Los aruxes de don Fernando Espinosa, Peto, Yucatán.
Me he despertado por una, al parecer, inocua “pesadilla”:
ser perseguido por una especie de duendes malignos que querían darme la peor
madriza de mi vida.
En el sueño, yo estaba
tranquilo tirado en la hamaca de un pasel,
es decir, en esos cobertizos mal armados que se pueden ver en medio de las
milpas, mirando la lluvia de la tarde moribunda que caía gorda y rotunda,
cuando un viejo se presenta a mi pasel-tonel de filósofo y me dice que lo
acompañe a ver unos aruxes que la torrencial lluvia había sacado de sus
madrigueras y se encontraban ahí, en plena calle del pueblo. Yo lo sigo apenas
poniéndome camisa y pantalón, mal enhorquetándome unos huaraches, carajeando entre
dientes y diciendo “viejo de la chingada, si no voy donde me dice, se hace el
indignado y me vota el trabajo”. Al cruzar un descampado a las entradas del
pueblo, vimos cómo a 20 metros de donde nos hallábamos, caía con un lamento
sostenido de raíces podridas, un palma real corpulento que ahora aplastaba unos flacos cerdos.
Un niño en bicicleta, mojado
hasta en la sombra, nos da alcance y nos dice que ahí están, que están mirando
a todo el mundo que los observa con miedo y reverencias de idólatras, que son
dos huérfanos aruxitos y que estaban empapados y tiritaban y por eso les habían
hecho una casita y les habían puesto veladoras para que agarraran calor y les
estaban sirviendo jícaras de saká, y unos más, trozos de carne de venado recién
batido. “Mierdas de paganos incultos”, dije, con una soberbia de espíritu
descarteano. Al llegar donde se hallaban los supuestos duendes, vi a todo el
pueblo convertido en una romería infernal chapoteando en medio del diluvio de
mayo. “Abran paso al profesor”, gritaba el viejo que me había traído hasta ahí,
“el profesor dirá si son o no son aruxes esas santas criaturas”.
Me acerqué donde ellos,
los vi bien cerquita, saqué mi lupa que siempre traigo conmigo, pedí un foco de
mano (la corriente se había ido cuando apenas arañaron el cielo encapotado dos
relámpagos morados), les bañé la cara con la luz del progreso, y observé sus
jetas prognatas, sus cachetes adiposos, sus grandes ojos enterrados, sus
cuerpecitos antropomórficos, sus vestimentas de tiempos dislocados y perdidos,
y su mirada triste, lejana y milenaria.
Sin más intención que
hacer desaparecer la romería y llevarme los hombrecitos a casa para estudiarlos
mejor a la luz de la ciencia y tal vez diseccionarlos y disecarlos, con grandes
voces dije que me prestaran atención, que por las características reconocidas a
simple vista de estos dos animalitos que ustedes, como idólatras y gente sin
las luces necesarias que dan las horas dedicadas al estudio, aseguran
falazmente que se trata de aruxes, por mi parte, déjenme decirles, que según
mis estudios de la flora y fauna de la región, y siguiendo las enseñanzas de mi
maestro, el sabio Gaumer y su monografía de los mamíferos de Yucatán, estas
cosillas que ahora su ignorancia les hace dar brebajes de maíz y carne de
venado y les hace prender veladoras y tirarles ruda a sus pies y reverenciarlos
como a pequeños dioses del reino de Liliput, en realidad son una especie de
sapitos cruzados con unas simples tuzas, algo asombroso, de verdad, pues en
todos los anales de la biología y las leyes de Mendel ¿cuándo se ha visto
semejante prodigio? Y como esta nueva especie debería ser cuidada, vigilada y
estudiada, ahora mismo me los llevo a casa para hacerlo.
Apenas y había
devastado con dos movimientos la especie de altar, tirado el brebaje y aventado
la carne de venado bien lejos, los hombrecillos, con un semblante que
rápidamente pasó de la mirada boba a la mirada enfurecida, comenzaron la perseguidera.
Levantaron, no sé cómo se podría explicar con las leyes de la física, piedras
enormes que logré esquivar, sacaron de raíz árboles de doscientos años,
chasquearon sus dedos y los cielos retumbaron.
Corrí despavorido a
todo lo largo de ese pueblo maldito, y los duendes iban detrás de mí rompiendo
muros, albarradas, votando árboles, rasgando las fachadas de las casas y
haciendo que la lluvia arreciara y todo, animales, cosas y hombres, fueran
arrastradas por un escalofrío que mi cuerpo de durmiente resentía. Tuve los
últimos arrestos para levantarme de la cama, prender un foco de mano con las
luces del progreso que siempre traigo en el buró, tantear y caminar al baño con
un frío y un letargo y empapado de ¿sudor o de una lluvia tropical? Al regreso
del baño, apagué la luz de la lámpara de mano y sentí alivio de que sólo se
tratara de un sueño de mala digestión. La luz de la luna bañaba con una
claridad casi diurna la ventana de mi cuarto. ¿Creerán si digo que logré
observar unas pequeñas sombras moviéndose apresuradas? Me acordé que los
chaneques son una especie de aruxes salvajes y que viven por estos rumbos.
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