viernes, 12 de septiembre de 2014

LOS FANTASMAS DE LA GUERRA DE CASTAS, O "LA QUEMA DE LOS CAÑAVERALES" PARTE II: CATMIS, 1911

Chacuaco de la antigua finca Catmís

Después del encuentro sostenido entre las tropas yucatecas de la oligarquía henequenera dirigidos por los mismos hijos del dueño de la finca Catmís (dos morirían, y uno, un violador, se salvaría de morir) contra los revolucionarios petuleños reforzados por los irredentos parias, los yaquis de Sonora; la dura derrota de las tropas “leales” a los esclavistas meridanos significó la destrucción total de la “bella finca Catmís”, convertida en un erial donde resonaba la venganza de los hijos de Peto contra esta hacienda azucarera que devoraba cañaverales y devoraba hombres.
La desolación en que se convirtió Catmís, se puede apreciar en unas palabras aparecidas en un diario de la época, donde  la acción combativa de los petuleños fue parangonada con la “barbarie” de los mayas rebeldes que más de 60 años atrás, y en la misma región, mediante la “guerra relámpago” de sus batabes, llevaron a cabo la “quema de los cañaverales en los montes del sur y del oriente yucateco; una quema de los cañaverales de “proporciones bíblicas”, según un guerracastólogo. En 1911, esta quema de los cañaverales se presentaría nuevamente en la misma región donde la tea del oriente prendiera de forma más explosiva en 1847.
En todo 1911, las rebeliones y las demostraciones de rebeldía de los campesinos yucatecos se describirían trayendo a cuento los fantasmas de la guerra de castas; y en Peto, días después del ataque del 3 de marzo de 1911 al cuartel militar de la Villa, por el pueblo corrieron, en varias ocasiones, aquellos fantasmas de la guerra de Castas, aquellos terrores generacionales de la llegada de los “bárbaros”: el bombeo de unos pozos de un tal Antonio Espinosa Fajardo, significó alarma entre el populacho, pues pensaban que los “indios rebeldes” habían pasado las “bombas de aviso” y se dirigían a Peto; o del miedo cerval de seis mujeres, que decidieron pernoctar el 4 de marzo en unas cuevas donde habían dispuesto todo para su comodidad.
Mientras tanto, Catmís, la soberbia hacienda azucarera que no le pedía nada a las haciendas de los barones del azúcar del Morelos porfiriano, ardía en el amanecer de los tiempos de la violencia justiciera en la comarca sureña, tiempos a los que he denominado como Los años de Elías Rivero. En la nota de marras, se decía del asalto y quema de Catmís, lo siguiente:
                                                          
Allá están los que ayer fueron soberbios plantíos convertidos en páramos cubiertos de ceniza y en los que se destacan aún de trecho en trecho las llamaradas postreras. Allá, rodado por los suelos, fragmentos mil de las potentes máquinas y en fin, todos los restos de un prodigio realizado por largos años de trabajo constante y que hoy pregonan el paso de ese alzamiento, que entre sus primeras proezas ha contado asesinatos y como segunda hazaña la devastación de Catmís, triste obra de saña y de barbarie digna de los que en el Sur y el Oriente de nuestro Estado dejó la mano de los sublevados mayas de 1847.


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