El autor de estas cartas credenciales, según el lápiz de su amigo historiador Roberto Canto
Yo, señores, sé decir que no hay grandeza en
mi albarrada, se confesar que soy de un cacofónico pueblo de Yucatán de cuyo nombre no quiero ni
deseo acordarme.[1] Un
pueblo que de tan bonito nos lo hicieron feíto unos cuantos pendejitos. Yo soy
el sexto hijo de unos padres que se reprodujeron en siete ocasiones. Como
ustedes ven, o verán, o han visto o tal vez vean, no soy un hijo de buena familia, y Avileces y Taxes
disputan en mi alma como perros y gatos su antigua querencia de comecuras y creyentes.
Soy de una rama impura de los Avileces (buhoneros y arreadores de mulas,
sastres sin tijeras, hojalateros callados, antiguos porfirianos venidos en
desgracia con “la revolución”); y por línea materna ha habido guerrilleros (no
es cierto pero suena chévere ponerlo aquí), poetas y telegrafistas (más que
cierto), médicos, periodistas, comunistas del 68 (tampoco es cierto), marineros
que se fueron a la mar a olvidar su Península, abogados del diablo que no han
creído en las leyes.
Nací con
partera, con padre descreído de que iba a ser varón después de cuatro niñas
seguidas, y madre acongojada por la desmañanada, un 29 de agosto del 83, justo
cuando un gallo paraba el pico a las cinco de la mañana, en ese instante la
comadrona oyó mi primer recital de poesía proferido entre babas, mocos y
placenta.
Fui acólito,
monaguillo o come ostias de niño, algo que mi condición actual de ateo se apena
con los avemarías que me impuso la tradición escolástica pueblerina. A los 13
quise ser poeta, no sé cómo pero yo, me decía, emularía al gran Abreu Gómez,
sin haber leído ni una puta línea del maestro.
Un amor que
traía desde la secundaria medio muerto, me forzó a exorcizar mis cuitas amorosas leyendo con impudicia toda la biblioteca municipal de mi
solar paterno. Comencé, entonces, mi etapa de lector en las bibliotecas,
públicas o privadas, en los tres estados de la Península azufrosa.
A los 19, me acuerdo, compré mi primer libro (la Obra Poética de Octavio Paz), y de esa fecha a esta parte, me jacto y vanaglorio de tener la más completa biblioteca privada al sur de Yucatán: sus casi 10,000 volúmenes con libros de literatura, historia, filosofía, derecho, antropología, etc, hablan mejor por mí.
A los 19, me acuerdo, compré mi primer libro (la Obra Poética de Octavio Paz), y de esa fecha a esta parte, me jacto y vanaglorio de tener la más completa biblioteca privada al sur de Yucatán: sus casi 10,000 volúmenes con libros de literatura, historia, filosofía, derecho, antropología, etc, hablan mejor por mí.
Soy zurdo, de
la mano y del corazón, y estudié derecho 5 años atroces porque mi padre quería
un émulo de Efraín Calderón Lara en la familia, y la voluntad de mi padre era el sermón
de la Montaña para mí. En ese tiempo de estudiante silencioso y retraído de derecho, mi cuota de lecturas
en las bibliotecas peninsulares al fin rindieron sus frutos merecidos: le
compuse un poemita a una chilanga maloliente de cuyo nombre no quiero acordarme,
y fui feliz y desgraciado dos largos años de mi vidita de bohemio y merolico.
Puedo decir que fui frecuentador del taller literario del poeta Javier España Novelo, mi maestro, pero nunca comprendí la exquisitez demoniaca de su poesía, aunque acuné unos versos
en un Cartapacio de la UQROO que hoy,
a Dios gracias, nadie recuerda ya:
En
el jardín sin muro,
lenta
la tarde se desviste de su color insano
Dicta
la memoria leves nombres,
fechas
muertas, tiempos vacíos:
Soledades
encapsuladas como abismos de silencios
y
tardes enfermizas al presagio taciturno de la noche.
El
verde horizonte ennegrece
cuando
los árboles se pierden.
La
abdicación exacta de la memoria
albea
al fin rescoldos silábicos.
Profecía
de ocasos quebradizos tu nombre,
doliente
insistencia, ansia dispersa
como
el oleaje rompiendo bahías.
El
rasgo de la noche germina en tus ojos.
Bebida
por estos labios, náufrago soy de tu nombre
Proserpina.
Me considero un simple aprendiz
de lector, y en un año de nicotina, cafeína y amoríos con una joven mulata
del Hondo, allá en esa ciudad mítica de los Curvatos, tuve el trabajo más
putañero pero agradable que uno pueda tener: corrector de estilo en un diario
del sistema donde los “periodistas” escribían con el culo los mamarrachos de sus boletines de
prensa. En Junio 21 de 2008 comencé a bloguear en Desde la Península…y las
inmediaciones de mi hamaca, en agosto entré a una maestría para volverme "sabio y docto" (sic y recontra sic), y años después
me doctoré, no en leyes como la corrección manda, sino en historia, creando un
mamotreto de 703 páginas sobre una historia universal del pueblo de marras de
cuyo nombre no deseo acordarme. Sigo escribiendo, sigo investigando, el mundo
gira y uno tiene que hacer algo con el breve tiempo que tenemos.
[1]
Nota
del Autor: revisando en las carpetas de mi computadora antigua, di con este
viejo escrito de mayo de 2010, donde intenté escribir una sucinta exposición
biográfica para un libro de poemas de jóvenes escritores quintanarroenses, o
que escribían desde Quintana Roo, que nunca salió a luz. Todo lo que se dice
aquí tiene algo de cierto, aunque sufre los achaques del prurito literario.
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