En el año de 1524, en el tránsito de su épico viaje de expedición punitiva a las Hibueras (Honduras), el conquistador de México, don Hernando Cortés (y forjador del México mestizo, según la visión precisa de Duverger), pasó por el Petén apenas caído el último reducto de la antes invencible ciudad de los mexicas. Como un héroe del mundo griego, Cortés atravesó “caminos jamás transitados, echando puentes improvisados, así sobre abismos y pantanos, como sobre ríos nunca navegados, y trepando montes de los más difíciles y riesgosos…”
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Iba el extremeño a poner en cintura a uno de sus subalternos, que se le había puesto en franca rebelión. Cristóbal de Olid quería alzarse con ese reino caluroso que queda debajo de esta península no menos calurosa. En ese largo y cansado trayecto, ahí, entre los
itzalanos, Cortés les dejó su caballo a esos indios que serían los últimos en entrar a la órbita española, pues su reducción a la “civilización” no sería sino hasta finalizado el siglo XVII. Devastado por tanto ajetreo entre las selvas, montañas y abismos, el brioso caballo de Cortés no soportaba más las mataduras y las desviaciones del espinazo. Unas palabras del conquistador agilizaron las cosas:
"Os dejo mi caballo enfermo -dijo Hernán Cortés a Can-Ek, rey del Petén-Itzá-; atendedle como a mi misma persona. Ved cómo recobra su salud, que pronto, a mi regreso por este país, me lo entregaréis sin excusa alguna”.
Los indios, al ver a semejante animal, entre miedo y asombro, inmediatamente le rindieron pleitesía: era la mitad de Cortés, el lado animal de el “hijo del sol” que con su arcabuz, y sentado como buen jinete que era en su tzimin, disparaba con ensordecedor fuego por todos los ámbitos de las soledades selváticas, semejando a los truenos de las lluvias estivales. Una gran responsabilidad tenían frente así los
itzalanos, una gran responsabilidad se había echado al hombro el rey Can-Ek: cuidar del caballo del vencedor del gran Tlatoani Moctecuzoma, del matador de Cuatimozin.
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Al tzimin, al caballo del conquistador que prometió regresar, pero que nunca cumplió, lo trataron como si de la “misma persona” de Cortés se tratara: le dieron casa alfombrada, sahumada con copal, hojas de palma refrescaban sus días; y las genuflexiones y los respetos y las flores y caravanas no podían faltar. Le llenaron su vista, frente a su equino hocico, de viandas que ningún paladar humano podía resistir: manjares sazonados con las más extravagantes especies de la región, pavos y gordas gallinas, tortillas doradas, vinos de la tierra, pescados de los más buenos de la laguna del Petén, potajes y carnes doradas con chile. Pero el caballo, triste como un filósofo enamorado, ni hacía el intento de olerlos, no probaba bocado, y eso era grave, gravísimo. El hambre, y la alta jerigonza atropellada de los itzalanos, no tardaron en consumir la poca vida de ese caballo que corrió la meseta central, que esquivó las flechas de los idólatras mexicas comedores de corazones humeantes, y que atravesó todas las leguas que podía atravesar caballo de conquistador alguno.
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La catástrofe se cernía sobre Can-Ek y su pueblo, pues había muerto el
tzimin. Caballo malagradecido, porque nadie en su sano juicio se dejaría morir habiendo tanta vianda de donde vivir. ¿Qué reacción tendría el invencible conquistador al saber que había expirado su caballo?, ¿cómo calmar la furia de ese hombre de otras tierras que vino a alzarse con casi todos los reinos mesoamericanos? El historiador Crescencio Carrillo y Ancona, al cual venimos comentando, escribió que no había de otra sino deliberar el caso entre los altos dignatarios de los
itzalanos:
Reuniéronse los indios en extraordinaria asamblea, presididos de Can-Ek; y resolvieron, después de un largo y maduro debate, que hoy se diría en una acta que extendiera cualquier notario, erigir una estatua al finado caballo y colocarla en un templo, a fin de que Hernán Cortés viendo, si regresaba, el culto que se le tributaba, creyese que había sido arrebatado al cielo o que aún cuando se persuadiera de que había muerto, no atribuyese su pérdida a descuido de unas gentes que le habían querido y respetado hasta la adoración. ¡Tan grande era el temor que los indios tenían al conquistador!
Hecho el proyecto, esa estatua sería bautizada como
Tzimin Chac, y su culto se arraigó demasiado entre aquellos últimos defensores de la civilización maya, y fue ese
Tzimin Chac que contemplaron los yucatecos que dos siglos después pacificarían la región petenera: sentado sobre las ancas, con los pies encorvados y levantado sobre las cascos delanteros, como una perfecta vaca con derriengue,
Tizimin Chac era adorado por aquellos irreducibles bárbaros, y su nombre, traducido al sonoro castellano yucateco, quiere decir caballo de trueno.
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