la perra embarrara mis mineros. Después de que Fifí cagara, la caucásica, ya en el asiento del automóvil, me dijo que iría al banco a sacar dinero y que necesitaba que la acompañara. Una poderosa razón me forzó a decirle que sí nuevamente: había sacado una magnum debajo de su asiento y la floreaba con erotismo, casi masturbándola. Con ella me señaló a la guantera abierta, que dejaba entrever un revólver acerado. “Agárrala, querido”. No dudé en hacer lo que me pedía, el deseo y el temor hacia la caucásica –deseábala, temíala- puso en mis manos de ex poeta el revólver de marras.
En una calle angosta donde estacionamos el cadillac bajo la negrura sin luna de un roble de gorda copa, no había ni un transeúnte, excepto una pareja de enamorados que al parecer no tenían dinero para un hotelito y casi cogían en las bancas de un parque cagado por los pájaros. Caminamos con pasos raudos. La caucásica, sin dejar de trotar, se quitó de forma inexplicable las medias. Yo le dije que esperara a que entráramos a un hotel para que se desnudara, y ella contestó que no me andara con pendejadas y que me pusiera una. Llegué casi al paroxismo cuando olí la fragancia de esa prenda, sin poder ocultar mi depravado fetichismo.
En el banco sólo había una muchacha gorda que se andaba pintando las uñas, mascaba un chicle con el estilo de una talonera, y veía un documental sobre la vida sexual de las morsas. “Este es un asalto señorita, etcétera”, dijo la caucásica, y soltó a Fifí quien de inmediato inspeccionó la zona, sacó los colmillos y se apostó en la entrada, gruñendo como un rotwailer. La muchacha gorda, con gemidos hipócritas de una perfecta talonera, rogó que no la matáramos. “No tenemos intención de matarte, cherie”, dijo mi camarada caucásica. En una mochila que traía, hizo poner a la muchacha talonera todo el dinero de la bóveda. “Ahora sí, querido, larguémonos, pero antes cállale la boca a esa obesa”. La amordacé lo más comedidamente y me dispuse a cargar la mochila repleta de fajos de a quinientos.
Salimos de Tuxtla con un paso de lince, silencioso pero rápido. Fifí volvió a su condición normal de perra de la burguesía. Dormimos un rato en un paraje boscoso, no sin antes comer unas fritangas que la caucásica traía en la guantera, y tomamos unos tragos de guaro que yo había comprado en un pueblo perdido allá en la Península. Ella, como para alejar malos hábitos o equívocos involuntarios, me dijo que me cuidara con ponerme impertinente, pues Fifí había castrado a no menos de diez. Le señalé que no tenía intención de violarla. Después de dormir no más de cuatro horas, reanudamos el viaje cuando el alba no rompía, es decir, antes de las cinco, porque la caucásica tenía ganas de bañarse en el mar, en unas playitas que quedaban detrás de unas lomitas.
La murria me empezaba a chingar en esos momentos, y ya extrañaba la atmósfera inhóspita de la península, con su calor descalcificante y con sus atardeceres arrebolados. Ella quiso indagar el motivo de mi periplo. Insinué que mi intención era hacer la revolución, buscar contactos guerrilleros y joder a los explotadores; es decir, mi prospectiva de vida era utópicamente indeseable. “¿Y quién te jodió tu corazoncito, poeta, digo, pues los que quieren purificar la mierda han de haber probado la hiel menos amarga, no? (Entonces yo no quise mencionarte, Susana). En el parabrisas ya se veía el horizonte marino. Fifí ladraba como perra en estro, cuando los cabellos de la caucásica se soltaron, castaños y rociados por las lanzas solares. Hurgué en el bolsillo de mi chamarra la cajetilla de los delicados que no traía.
Ella estacionó el vehículo nuevamente, se apeó, tiró a Fifí en la húmeda arena y dio esa orden que no me esperaba: “ahora sí, quiero que me cojas, querido”. Lo dijo tan seco, tan lascivamente seco, que las pocas gaviotas que se bañaban de arena alzaron el vuelo despavoridas.
Dejé de pensar en revoluciones pendejas, en contactos guerrilleros y lógicamente en ti, Susana. El único contacto que me importaba era el cuerpo de ella.
En el mar, la luz tempranera del sol fraguaba cristales fugitivos.
Para estallar el idiota silencio que secundaba al ronquido del motor, la caucásica puso en el estéreo una canción de Rigo Tovar. Explicó que le gusta sentirse pueblo, lo que me hizo pensar que si eso era lo que en verdad quería, con revolcarse conmigo sería suficiente, pues, que yo sepa, no poseo ningún pedigrí aristocrático, por el contrario, soy pueblo desde la coronilla hasta los hongos de los pies. Así pasamos dos horas: ella con Rigo, y yo acariciando a Fifí, queriendo estrangularla.
La carretera evocaba una idea siniestra de la felicidad: parajes desérticos, polvo en el parabrisas, el anochecer que se estrellaba en mis ojos, y la caucásica mirándome de reojo, semejaban la felicidad, o tal vez el equívoco de ella.
En Tuxtla, la caucásica, desde su visión celeste de bella altiva, me lanzó la primera propuesta indecorosa de esta historia: “Te apetecería llevar a Fifí a que contamine el parquecito”. Estábamos en un mugroso café. Terminé un cigarrillo y no le pude decir que no, pues corría el peligro de que la perra embarrara mis mineros. Después de que Fifí cagara, la caucásica, ya en el asiento del automóvil, me dijo que iría al banco a sacar dinero y que necesitaba que la acompañara. Una poderosa razón me forzó a decirle que sí nuevamente: había sacado una magnum debajo de su asiento y la floreaba con erotismo, casi masturbándola. Con ella me señaló a la guantera abierta, que dejaba entrever un revólver acerado. “Agárrala, querido”. No dudé en hacer lo que me pedía, el deseo y el temor hacia la caucásica –deseábala, temíala- puso en mis manos de ex poeta el revólver de marras.
En una calle angosta donde estacionamos el cadillac bajo la negrura sin luna de un roble de gorda copa, no había ni un transeúnte, excepto una pareja de enamorados que al parecer no tenían dinero para un hotelito y casi cogían en las bancas de un parque cagado por los pájaros. Caminamos con pasos raudos. La caucásica, sin dejar de trotar, se quitó de forma inexplicable las medias. Yo le dije que esperara a que entráramos a un hotel para que se desnudara, y ella contestó que no me andara con pendejadas y que me pusiera una. Llegué casi al paroxismo cuando olí la fragancia de esa prenda, sin poder ocultar mi depravado fetichismo.
En el banco sólo había una muchacha gorda que se andaba pintando las uñas, mascaba un chicle con el estilo de una talonera, y veía un documental sobre la vida sexual de las morsas. “Este es un asalto señorita, etcétera”, dijo la caucásica, y soltó a Fifí quien de inmediato inspeccionó la zona, sacó los colmillos y se apostó en la entrada, gruñendo como un rotwailer. La muchacha gorda, con gemidos hipócritas de una perfecta talonera, rogó que no la matáramos. “No tenemos intención de matarte, cherie”, dijo mi camarada caucásica. En una mochila que traía, hizo poner a la muchacha talonera todo el dinero de la bóveda. “Ahora sí, querido, larguémonos, pero antes cállale la boca a esa obesa”. La amordacé lo más comedidamente y me dispuse a cargar la mochila repleta de fajos de a quinientos.
Salimos de Tuxtla con un paso de lince, silencioso pero rápido. Fifí volvió a su condición normal de perra de la burguesía. Dormimos un rato en un paraje boscoso, no sin antes comer unas fritangas que la caucásica traía en la guantera, y tomamos unos tragos de guaro que yo había comprado en un pueblo perdido allá en la Península. Ella, como para alejar malos hábitos o equívocos involuntarios, me dijo que me cuidara con ponerme impertinente, pues Fifí había castrado a no menos de diez. Le señalé que no tenía intención de violarla. Después de dormir no más de cuatro horas, reanudamos el viaje cuando el alba no rompía, es decir, antes de las cinco, porque la caucásica tenía ganas de bañarse en el mar, en unas playitas que quedaban detrás de unas lomitas.
La murria me empezaba a chingar en esos momentos, y ya extrañaba la atmósfera inhóspita de la península, con su calor descalcificante y con sus atardeceres arrebolados. Ella quiso indagar el motivo de mi periplo. Insinué que mi intención era hacer la revolución, buscar contactos guerrilleros y joder a los explotadores; es decir, mi prospectiva de vida era utópicamente indeseable. “¿Y quién te jodió tu corazoncito, poeta, digo, pues los que quieren purificar la mierda han de haber probado la hiel menos amarga, no? (Entonces yo no quise mencionarte, Susana). En el parabrisas ya se veía el horizonte marino. Fifí ladraba como perra en estro, cuando los cabellos de la caucásica se soltaron, castaños y rociados por las lanzas solares. Hurgué en el bolsillo de mi chamarra la cajetilla de los delicados que no traía.
Ella estacionó el vehículo nuevamente, se apeó, tiró a Fifí en la húmeda arena y dio esa orden que no me esperaba: “ahora sí, quiero que me cojas, querido”. Lo dijo tan seco, tan lascivamente seco, que las pocas gaviotas que se bañaban de arena alzaron el vuelo despavoridas.
Dejé de pensar en revoluciones pendejas, en contactos guerrilleros y lógicamente en ti, Susana. El único contacto que me importaba era el cuerpo de ella.
En el mar, la luz tempranera del sol fraguaba cristales fugitivos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario