Lo único que puedo estar seguro, es que la música de la selva, o la “Santa Música” de la selva del centro de Quintana Roo, aquella cuyos instrumentos son la tarola, el bombo y uno o dos violines, se originaron después de aquellos primeros años de la Guerra de Castas. En un momento determinado del tiempo posterior a la blitzkrieg, a la guerra relámpago maya (1847-1849), había caído prisionero, allá por el rumbo de Yoactun, un soldado yucateco que por azares del destino sabía hacer llorar a la corneta, ya que era la corneta de una banda de soldados yucatecos hechos pedazos por los mayas rebeldes. Su nombre había de pasar de boca en boca entre los músicos mayas que habrían de ser herederos de sus enseñanzas: Agustín Sosa. El general Prudencio May le había encomendado a los suyos capturar al músico soldado, y sesenta rebeldes lo trajeron a rastras hasta Santa Cruz. Las maquiavélicas ideas de Prudencio no eran, al principio, nada religiosas, eran bélicas. Una vez, cuando los soldados yucatecos habían puesto un cerco a la tropa de Prudencio, éste recurrió a su nueva arma de viento: mandó al soldado músico Sosa, a que soplara a cuello herido la Retirada con su trompa metálica. Los soldados yucatecos, al oír la orden tan imprevista, no dudaron y dejaron de combatir al enemigo, el cual les tomó sus armas regadas en el camino. Después de esta acción de guerra a favor de los de Santa Cruz, y por sus nuevas enseñanzas musicales que ya había emprendido, a Sosa le entregaron, no una, sino tres jóvenes mancebas mayas para que una por una, o todas a la vez, les calentare las húmedas noches tropicales de aquellos bosques orientales al primer maestro músico de la Cruz Parlante.
Tal vez la fecha exacta de la captura de Agustín Sosa se dio en 1860. En la expedición de pacificación de los de Chan Santa Cruz de 1860 -una de las más vistosas y equipadas: 2,200 soldados, 650 hidalgos del cuerpo de trabajo-, los soldados yucatecos eran guiados hacia el matadero en que se convertiría para ellos Chan Santa Cruz, por Pedro Acereto, hijo de uno de los gobernadores esclavistas del Yucatán decimonónico, Agustín Acereto. El tremendo descalabro de los yucatecos (de los 2,200 soldados y 650 hidalgos, sólo regresarían para el 15 de febrero a Tihosuco, 600 hombres, perdiéndose 2,500 rifles, toda la artillería con el parque, 300 mulas, y una enorme cantidad de pertrechos), fue, por el contrario, de una riqueza artística para los de Chan Santa Cruz, pues la banda militar del ejército de Pedro Acereto había sido capturada intacta junto con sus instrumentos y con los músicos. El Maya Pax había comenzado a existir.
Porque esta Santa Música sería la que oirían los soldados de la Cruz Parlante en dos tiempos importantes de sus vidas: sus acordes los acompañarían en el campo de batalla, caldearía los ánimos a los campesinos guerreros de la Cruz cuando estos entraran a saco a los pueblos de la frontera yucateca, rasgarían los ruidos de los machetes de los indios, y se abrirían paso entre los tronidos de los budbitzones rebeldes. En otro momento de la vida del guerrero, el Maya Pax, la música santa de la selva maya, anunciaría la bajada de la Santísima Cruz, de la voz que dictaría las órdenes de guerra y las órdenes de cosecha, la hierática Cruz que se comunicaría, por carta, de tú a tú con la reina Victoria, y de desprecio inmundo con el gobernador de Yucatán. El Maya Pax también sería el amenizador de las bodas de los macehuales, de los bautizos, del Matan (regalo, participación de las ofrendas a los parientes, vecinos y amigos) y de las fiestas patronales de los pueblos santacruceños. Varios pueblerinos del rumbo de Peto oirían esta música de guerra santa una vez que las bombas de aviso que tachonaban los caminos habían dejado de retumbar, porque el Maya Pax secundaría a las alpargatas de las tropas rebeldes que comandaba el martillo de Yucatán, el célebre general José Crescencio Poot, el que era capaz de comer hasta un cervatillo completo y que era un gigante, según la memoria oral de los tahdziuleños. Cuando el ejército de don Porfirio había iniciado la “pacificación” de los rebeldes, esta música de guerra acompañaría a los “héroes numantinos” que el bravo comandante Sóstenes Mendoza había armado en Okop para enfrentarse con el que sería el Torquemada de Quintana Roo, el general Ignacio Bravo. Los cantores de las melodías que repiqueteaban con la tarola de piel de venado, el bombo, el violín chirriador y la bélica corneta, le daban ánimos a las pocas huestes que Mendoza había atrincherado para defender la capital rebelde:
¡Que viva la Santísima Cruz!...pobrecitos mexicanos, ¡qué viva Noh Cah Balam Nah…ay ay ay aaaayyyy, machete….ay ay aaaayyyy sin balas”.
Y estos son unos fragmentos de una melodía numantina: sin balas, sin parque, con el limpio acero del machete, los últimos defensores de Santa Cruz señalaban eso, encaraban a la muerte con la victoria hasta en la derrota misma de los hijos de la Santa Cruz.
Escribí “la victoria hasta en la derrota misma”, y esto no es una licencia literaria. Al contrario de las ideas que Renán Irigoyen escribiera (este escritor meridano señaló que “Si la Conquista destruyó gran parte del pasado indígena, la Guerra de Castas de Yucatán destruyó bastante de las sobrevivencias que dejó la Conquista”), no hay que ser ducho en estudios antropológicos para comprender que, posterior a 1847, los mayas del sur y del oriente que se levantaron contra el sistema neocolonial yucateco, una vez cohesionados por la Cruz Parlante, instaurado hasta sus escuelas donde se les enseñaba una ética liberadora, y ya no hablo de la territorialidad recuperada en los bosques orientales; la cultura de estos, liberados del dominio neocolonial, se revitalizaría de forma distinta a lo que sucedió con el proceso de des-culturarización que se efectuaría en el pedregal donde el henequén crecería: la guerra de castas no fue una “destructora del folklore”, por el contrario, las danzas siguieron, las consejas siguieron, la lengua se acrisoló, la milpa siguió dando sus elotes, y los de Santa Cruz no pasarían la salvajada del peonaje por la cual pasaron los esclavos mayas de los reyezuelos del henequén.
El Maya Pax, la música de guerra de la selva liberada del dominio neocolonial, es un ejemplo de esta revitalización y de este refuncionamiento de la cultura liberada. Y uno de los más grandes exponentes, uno de los herederos directos de aquel viejo músico Agustín Sosa, ha sido y es don Vicente Ek Catzín, maestro violinista del pueblo de Yaxley, que hoy ronda los 90 años. Faltan las palabras para hablar de don Vicente, lo conocí en junio de 2009, en un domingo de Matan en el bastión neurálgico de la indianidad rebelde en Quintana Roo: Tixcacal Guardia. Aquel junio de 2009, y mi encuentro con el maestro violinista Vicente Ek Catzín, quedó asentado en una tesis que escribí sobre este pueblo combatiente que el 30 de julio de 1847, sus abuelos, pusieron el mundo neocolonial yucateco patas arriba. Transcribo unos fragmentos del encuentro con don Vicente. Cuando me dirigía al Santuario de Tixcacal para dar con el paradero del subdelegado municipal, momentos antes había ido por un cigarro:
[…] Y en uno de los cuarteles que rodean al Santuario, una señora mayor asomó a la puerta de una choza. La saludé en maya. Y en eso, un violín desconchado pero lustroso hizo acto de presencia: lo cargaba un abuelo de largos y bien cargados años (86, me diría después), descalzo y vestido con sencilla elegancia. “Quédese al Maya Pax”, dijo, o creí que decía, en maya. “Yo sé qué es maya pax, la música santa de la selva”, musité. Sin pensarlo, me fui con el viejo directo a la Iglesia, dispuesto a ser partícipe de mi primer Matan. Recordando que no se permite entrar con zapatos, me despojé de mis botas. El hombre que me invitaba a escuchar sus piezas para la Santa Cruz, se llama don Vicente Ek Catzín, maestro músico de Yaxleil; y mientras caminábamos en el terregoso sendero de Tixcacal Guardia con su lento andar, me contó haber conocido al legendario capitán Cituk, al teniente Zuluub, a Juan Bautista Vega, a Juan Bautista Poot, antiguos caudillos macehualoob, hoy ya más que mitos colectivos tanto en la historia escrita, como en la historia oral de los pueblos de la Cruz Parlante. Ya dentro de la iglesia macehualoob, descalzo, pedí permiso al general Pech Collí para ser partícipe de la ceremonia del matan. Me dijo que prendiera unas velas al Santo, y tuve que ir por ellas a la tienda, comprarlas, regresar, descalzarme nuevamente en el umbral de la Iglesia, entrar, encenderlas en una mesa frente a los cofres donde supuestamente se encuentra la Santísima Cruz, e irme a sentar a un lado del violinista don Vicente Ek. Yo me sentía a gusto de estar al lado de tan insigne abuelo. Una risa en su rostro, decía mucho de lo que había vivido, visto y escuchado el maestro músico de Yaxleil don Vicente Ek Catzín. En la iglesia entablé conversación con mi primer “informante”, José María May Cituk, también músico de Yaxleil, con su tambora de piel de venado. José María me hizo saber, orgulloso, que era nieto del aguerrido capitán Concepción Cituk. ¿O sería bisnieto? Con los cruzoob no se sabe. Entre intervalos de piezas del Maya Pax salidas del violín del maestro don Vicente, sonidos restallantes de la tarola, y retumbos cuasi bélicos del tambor, mezclados con ruidos, cánticos, plegarias, conversaciones, chistes y murmullos de los herederos de la Cruz Parlante, se desencadenó un nuevo diálogo inconcluso con los herederos de la Cruz Parlante”.
Más de 50 piezas se sabe de memoria este maestro violinista. Aquella vez tuve la suerte de escucharle extasiado las piezas X’Pichito, Pastora, fandango, Kolomté, y otras más que no me acuerdo. Desde aquel momento, yo quedé enamorado del Maya Pax, y puedo decir, que esta es la música que escucho cuando escribo sobre la historia de los de Chan Santa Cruz. En un texto escrito en el blog de Margarito Molina, don Vicente le contó algunas de las creencias que los músicos de Maya Pax deben seguir para no perder el virtuosismo musical: En las fiestas no deben de estar “con una señora”, porque puede que les pegue el “mal aire”, y para la “contra”, aunque no le dijo al bloguero de Chak Kay, tal vez don Vicente utilice una cruz de cera negra que pega bajo el banquillo donde se sienta a tocar, o un pañuelo de tres cruces, o puede ser simplemente, arguyo yo, esa tranquilidad de ánimo, esa mística que se le prende a don Vicente cuando inicia de improviso X’Pichito y los de la tarola, como mi amigo José María May Cituk, y este que escribe, inmediatamente guardamos silencio y seguimos al maestro: José María haciendo repicar a la tarola, y yo con la cara hechizada por los recuerdos que la música del Maya Pax de don Vicente me traía a las mentes. El día de mañana 11 de octubre, en el marco de la Caravana de los Pueblos Mayas, y dando inicio al Festival de la Cultura Maya Independiente, don Vicente Ek Catzín será homenajeado por todos esos largos años de hacer vibrar las cuerdas de su desconchado pero invaluable violín. Que este texto quede como homenaje al maestro.
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