Claudio Mex, seudónimo de Eduardo Urzaiz Rodríguez, en su ameno libro
Reconstrucción de hechos – libro, apunto aquí, que ostenta en la mayoría de sus páginas, notables, asombrosos y divertidos dibujos del Yucatán del siglo XIX-, cuenta que hubo en Mérida un fígaro muy peculiar, el cual tenía su taller de rapador en la calle 62. A este fígaro lo conocían como el Maestro Cauich, y era un indio maya de “raza pura”, que a pesar del fuerte calor peninsular, vestía siempre de modo impecable cuando hacía mover las tijeras: de saco, chaleco, pantalón de casimir y que en 1890 frisaba los 54 años y orgullosamente había ganado, con los años de tranquilidad en su humilde establecimiento meridano, toda la blancura para sus crenchas encanecidas.
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El morbo o el asombro que el Maestro Cauich producía a los meridanos, no se debía, no, no, a esa impecable manera de vestir, sino al pasado de nuestro barbero: Cauich había sido uno de aquellos mayas que en 1847 se habían levantado en armas secundando a sus caudillos, y fue una de las pocas víctimas de la venta de mayas a la Cuba esclavista que corrieron con suerte. Claudio Mex, o Eduardo Urzaiz, apuntaba sobre la vida de tan singular barbero:
Yo fui hecho prisionero entre los rebeldes de Chan Santa Cruz, en el año de 1852 contando apenas diez y seis. Por no fusilarme, el Gobernador Barbachano me exportó para La Habana, y lo que para otros fue dura esclavitud, para mí fue suerte y regeneración. Fui a parar a poder de un barbero español que, más que amo, fue padre para mí; me enseñó su oficio y me hizo hombre civilizado. Muerto mi protector, sentí la nostalgia de mi Patria y aquí me tienen Uds. para servirles.
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