jueves, 30 de enero de 2014

LAS OBVIEDADES DE UN ERUDITO

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En La Jornada en línea, me entero de la próxima aparición de un nuevo libro de Alan Knight publicado por el COLMEX: Repensar la Revolución, libro en 2 tomos, una serie de ensayos escritos a lo largo de 35 años donde Knigth hace gala de historiador que no rehuye meterse hasta en las cloacas más hediondas, ya que hasta se leyó, dice, un libro de Peña Nieto cuando este último era candidato a la presidencia: entre las páginas del actual presidente del país encontró poca, o nula historia, y más reformas enérgeticas, fiscales, y prospectivas tecnocráticas.
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El historiador inglés, que en 1986 había dado a la estampa un corte de caja total de la Revolución mexicana (me refiero a su libro The Mexican Revolution, Cambridge, 1986, 2 tomos; aparecido al español diez años después, bajo el sello de la Editorial Grijalbo) señala que a partir de que Cárdenas dejara la presidencia en 1940, una nueva generación de "revolucionarios" arribistas vino a modificar, uno a uno, los legados de la Revolución, aunque todos se decían "revolucionarios" y todos se presentaban como tales. A partir de 1982, y más preciso, a partir de la presidencia salinista:
[…] "hubo más abandono de los principios de la Revolución. Hay fin de la reforma agraria, distensión con la Iglesia, apertura de la economía, no fue un rechazo total pero una aceleración de este movimiento fuera de la Revolución. Otra vez, la oposición con el cardenismo, con el Partido de la Revolución Democrática, sigue utilizando ciertos mitos, leyendas de la Revolución. Entonces, sigue como una fuente de discursos y de mitos".
La Revolución sólo se había quedado como un mito a partir de 1940, pero un mito que se fue extinguiendo con el correr del tiempo. Hoy los priístas, a más de un centenario de las cabalgatas de Madero, Villa, los zapatistas y los carranclanes, no hablan de ella, incluso supongo que la desconocen en líneas generales. Knight puede ser todo un experto en el corte de caja que ha hecho sobre la Revolución mexicana en su monumental libro, pero dice algo obvio. La obviedad actual, es que, y cito al historiador:
"Mi impresión es que el PRI actual no quiere meterse mucho en la historia, quizá porque es un poco espinoso. Es difícil saber en qué medida es todavía el PRI del pasado –para mí son diferentes en muchos aspectos. Entonces, es un PRI que pone más énfasis en la tecnocracia, en nuestras políticas modernas; la modernidad es lo importante. Invocar algo que ocurrió hace un siglo (la Revolución Mexicana) no es su estilo discursivo."
La Revolución Mexicana, lo había dicho hace tiempo Lorenzo Meyer, ha muerto, y el brazo del árbol que apenas daba una sombrita rala en 1970, de 1982 a la fecha fue bien cortado de raíz. Es un cadáver putrefacto, y los asesinos pintan canas tricolores.
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Fuente: "Alan Knigth señala 'el abandono del ideario de la Revolución Mexicana'". Merry MacMasters. La Jornada, 30 de enero de 2014.

domingo, 26 de enero de 2014

A ESTE PASO QUE VAMOS


Hace unos días me enteré de la muerte del poeta Juan Gelman. Apenas digería esa muerte de la palabra, cuando hoy me entero de otra mala, jodidamente mala noticia, de la muerte de otro poeta, José Emilio Pacheco.

¿Acaso será la muerte de los poetas,
una rebeldía final contra la podredumbre actual de la humanidad,
despiadadamente capitalista, cínica e individualista?

74, 15, 80, 93 (años totales de mi abuelo),
56 (años totales de mi padre)
o 110 (años a los que nunca llegaré), ¡qué mas da!,
todos morimos demasiado pronto,
no nos terminamos nunca de despedir,
y nunca acabaremos de amar,
 de odiar o de conversar.

A este paso que vamos,
 ejercer el oficio o des-oficio de poetas,
como que ya va pareciendo que se trata de un oficio peligroso, de alto riesgo.

Los poetas son frágiles como los cristales de mis lentes,
mueren de pronto tarde o de mañana,
o componen un terceto al día último donde ella nunca llegará.

A este paso que vamos,
el oficio o des-oficio de poeta será una profesión de alto riesgo,
cargada de pólvora y presagios de la nada.
 La poesía será como jugar con uranio imantado,
 y el poeta pobre bailará haciendo cabriolas en el abismo de la nada

Pero, pensándolo bien, a este paso que vamos,
es preferible que todos,  poetas o no, acabemos de morirnos de una buena vez para siempre

sábado, 25 de enero de 2014

VENTANA DE ZACÍ: OTRA HISTORIOGRAFÍA YUCATECA POSIBLE


Recientemente, para finales de 2013, se publicó un interesante libro sobre la Guerra de Castas: Ventana de Zací: otras miradas de la Guerra de Castas, con el sello de la Universidad de Oriente (UNO) de Valladolid, y coordinado por los historiadores Jorge Canto Alcocer y Terry Rugeley. Con dicho libro, la Universidad de Oriente responde a una nueva forma de ver la historiografía yucateca, al descentrar la vista de los muros de la ciudad letrada –en este caso, Mérida-, y darnos “otras miradas” a uno de los más importantes temas de la historiografía yucateca.

Esta visión subregional de la Guerra de Castas que enarbola Ventana de Zací, tiene la factura, desde luego, del rector de la UNO, el doctor Carlos Bojórquez Urzaiz, que como había apuntado Gilbert M. Joseph en 1986, en 1978 y 1979 había escrito “un par de prometedores ensayos” (me refiero a “Estructura agraria y maíz”, y “Regionalización de la política agraria de Yucatán en la segunda mitad del siglo XIX”), pioneros en los estudios agrarios para tratar de entender cómo pasaron la segunda mitad del siglo XIX las regiones surorientales de la península después de 1847.

Ventana de Zací inicia con un ensayo ya clásico para comprender la historiografía de la Guerra de Castas, “Yucatán, carácter de la guerra campesina de 1847: una síntesis interpretativa”, del maestro Fidelio Quintal Martín, escrito originalmente en 1976, y vuelto a editar por tercera vez. Sin duda, el trabajo de Quintal Martín, basándose en la tesis de Engels, tiene el mérito de haber desligado el análisis del conflicto, de los viejos vocablos decimonónicos –castas, “bárbaros”, “civilización”-, que a partir de Sierra O’Reilly hasta Juan Francisco Molina Solís, había sido bautizada: Quintal Martín prefiere adjetivarla como “guerra campesina”, y una de sus conclusiones, es que la guerra trajo “la delimitación de las zonas económicas”: las zonas milperas surorientales y las zonas henequeneras del Noroeste.

El segundo ensayo, titulado “Valladolid: una ciudad, una región, una guerra”, fue escrito por una de las autoridades en el siglo XIX yucateco: Terry Rugeley. Además de ser Valladolid cuna de la Guerra de Castas, la idea más importante de este breve ensayo del doctor Rugeley, es haber visto a Valladolid como el “partido de Guerra” por antonomasia: siendo una región oriental fronteriza a la territorialidad de los rebeldes en la segunda mitad del XIX, de Valladolid saldrían varios “patricios” que verían amenazadas sus haciendas y economías debido a las escaramuzas de los rebeldes a partir de 1855. Frente a esta amenaza, hombres como el esclavista Agustín Acereto, y generales como los imperialistas Felipe Navarrete, Daniel Traconis y Francisco Cantón, combatirían en más de una vez a los de Chan Santa Cruz. Estos generales orientales instigarían al Segundo Imperio a reactivar la guerra contra los cruzoob, y Cantón estaría en el gobierno cuando Díaz “pacificara” a los rebeldes en 1901. El 25 de enero de 1871, en La Razón del Pueblo había aparecido un himno al general Daniel Traconis, que se aprestaba con una nutrida tropa, a ir al campo de los rebeldes. En su coro decía lo siguiente: “¡A las armas, soldados de Oriente, / El acero en la lucha esgrimid, / Y la gloria inmortal del valiente Conquistad con eroísmo en la líd!”.Esto, sin duda, era parte de la ideología del partido vallisoletano de Guerra.

El tercer ensayo fue escrito por una de las autoridades del Alvaradismo en Yucatán: Jorge Canto Alcocer. Se titula “Las otras castas de la guerra: Bonifacio Novelo y los mestizos de Valladolid en la guerra social de 1847”, y en este estudio de uno de los hombres más importantes de Valladolid (pero del otro lado del oriente), Canto Alcocer nos lleva con su pluma por los recovecos de una sociedad vallisoletana de ese entonces, reacia a los cambios modernos que desde el último tercio del siglo XVIII con las reformas borbónicas, se había constituido: los vallisoletanos de la primera mitad del XIX, seguían viviendo en lógicas neocoloniales, cerrando caminos a una nueva forma de ciudadano emprendedor, desligado de cunas patricias, como el emprendedor Bonifacio Novelo, “tratante” de comercio. Desde sus orígenes parroquiales hasta su consagración como tatich de la Cruz Parlante y la descripción que Carmichael hijo hiciera de él en la década de 1860 como “un sabio estadista”, la figura de este mestizo yucateco, indica Canto, es un mentís a la retórica que se creó desde el siglo XIX, de que la Guerra de Castas fuese completamente indígena, y concluye que, al ver Novelo que los espacios de desarrollo estaban plenamente cerrados en aquel Valladolid anterior a 1847, “Bonifacio tomó la decisión de combatir esa desesperante realidad con las armas en la mano.

El cuarto ensayo, nombrado “La fuerza rebelde maya en territorio mestizo: El paseo de Crescencio Poot por Tunkás”, escrito por uno de los conocedores de la educación alvaradista en Yucatán más acendrados, Carlos Alberto Pérez y Pérez, es un ejemplo prístino de que la historia de archivo se refuerza y vivifica con la historia oral. Pérez y Pérez hace una descripción detallada del fulgurante ataque que los cruzoob hicieran a Tunkás el 7 de septiembre de 1861, abotinándose y llevando a casi todo el pueblo de Tunkás a sus bosques orientales. Debemos agradecer a Pérez y Pérez, el haber salvado para la historiografía yucateca, narraciones ricas de memoria oral de ese ataque a Tunkás, que fue, como bien dice Pérez, un parteaguas porque se iniciaría a partir de esa fecha las capturas de prisioneros de guerra que servirían para trabajos públicos en Chan Santa Cruz, o bien, para el pedimento de rescate. La riqueza de memoria oral que contiene este trabajo, corre pareja a la evidencia material de la guerra de castas, cuando Pérez y Pérez nos da una descripción topográfica de una cueva natural de Tunkás donde se edificó un pozo, y el autor indica que en este pozo se construyó un pasillo para permitir la entrada a una galería de resguardo, lo que sin duda podría ser una estrategia de sobrevivencia de los tunkaseños ante otro posible ataque de los de Santa Cruz. En una entrevista que realicé en el pueblo de Tzucacab, me contaron una historia similar a lo que Pérez y Pérez describe: al remozar la plaza principal de ese pueblo y tapar un cenote que servía como pozo de noria, en una de sus paredes se encontró una cámara donde habían antiguas sillas de recia madera, así como algunos libros amontonados y varios budbitzones.

El último trabajo, es una traducción (del maya al español) y transcripción de historia oral hecha por Lázaro Tuz Chi, de las palabras, los recuerdos y la cosmovisión de un cruzoob centenario de Xpichil, Quintana Roo: Don Patricio Pech Pool. Sin duda, las palabras de don Patricio están imbricadas de una historia de resistencia, de un pensamiento maya donde todos los tiempos son un instante del recuerdo que hiere, o del que celebra, pero cabría una pequeña objeción al transcriptor: no existe un estudio interpretativo del discurso de don Patricio, o bien, se echa de menos unas acotaciones al pie de página sobre algunas referencias que estudiosos del pueblo cruzoob podrían referir. Asimismo, señalemos que el énfasis que pone don Patricio en su discurso, hace referencia a los años finales de la autonomía rebelde, sus enfrentamientos con los huaches, sus nuevas formas de avituallarse de municiones una vez cerrado el mercado beliceño (el “cortadillo”, por ejemplo), las críticas directas de don Patricio al posicionamiento del Estado en lo que fuera su territorio rebelde: “ahora la ley del gobierno es dinero, es negocio, es por eso que todo se ha echado a perder, todo, hasta los jóvenes no respetan. Pero ya no creen, no respetan la ley de sus padres, de sus mayores, ya no respetan a la Santísima Cruz, ¿dónde acabaremos así?”. A propósito del cortadillo, el 14 de mayo de 1913, La Revista de Yucatán informaba de unas “depredaciones de los mayas rebeldes” del otrora Territorio de Quintana Roo. La nota decía que los rebeldes se estaban llevando los alambres telegráficos y de teléfono en un punto entre Nohpop y Tabi, y que:
[…] en tan corto lapso de tiempo han cortado las líneas del telégrafo y del teléfono tres veces por lo que se supone que dichos indios se están abasteciendo de municiones para cometer algún asalto á los comerciantes ó escoltas que transitan por aquellos lugares pues como se sabe el alambre lo utilizan como “cortadillo” en sus armas de fuego.
Podría extenderme más en esta pequeña reseña, pero sólo resta agregar una cosa: con trabajos como Ventana de Zací, la Universidad de Oriente demuestra que otra historiografía yucateca es posible, así como otro mundo también.

sábado, 18 de enero de 2014

LA NO ESCRITURA

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De una lap desportillada, encontré un texto que escribí hace un madrero de ayeres:
En primera, debemos de ser disciplinados, estudiosos, insomnes. Ni tan ecuánimes ni tan apasionados, pero sí defender con valentía, inteligencia y honestidad lo que creemos o dejamos de creer, lo que amamos o dejamos de amar. En segunda, no temer a la angustia del desierto de la escritura, esos pozos estériles y repletos de piedras, de víboras y ranas que no cantann; pero sí huir como a la peste, a la intolerancia de tus prejuicios, que habría que destilarlos en la crítica irónica del “nada es para tanto”. Nada es para tanto, mi vida. Recuerda que la gorda de tu dama no es Beatriz (y tú menos el dante), o Mónica Belluci o etcétera, etcétera, etcétera. ¿Y a quién le interesan tus devaneos eróticos para prostituirlos en la hoja en blanco de la escritura? Los poemas no se hacen con ternura ni se hacen con cadáveres. No escribamos, no escribamos, no escribamos nunca más.

martes, 14 de enero de 2014

EL LIBRETO DEL DISPÉPTICO

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Michoacán sigue el libreto escrito por un escritor dispéptico desde un Aracataca de lo mejor de la guerra colombiana: la de los secuestros, la de las minas antipersonas y los escuadrones paramilitares de la muerte. Por un lado, las guerrillas de un grupo delincuencial narco iluminado llamados, umberteanaecoecamente, como los Caballeros Templarios; por el otro, las "autodefensas", cuya ilegalidad se pretende legalizar mediante una pírrica, resquebrajada y facilona interpretación ad hoc de unas cuantas retacerías normativas.
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Hoy los radicales a ultranza de toda laya –Anita Colchero sufre orgasmos sostenidos defendiendo a sus “autodefensas”, apá-, esos totalitarios que hasta gritarían "Muera la libertad" y le prenderían velas al oscurantismo de ideas estúpidas -todo lo que sintetice eso de "un mundo mejor es posible", verbigracia-, maniqueas y desinformadas, ven al "doctor Malverde" como a un Pancho Villa redivivo, o como a un defensor del "pueblo", etc., etc. Se ha pretendido hacer creer, que las autodefensas michoacanas y guerrenses, tienen sus antecedentes en los años revueltos de la Revolución. En Pueblo en vilo, don Luis González y González habla de estas defensas del pueblo de San José de Gracia y de otros pueblos michoacanos, armados y defendiéndose de cuanto camaján revolucionario y no revolucionario se les apareciera.
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Pero, en mi personal y liberal opinión (sic y recontra sic eso de "liberal opinión"), las autodefensas no tienen nada que se les parezca a aquella época del México revolucionario, cuando el Estado destruido de los porfirianos no se había recompuesto con el ropaje del Estado que implantarían los sonorenses, y que se solidificaría hasta bien terminado el Cardenismo en 1940. Hoy, en teoría, tenemos un Estado con todos sus bemoles y sus injusticias, pero un Estado que, en teoría, debería posicionarse en puntos de la geografía donde su monopolio de la violencia se ve cuestionada. Y si no, ¿para qué carajos existe un Estado?
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Cuando me ponen videos de la Tuta -un sapo carnicero de Michoacán- o de Malverde, no logro observar las diferencias específicas de las luchas de ambos, pues ambos dicen representar al "pueblo", lo que me lleva a pensar, que ese pueblo que representan, es un pueblo enfermo, degradado por la falta de libertades, o por la falta de yo no sé, puede que hasta sea la falta de cultura de esos bárbaros tarascos.
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Si Michoacán y Guerrero son un polvorín, ¿por qué no y, fácil, el Estado mexicano sale de ahí? Esa idea es la que pretenden, la que quieren que se lleve a la práctica los ultra izquierdosos de todo pelaje y maridaje, cuando enristran la paparruchada de que el Estado "no toque" a las "autodefensas", pues chillan cuando el ejército intenta posicionarse en municipios “liberados”. Entonces, si a esa lógica pedestre nos arrimamos, la presencia del Estado no tiene razón ya más de ser, ergo, una parte extraña de México – Michoacán y Guerrero- volvería a épocas del canibalismo antropofágico anterior al Leviatán hobbesiano. ¡Que se coman y reconcoman templarios y autodefensas!

lunes, 13 de enero de 2014

COMENTARIOS A LOS COMENTARIOS DEL CRONISTA ARTURO RODRÍGUEZ SABIDO: LA RURALIZACIÓN RECIENTE DE UN PUEBLO SUREÑO Y LA ESTUPIDEZ DE SUS GOBERNANTES

Para diciembre pasado, a inicios de la feria anual del pueblo de Peto, me topé con el cronista de esa Villa, mi amigo Arturo Rodríguez Sabido. Arturo es, podría decir, la persona más inquieta e inquietante de ese pueblo. Ha escrito una pequeña historia matria de su solar; ha participado, como todo Sabido que se precie de serlo, en la política pueblerina; y de vez en vez saca de su alforja de cronista, ideas que dan directo a las cuestiones prácticas. En vez de teorizar y enfrascarse en disquisiciones bizantinas como hacemos muchos, Rodríguez Sabido capta y diagnostica el malestar social, señala y da una solución.
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En esa charla que pasamos más de una hora hablando de, entre otras, de historia pueblerina y problemas pueblerinos, Arturo me comentaba su preocupación por el declive de la migración en su pueblo:
“A más de 30 años, la migración ha dejado de ser la válvula de escape, los migrantes no quieren saber nada de su pueblo, parece que un resentimiento los corroe, y tienen razón, aquí no encontraron ninguna oportunidad”.
De igual modo, me decía que un síntoma del estancamiento laboral, es esa muchedumbre de “obreros del pedal” que, y esta palabra es mía, a diario infestan las calles empolvadas de aquel pueblo. Arturo me decía, también, que en vez de crear fuentes de empleo seguros y a largo plazo, el actual gobierno municipal, así como los anteriores gobiernos municipales (de indistinto partido) se han abocado solamente a crear obritas que no van a la raíz de los problemas. Y para Arturo Rodríguez Sabido, la raíz de los problemas es laboral, la epidémica falta de empleo, o los empleos brutalmente mal pagados. El cronista es de la idea de que un parador turístico en un lote aledaño a la carretera federal Mérida-Chetumal, donde los productos de la región se oferten, podría revertir el marasmo económico que ya se resiente en esta apartada villa sureña del estado. ¿Es así? Tal vez.
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Estas ideas, el cronista acaba de externarlo en una pequeña nota de prensa, donde, entre otras cosas, decía respecto a algunas obras que se jacta el actual gobierno municipal priísta de haber realizado, que éstas “no dejan de ser importantes pero es intrascendente porque hay rezago” (“Peto como una bomba de tiempo. Cronista: en vez de obras deben generar empleos”. Diario de Yucatán, 13 de enero de 2014).
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En el índice de marginación socioeconómica de 2010, el municipio de Peto fue catalogado como de marginación “media”, pero esa apreciación de gabinete desdice que buena parte de esta población se encuentra en los umbrales donde la pobreza –entendida ésta en todas sus vertientes: económica, educativa, incluso hasta política- es dueña y señora, donde la voluntad se atrofia y la violencia social se encierra en la tristeza que produce la marginación de las mayorías descalzas, abúlicas hasta para defender el poco derecho que saben que tienen.
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En efecto, cuestiono, ¿cómo puede tener cabida en la mente de sus gobernantes municipales, que en un municipio como Peto, con altos índices de marginación social y pobreza alimentaria, la cultura esté por encima de cuestiones más relevantes, como la creación de fuentes de empleo? Pregunto, ¿cómo puede tener cabida en los estúpidos cerebros de sus gobernantes municipales, la idea de que los problemas sociales de un municipio se solucionan con domos de canchas para fiestas y bailes, con teatros que se crean juntando bloques en una parte alejada del centro de la población, y con “Casas de la Cultura” para un buen grueso de la población que no está para exquisiteces de cultura profesoral –la cultura, para ese segmento, arguyo que se restringe a bailes infantiles y otras deturpaciones- cuando apenas puede balbucear y apenas puede llevar algo de comer a la boca? La estupidez no se crea ni se destruye, sólo se cuenta en acciones realizadas por la actual administración municipal que le apuesta mucho a la “cultura”. Si al menos le hubieran seguido apostando a la entrega de sus pollitos, varios gallos de doble pechuga les cantarían, y los muertos de Tixhualatún no se les aparecerían en sus mítines.
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Pero regresemos a los comentarios del cronista. Puedo decir, que más de acuerdo no puedo estar con algunas de sus ideas. La que fuera “válvula” económica, la migración al mítico “California”, ha pasado a tiempos prehistóricos, y en vez de haber una “desruralización” como producto de una modernidad que nunca llegó, esa Villa de Peto ha pasado por un proceso galopante de ruralización donde el campo y sus milperos han modificado algunas pautas culturales como producto de la historia de tres décadas migracionista del pueblo.
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Me explico con un poco de historia matria: una vez devastado el poco ejido reactivado cuando “la época del chicle” finalizó en Peto alrededor de la década de 1960-1970, Peto se vio envuelto en una ola de desruralización y ruralización al mismo tiempo: los campesinos de sus pueblos comenzaron a dejar sus viejos pueblos para asentarse en la Villa. Como producto de la devastación ecológica de la tierra (devastación ecológica, apunto aquí, fraguado con los innumerables químicos que han drenado el suelo de por estos rumbos sureños desde hace más de 40 años, devastación paternalista al milpero en donde, si no le "ayudas", no trabaja su tierra porque necesita químicos para su milpa), y en lo mero bueno del “boom migracionista” internacional, los viejos campesinos de los pueblos y de la Villa, acabado el acorde chiclero e impedidos de sembrar milpas en el trecho que va de Peto a José María Morelos como sus abuelos lo hacían en la década de 1950, vieron en ese boom migracionista una tabla de salvación para sus economías solariegas. El boom migracionista internacional duró apenas 20 años, siendo los años de la década de 1990 su culmen principal (una buena tesis sobre este proceso, es la de Carlos Ojeda, Migración internacional y cambio social: el caso de Peto Yucatán, del año 1998), pues a partir del año 2001 a la fecha, las restricciones en la frontera norte modificaron de forma drástica la ida y la vuelta de los migrantes petuleños: algo del polvo y del concreto cuando cayeron las Torres Gemelas, se sintieron en esta “lejana Villa” que fue testigo de la modificación de aquella “subida” y “bajada” anual a “California”.
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Otra vez, la historia dependentista de un pueblo acostumbrado a migrar, se repetía: si en lo mejor del boom chiclero, los petuleños se habían acostumbrado al dinero fácil producido a base de la “subida a la Montaña” chiclera, con el fin de la época del chicle (el natural que fue cambiado por el chicle sintético), el pueblo había entrado a un proceso de resaca económica y sus viejos campesinos habían reactivado nuevamente un ejido que antes fue “de membrete”. A partir de 1980, la migración a Estados Unidos fue un segundo acorde dependentista que duró menos de lo que había durado la época del chicle: a partir de la primera década de siglo XXI, los migrantes no vuelven como antes, dirá el cronista, algunos rompen con el pueblo de origen y mejor se dedican a otras cosas que no les lleve más tiempo y dinero.
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En el “boom migracionista internacional”, he señalado, entre la gente de por estos rumbos, no acostumbrada a caminar, se generó una fuente de empleo muy poco estudiada, una fuente de empleo que nos recuerda a los tamemes indígenas: los tricicleteros. Estos tricicleteros son los viejos milperos que antes fueron chicleros y no migraron hacia otros puntos como el estado de Quintana Roo (luego hablo de esta migración). Las “señitos” que recogían la remesa del Gabacho del marido o del hijo, solventaron y soliviantaron esa fuente de empleo. Y esto generó una concentración de la “ruralidad” petuleña, es decir, los viejos campesinos de los pueblitos a la redonda comenzaron a llegar a vivir en la Villa. Aquí estoy escribiendo por deducciones, se necesita un estudio de campo más a fondo, pero tal vez a partir de la entrada del Procede a los ejidos de los pueblos posterior a 1992, varios de estos campesinos parcelaron y vendieron sus tierras a notables petuleños o a sus vecinos, y decidieron pasar a vivir a la cabecera (cfr. mi artículo Historia agraria reciente de los pueblos de Peto). Pueblos como Macmay y ejidos de la parte sur del municipio de Peto, han sido abandonados por sus habitantes. Esta migración interna todavía no ha sido estudiada, caso contrario de la migración internacional. Y es una lástima, porque estas migraciones son ejemplos, a escala local, a escala microhistórica, de eso que se dice del “campo a la ciudad” (salvo que aquí, la Villa de Peto nunca fue ni será ciudad). Esta ruralización sui generis disparó la concentración poblacional en esta Villa, y varias comisarías fueron abandonadas, pero no totalmente abandonadas. Estos tricicleteros regresan por las mañanas a ellas para hacer alguito de milpa, aunque de forma inefectiva debido a tanto cambio ecológico propiciado -es justo decirlo- por ellos y sus padres que aceptaron los químicos.
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El declive de la migración internacional a California, es un hecho comprobado si uno camina por las calles del pueblo. Pero la comprobación más diáfana, se dio en esta última fiesta anual que se celebró en el pueblo: la mayoría de las placas de automóviles –algunos de estos automóviles, hasta de lujo- que circularon en el pueblo, eran oriundas, no de California, sino del estado de Quintana Roo. La migración de petuleños a ese estado vecino –ciudades de Chetumal y de la Zona Norte de Quintana Roo- es una migración distinta a la que se efectuó a Estados Unidos, porque en esta migración los petuleños llegaron para quedarse, y aunque anualmente “bajen” al pueblo, ese pueblo no es de sus hijos y nietos. Es un pueblo distante.
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martes, 7 de enero de 2014

CORRIGIENDO EL CRONÓMETRO A UN HISTORIADOR DE CHETUMAL

Francisco Bautista Pérez, historiador de la ciudad de Chetumal, en un trabajo "a propósito del centenario" de esa extraña ciudad peninsular, dice que Francisco Sarabia, el insigne aguilucho, héroe de la aviación mexicana en el México cardenista, hizo el viaje de México a Chetumal una hora más de lo cronometrado. Escribe el historiador de esa ciudad de los curvatos:
Francisco Sarabia. Fue considerado un héroe de la aviación mexicana luego de realizar sus asombrosos vuelos sin escalas entre Los Ángeles-México; México-Guatemala; México-Chetumal; Chetumal-Mérida y México-Nueva York, en todos los cuales impuso marcas. El vuelo de México a Chetumal lo realizó el 10 de marzo de 1939, empleando un tiempo de 3 horas 33 minutos, que para la época resultaba inconcebible (Bautista Pérez, 1998: 61).
El historiador Bautista Pérez, cuya escuela microhistórica es un ejemplo a seguir, le pone algunos minutos más al récord que estableció Sarabia con su “Conquistador del cielo”. Se me puede tachar –y con justa razón- de quisquilloso con el minutero, pero haciendo honor a los lauros del gran piloto oriundo de Lerdo, Durango, como leemos en el Diario de Yucatán del 11 de marzo de 1939, este periódico traía en su primera plana la siguiente noticia:
“Sarabia vuela de México a Chetumal en 2 H. 40 minutos”.
En efecto, al escribir “la última bitácora de vuelo” de Francisco Sarabia, dije que “piloteando el avión Gee-Bee NXI-4037, de matrícula norteamericana, y que sería conocido para la posteridad como ‘Conquistador del Cielo’, el día 10 de marzo Sarabia rompió el cielo de México a las 7:20 horas y dirigió la proa de su ave de acero con destino a Chetumal, en un vuelo rápido, sin escalas”. El maestro Bautista Pérez, estoy seguro, aceptará esa pequeña corrección de un ensayo magnífico de los primeros años donde el ser payoobispense se trocaría al ser chetumaleño.
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Fuentes
Bautista Pérez, Francisco, 1998, “De Payo Obispo a Chetumal, 1930-1955”, en Martín Ramos Díaz (coord.), Payo Obispo 1898, 1998 Chetumal. A propósito del Centenario, Chetumal, UQROO-H. Municipio de Othón P. Blanco, 1996-1999, pp. 11-66.
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Avilez Tax, Gilberto, “Francisco Sarabia y Conquistador del Cielo: La última bitácora de vuelo”, 26 de junio de 2013. en www.gilbertoavilez.blogspot.com

viernes, 3 de enero de 2014

DIATRIBA CONTRA LOS "TORNEOS DE LAZO": ¿CUÁNDO SE JODIÓ LA CORRIDA DE TOROS EN LOS PUEBLOS DEL YUCATÁN PROFUNDO?


Antes de comenzar mi filípica antilazaria, expongo mis cartas credenciales: señalo que soy un amante de la fiesta brava, que no me pierdo ninguna ocasión para presenciar el rito taurino, y que veo con buenos ojos –desde que tengo uso de razón-, que en los pueblos perdidos de Yucatán se den “corridas de toros” sui generis. Subrayo la frase corrida de toros, porque recientemente, esa fiesta brava de los pueblos (que varios estudiosos le han señalado sus continuidades prehispánicas en símbolos mayas, como el árbol de yaxché que se acostumbraba plantar en medio del ruedo de “tablados”) ha sido tergiversada, modificada, y corre el peligro de desaparecer frente a los “torneos de lazo”, esa absurdidad venida de Tizimín, y en donde el rito taurino se difumina sin más ni más y los toreros de pueblo bajan a una condición de marionetas, y en donde los toros dejan de inspirar terror para inspirar tristeza. ¿Cuándo comenzaron los torneos de lazo a gangrenar la fiesta brava de los pueblos? 

En la conceptualización establecida por Hobsbawm, esta tradición inventada por empresarios tizimileños no pasa ni una década, faltaría un tesista en antropología social o en historia para comprobar esta aserción, revisando los periódicos de la década de 1990 y la primera década del siglo XXI, para fichar el comienzo de esa estolidez llamada “torneo de lazo”. Pero si la fuerza de los “torneos de lazo” es, para qué negarlo, creciente entre buena parte del público que asiste a las fiestas de pueblo, esto indica un malestar entre la cultura de ese estrato de la población yucateca que asiste a observar esas estolideces degradantes. Sólo indica su enfermedad, sólo indica su salvajismo sin más ni más. Y aquí comienzan mis diatribas contra el público que asiste a los “torneos de lazo”.

No sé cómo esta canalla de cacasenos y cacasenas, de retrasados mentales, de infinitamente indigestos y vacunamente asquerosos que se disfrazan –sí, se disfrazan a lo western- para ir a la corrida más mísera de pueblo, les pueda llegar a gustar esas mierdas llamadas "torneos de lazo". Y aquí tengo que decir, que estos “torneos de lazo”, son muy gustados, no en pueblos completamente indígenas de Yucatán, sino en pueblos grandes, mestizos, como los pueblos grandes asentados en las estribaciones de la sierrita Puuc –de Ticul a Peto-, en Sotuta, en pueblos grandes alrededor de Mérida, y en el oriente.

Y yo no le veo, como diría el vulgo, “el chiste” a esos torneos de lazo. Y es que esos espectáculos son infinitamente pueriles, amorales, que denigran la fiesta brava (no me refiero a la "corrida de toros" de los pueblos, sino a los torneos de lazo exclusivamente), dan asco y me revuelven el estómago ver las caras gordas, seborreicas de los vaqueritos, el olor a fritangas podridas que se vende entre estiércol de caballos y orines de borrachos para aderezar la expectativa de ver las repeticiones mecánicas de lazar un toro apenado de su condición, los caballitos enanos (el caballo yucateco, o caballo pueblerino yucateco, da pena ajena por su enanismo de más de 500 años mal comiendo maíz y rastrojos de ramón) brincando como perros desagradecidos, el grito de ese "público conocedor" que está ahí y asiste a los "torneos de lazo" solamente porque quiere ver tripas al aire de alguna de estas jacas tristes. Además, esas mierdas de los torneos de lazo son extremadamente, patéticamente aburridos. Sucede así:

1000 o 10,000 caballos enanos con vaqueritos seborreicos aguardan detrás de una reja de maderas del coso de bajareques, a que saquen a un toro para poder lazarlo. El toro sale al ruedo de bajareques y polvo, y en la punta de enfrente está un torero gordo, con el traje de luces completamente apagado y raído, que deja ver hasta su trusa también apagada y raída, y las zapatillas de este torero están embadurnadas de mugre de fiesta, de lodo y caca de fiesta (no descarto que hasta manchada con caca humana). El torero hace venir al toro donde se encuentra, y cuando ven que el toro está de la otra punta, entonces abren la reja y salen desbocados los rocines enanos con sus vaqueros seborreicos. Pero antes, se me olvidó decir cómo son los toros de estos torneos de lazo.

De más de 7 toros que vi hoy en un torneo de lazo (asistí pensando que presenciaría una corrida de toros como manda el reglamento, y al saber de lo que se trataba, le vomité al palquero que me vendió los boletos, su imbecilidad de no decirme qué es lo que había, pero luego decidí quedarme para ver ese espectáculo triste y escribir una filípica expresando mi fiel y lúcido asco), los siete tenían varias taras, estaban defectuosos: más de uno tenía sólo un cuerno (y éste, chueco), otro tenía todas las mataduras posibles en su cuerpo raquítico, uno era tuerto, otro renqueaba, uno más era hueso y pellejo, y todos, todos, eran animales tristes, sin fuerza y sin voluntad para poder ir contra los 10,000 caballos enanos con sus diez mil vaqueritos morcilludos y seborreicos que los cercaban, los maltrataban, los lazaban, les torcían el cuello, los botaban, los amarraban de las piernas para que el animal cayera y el público gritara como la más perfecta puta de pueblo con naquera tumultuaria. Me dieron lástima esos animales, y más lástima al ver cómo esos toros buscaban con ansias el lugar de salida, esos animales no eran, no son, como los bravos toros de lidia que vemos en el coso de insurgentes del DF, o en el coso taurino de Mérida: eran toros de muladar, de rastro municipal cuya carne no sirve ni para un mísero chocolomo.

En fin, esa escena de lazar al toro y meterlo, fue un fraude, un vil y aburrido fraude, un fraude mecánico, repetitivo: el toro se dejaba lazar, entraba luego él solo al pasillo de donde vino, y el “público conocedor” gritaba, sus gritos eran los gritos que cifraban la pobreza cultural de un pueblo yucateco –o de los pueblerinos yucatecos- en estado terminal. Los torneos de lazo son la involución, el verdadero peligro que se cierne contra la fiesta brava de los pueblos del Yucatán profundo. La pregunta es, ¿cuándo se jodió la fiesta brava de los pueblos de Yucatán?

jueves, 2 de enero de 2014

EL BRUJO DE MACMAY


El siguiente relato que salvaré del cotilleo del mundo pueblerino, tiene sus antecedentes en el lejano año de 1999, y comenzó por un miedo cerval de un compañero de clases. Antes señalo, que descreo de los cuentos de hadas, de xtabayes selváticas y caníbales, de brujos sulfurosos, y de otras supercherías cristianas con las cuales más de uno ha crecido entre esos pueblos perdidos de la península, alejado de las luces de la razón y de la duda metódica descarteana (aunque, por si las moscas, toco madera y me santiguo como Dios manda). Arguyo que más de una telaraña mental crece a diario en la corteza cerebral del pueblerino común y corriente.

Este relato sucedió, como diría mi ilustre pariente, el que fuera cronista de Dzitás, don Evelio Tax Góngora (q.e.p.d), “en un pueblito lejano del sur de Yucatán”. Yo había comenzado a estudiar en el “Cobay” (bachillerato) del “pueblito lejano” de marras, y ahí conocí a Cervantes, un moreno oriundo de Catmís, comisaría de Tzucacab; y de igual forma conocí a Cotán, otro moreno oriundo de Macmay, comisaría del “pueblito lejano de marras”. El primer día de clases, estando en el baño lavándome las manos, Cervantes se acercó a lavarse igual las manos, e instantes después, Cotán hizo lo mismo: se lavó rápido las manos, se vio en el espejo, y acto seguido salió del baño de la escuela. Por el rabillo del ojo, pude observar cómo a Cervantes le comenzó a mudar el color de su rostro bronceado: pálido es poca palabra para un adolescente que había quedado casi catatónico, y su fiebre comenzó a perlarse de sudor. Le dije: “¿Te pasa algo?”. Cervantes respondió: “Es él”. “¿Quién es él?”. “El brujo”. “¿Cuál brujo?”. Cervantes lo dijo rotundo: “¡El brujo de Macmay!” No entendiéndole ni madres, respondí: “¿Y qué hace aquí un brujo, y en donde queda Macmay?”

Cervantes y su amiga Elda, también de Catmís, saciarían los siguientes días mi hambre por saber todo lo referente al brujo de Macmay, que por cosa extraña del destino, fue mi condiscípulo en tres años de ese bachillerato podrido de aburrimiento total. Cervantes y Elda me dijeron que Cotán, el brujo de Macmay, caminando una vez por el monte, dio con un libro negro, no necesito decir que de brujería, y que se lo llevó a su casa y ahí comenzó a leer los arcanos de la magia negra con fruición luciferina, engolando la voz para disparatarse a entonar letanías que invocaban al diablo y a otros demonios, y que comenzó a tener aquelarres o fiestas lunáticas hasta con su madre, y que toda la familia de Cotán fue poseída por el Kisín. Eso, a grandes rasgos, fue lo que pasó, o eso llegaron a suponer que pasó los solariegos de Macmay y de otros pueblos cercanos como Catmís. Yo dejé de darle importancia a aquel chismerío de Cervantes y de Elda, pero, por si las moscas, siempre guardé distancias de Cotán: lo hablaba de lejitos, como si se tratara de un hereje que besó el culo del mismo Satanás, y yo con los besadores de culos de demonios o de culos de curas, no me meto. En los tres años de bachillerato, para hacer justicia, podría decir que Cotán fue un estudiante modelo, bien portado, ecuánime, un hombre –me llevaba, fácil, 5 o 6 años- que siempre hablaba con delicadeza.

Hace medio año, en un viaje que hice a Bacalar, en el autobús subió aquel otrora brujo de Macmay que causó el miedo cerval a Cervantes. Cotán no había cambiado mucho, era el mismo chaparrito del recuerdo, grueso y casi atlético, bronceado como las monedas de bronce que guardaba en latas mi abuelo. Cotán, supongo -¿o supongo mal?- no me vio, pero yo a él sí. Como no tenía asiento, se paró en el pasillo y ahí se estuvo como 20 minutos hasta que se bajó en un pueblito cercano. Dije que no había cambiado mucho, pero había que decir que no sólo no había cambiado mucho, sino que no había cambiado nada. ¡Cotán era el mismo de hace 14 años! El tiempo se había detenido a dos metros alrededor de él, no tenía ninguna cana, ninguna gordura de hombre de familia, nada que hiciera sospechar que aquel hombre pasaba la treintena, y al percatarme de eso, más de una década después comencé a creerle a Cervantes y a recordar los senos turgentes de Elda, que los tenía en abundancia. El chismerío de esos dos no era un simple chismerío.

Al llegar a Bacalar, me olvidé del asunto del brujo de Macmay, pero justo ayer, la historia comenzada catorce años atrás, volvió tangencialmente a mi memoria, en un suceso extraño que me contó mi viejo amigo Ramón. Como siempre sucede en este “pueblito lejano del sur de Yucatán”, mi banda ancha se vuelve una mierda, y yo estaba necesitado de internet para mandar un artículo para una posible publicación. Me fui al ciber más cercano, y al regresar, pasando por una calle aledaña, escucho el destemplado grito de alguien, salido de un expendio de cerveza cercano a la casa. El de los gritos destemplados era el gran Roycer de Boer, portero coladera de un equipo de fútbol de mi prehistoria intelectual (es decir, de cuando era futbolista a morir y defendía en la banda zurda la portería del portero coladera, Roycer de Boer). A su lado, Ramón, otro futbolista de mi prehistoria intelectual, despachaba en una agencia de cervezas con “Roycer de Boer” (lo del nombre “Roycer de Boer” era un homenaje que Roycer, cuyo verdadero nombre es Roger Salazar Herrera, le dedicaba a los hermanos Frank y Ronald de Boer, héroes de su infancia). Platicamos más de lo que se debe, les invité unos misiles de cerveza indio para regular el tráfico de palabras porque, decía, que “hace años que no te veo, hijueputa de Roycel”. Recordamos viejos tiempos cuando perdíamos hasta los partidos de fútbol sin la presencia del equipo contrario, y así estuvimos por un buen rato, en el chismerío depravado de antiguos futbolistas que no tenían futuro en el futbol llanero. Como una hora después, un parroquiano se presentó a comprar tres cajas de “Superior” con las que se disponía a celebrar en grande el 31 y aniquilar el año viejo con una peda descomunal. Yo sabía que era originario de Macmay y le pregunté el significado del nombre de su pueblo. El parroquiano me dijo, más o menos, que en la guerra de castas hubo un hombre llamado Máximo May, que guardándose de que no lo mataran los alzados de la guerra, fue a esconderse al monte y se topó con un pozo de noria olvidado, y al calmarse el tráfago de la guerra, la gente comenzó a acudir al pozo de don Max May para asentarse y plantar sus chozas alrededor, y por la fuerza de la costumbre, las letras del pozo de don Max May se fueron juntando poquito a poco hasta llegar a nombrarse como Macmay. Ramón, al oír el nombre del pueblo, me preguntó que si sabía algo del brujo de Macmay. Le dije, para punzarle e impulsarle a que contara, que casi no sabía nada, y que si tuviera una historia, que desembuchara ahora mismo.

Roycer de Boer, insaciable, sacó otro misil de la nevera del establecimiento, el tercero tal vez, me llenó el vaso desechable, y Ramón comenzó a decirnos que por su trabajo de rotulista, en una campaña política visitó Macmay para pintar las pocas bardas del poblacho, y estando allá llegó a la puerta de la casa del brujo de Macmay -abandonada ya por la familia, que pasó a vivir a otro pueblo cercano- donde años atrás habían sucedido los inverosímiles sucesos que Cervantes y Elda me contarían, saciando mi inclinación natural por los cuentos de aparecidos, de demonios y otras chingaderas fantásticas. Brevemente, a Ramón le contó la historia el candidato que lo había contratado para que pintara su nombre por todos aquellos pueblos moribundos de alrededor del “pueblito lejano del sur de Yucatán”. El candidato le dijo que no pasara adentro de la casa abandonada, porque toda aquella persona que entraba sufría de enfermedades inexplicables, de “calenturas sin temperatura”, de visiones de muerte y retortijones de panza. Ramón, “un escéptico”, le dio poca importancia al asunto y decidió entrar a la casa. Desde la albarrada, el candidato le decía que si lograba ver alguna leyenda pintada con sangre por el brujo en los muros de la casa, y Ramón dijo que no, que no se veía nada. Luego, los de Macmay llevaron al candidato y a Ramón a que conocieran un árbol donde supuestamente todo el pueblo apedreó al brujo para exorcizarlo. Ramón, no sé si por los efectos de los misiles indios, me dijo que el calosfrío de vez en vez le viene todavía, al recordar cómo en el tronco del árbol que se encontraba en el centro de Macmay, estaban incrustados un montonal de piedras afiladas. “La gente –decía Ramón-, cuando está molesta, saca fuerzas de no sé dónde, y ahí estaban las pruebas del pinche brujo, en esas piedras como costras del árbol”. Ramón quiso saber algo de la historia del brujo, y los pueblerinos le contaron lo que sabemos: que Cotán había encontrado un libro negro, que se dedicó a estudiarlo con devoción de idólatra, y que en las noches de luna, desnudo, invocaba al diablo y se iba al pozo del viejo Max May y se tiraba como clavadista profesional, y tardaba más en caer que en subir. Y esto lo repetía varias veces en las noches de luna llena. Que una vez, el brujo, para demostrar su fuerza a los “macmayes”, dobló un tubo de hierro como si se tratara de una lata de cerveza vacía, y Ramón me contó que vio el tubo, y que era imposible que un hombre hiciera eso.

Dejando Macmay en el crepúsculo, Ramón y el candidato regresaban al pueblo pasando no por Santa Rosa sino por Tzucacab, y en el camino, a Ramón le comenzaron unas calenturas de la puta madre, unos retortijones de apendicitis mezclada con pútrida colitis. Le señaló al candidato que parara, que quería entonar una “canción” y que no podía esperar. El auto se estacionó en una vereda, y Ramón fue a esconder sus tristezas entre unos arbustos, y al pujar, “nomás el puro viento, y sin ruido”, me decía. Se subió al auto nuevamente, y a Ramón no le bajaba la fiebre, aunque el candidato le tocaba la frente y no sentía ni calor, ni nada que señalara un hervor celular. Al llegar al “pueblito lejano”, fue a ver al médico más gordo del pueblo. Ramón le dijo que la fiebre no le bajaba, que estaba t’o’ona’an (débil), como “si de cinco palos seguidos se hubiera echado”. El obeso doctor, auscultándolo, le tomó la temperatura, le puso el termómetro en el sobaco, y llegó a la conclusión de que Ramón estaba más sano que el espinazo perfecto de la Margot, la puta más encumbrada del congal del pueblo con la que había pasado la mañana rompiendo tres hamacas. Pero al pasar de reojo su ojo clínico en los ojos de Ramón, notó algo extraño, y es que Ramón tenía los ojos de un “motorolo” avezado, rojos como la bandera roja de los viejos comunistas del pueblo que todavía hacían asamblea cada vez que se enteraban que habría un eclipse o que un cometa pasaría por el pueblo. El doctor, en un arranque de lucidez que hizo honor a Galeno, puso el termómetro cerquita de los ojos de Ramón, y no había pasado ni unos segundos, cuando el mercurio se disparó y reventó el cristal. Algunas gotitas de ese metal “por poquito ya mero me vuelven ciego”, contaba Ramón, mientras Roycer de Boer bombardeaba el sexto misil de la tarde. El doc le dijo: “Algo anormal te pasa, coño. Lo único que puedo hacer en estos casos, es pincharte para que duermas, y después de que te pinche, lárgate rápido a tu casa, que en quince minutos te caerás”. Eso fue exactamente lo que sucedió. Ramón, nomás saliendo del consultorio, como un rayo cruzó la plaza del pueblo, recorrió algunas calles con la lengua de fuera, y llegó a casa donde su vieja hamaca ni tiempo tuvo de esperarlo. Roncó como un bendito, maldito ya por los efluvios a distancia del puto brujo de Macmay.

Roycer de Boer, siempre a la expectativa, sacaba el octavo misil de la tarde…

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