Don Luis González y González dijo, lo recuerdo muy bien; dijo en su célebre libro El oficio de historiar, que la pareja (hombre, mujer o cosa) de un historiador que se precie de serlo (y por lo que supongo, todos los historiadores se precian de serlo, aunque no hayan escrito la obra definitiva porque el historiador tranquilo no piensa en obras definitivas) no debe saber ni idiomas, ni interesarle la política, ni hablar con profundidades insulsas, ni otras cosas raras que abundan actualmente entre el gremio en que se mueve el historiador tranquilo: cada hippie rara que hay por esos andurriales de facultades de filosofía, historia, antropología y anexas.
El historiador es un ser tranquilo –él es el historiador tranquilo- calmadito, podría decirse que hasta tibio, que no le gustan los cócteles; y las vampiresas y poseídas por un alma putezca que creen que con tetas y culo lo domeñarán, francamente le dan flojera. El historiador prefiere la lectura de un libro y pasarse horas enfrascado en sus lecturas, olvidado del mundanal mundo. Podría ser hasta casto si lo desea.
El historiador tranquilo y silencioso -porque uno pide como único requisito el silencio- sólo quiere un pan como se debe, un café como se debe, una comida como se debe, y a las 10 de la noche apaga la lap, se acuesta en la cama o en la hamaca, toma un libro (lee ahora El Gran Océano, de Rafael Bernal), y espera solamente a que Morfeo venga a calmarle la mirada. Pienso que don Luis González y González tal vez se haya equivocado, porque a veces el historiador tranquilo solo quiere estar solo, sin una voz que lo importune, sin una mirada que lo liquide. El historiador tranquilo escribe estas palabras tranquilas desde una biblioteca vacía...y tranquila.
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