“Traiga cuentos la guitarra/
de cuando el fierro brillaba, /
Cuentos de truco y de taba, /
De cuadreros y de copas, /
Cuentos de la Costa Brava/
Y del Camino de las Tropas”. Jorge Luis Borges.
Nota introductoria.
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El siguiente cuento de Juan da la Cabada, apareció en la Revista de Bellas Artes, en el número 13, del bimestre enero-febrero de 1974. Se titula
Aquella noche, y aparece en la “cornisa” de las páginas de la revista. Me topé con dicho cuento (y más que cuento, relato) casi sin querer.
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Este texto del ilustre escritor y luchador social campechano, Juan de la Cabada (nacido el 4 de septiembre de 1899, y muerto el 26 de septiembre de 1986), apareció a mi orbe bibliográfico gracias a la gentileza de una bibliotecaria del Ciesas Peninsular, cuando me señaló que en una revista que estaba en venta al lado de los libros de viejo, se hacía referencia a Peto. Y en efecto, en la portada misma de la revista aparecía la siguiente frase, que tal vez no diga nada a nadie, pero a mí me dice bastante:
“Cada vez que visito Yucatán y paso por Peto para ver a Diego Espinosa detrás de su tienda de abarrotes, recuerdo que con él se cierra Chicle, mi novela sin escribir en años de años”.
Al momento de leer esa frase inicial, una mentada y un carajo de incredulidad dejé escapar, porque esa sola frase era la premonición de que seguramente se hablaría de “la época del chicle”. Me compré de inmediato la revista, y me dispuse a leer el relato de Juan de la Cabada. Es una narración con una trama sencilla: Juan de la Cabada refiere un hecho que le sucedió y le contó su amigo, Diego Espinosa, “aquella noche” de cuando el fierro de los chicleros brillaba en el pueblo. Una historia, vulgar si se quiere, de chicleros que se matan por cuentas pendientes que nadie sabe a bien explicar, pero que pinta con la exactitud de la síntesis literaria, todo ese complejo mundo de violencia, de bravuconería e impiedad que trajo la “hojarasca chiclera” al no menos violento pueblo de Peto.
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Los chicleros, los antiguos chicleros de principios de siglo XX, pertenecen a esa estirpe de hombres montaraces cuyo destino es lo contrario de eso que se conoce como “urbanidad”, “civilización”, o todo lo que entraña temor. Sus primos son los gauchos y los compadritos que Borges tanto analizó y cantó en sus milongas, y en otras latitudes han tenido sus variantes, pero una cosa los identifica, y es el hecho de que la violencia es su elemento primigenio. En Peto, los viejos ex chicleros me han dicho que los violentos, los que sacaban machete y se refocilaban en la sangre, eran los otros, los de “fuera”, es decir, los no peninsulares.
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Sin más preámbulos, este es el cuento de Juan de la Cabada:
Aquella noche
Cada vez que visito Yucatán y paso por Peto para ver a Diego Espinosa detrás de su tienda de abarrotes, recuerdo que con él se cierra Chicle, mi novela sin escribir en años de años. Sí, porque con sólo mirarlo retrograda mi memoria tres décadas hacia X’Pujil, crucero de caminos y brechas de la selva, pasaje de indios mayas y chicleros, punto clave donde a menudo llegaba Diego a tomarse unas horas de descanso en unión de su caballo de silla y las seis mulas del arria, que cuando mi amigo fue vendedor ambulante transportaban sal, azúcar, pólvora y telas para cambiárselas a los indígenas por marquetas de chicle con destino a la Wrigley de Chicago, quizás, o el de la Mexican Exploitan.
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Poco antes había llovido algo esa noche. Calaba el frío de últimos de enero, famoso mes por lo próspero en la etapa que llamábamos aquí bajada de los chicleros, quienes generalmente rendían jornada en parajes intermedios como X’Pujil, ya sea que comiesen o trataran de dormir en la fonda que a la vez era posada, donde unos mechones, en respectivos candiles de hojalata, despedían, con la espesura de las llamas, sendas columnas de humo negro que tiznaban el techo. Sobre el piso de tierra, junto a maletas, cajas o mochilas, y recostados los más en cuadro a las paredes, hasta una treintena de hombres sucios, macilentos, medio torvos, enmanchetados todos y buena parte con garniles, fumaban o cabeceaban pendientes de las primeras luces de la madrugada. Al centro, sólo algunos en cuclillas jugaban a los naipes. ¿No recuerdas, Diego Espinosa, que tú –ostensible pistola en grueso cinto- parecías muy ocupado, lápiz en mano, sacando tus cuentas?
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En esto apareció un sujeto alto flaco, de tinte mulato, cincuentón e indudablemente chiclero por las trazas. Llevaba colgante un hilo con un crudo trozo de carne. A unos cuantos pasos de la puerta, como al azar reparó en un hombrazo rubio, a quien se dirigió desde lejos:
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-¡Vaya, güero Marente, mire nomás dónde venimos a tropezarnos después de dos años de andarlo buscando yo por todo el monte!
El hombre se irguió para replicar con palpable y cáustica indolencia.
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-Pues aquí me tiene, señor, como siempre a su disposición.
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El vejancón desnudó al punto su machete, mientras el dicho Marente hacía lo propio con el suyo, y se liaron durante mucho rato, ya saltando adelante, ya retrocediendo, hasta que el arma del primero acertó un tajo al fornido brazo del contrario que casi se lo desprendió.
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Sobrevino una tregua, en la que el Güero Marente, ante su machete a los pies y la sangre que a borbotones le chorreaba, suplicó en un gemir que por estentóreo se deducía más penoso:
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-Por favor, señor, acábeme de rematar.
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-No te impacientes, hijito –repuso el viejo, enfundando el machete-. Ya voy a socorrerte. Nomás aguántate tantito.
Cuando esto dijo ya rozaba, calmado, la punta de una daguita larga contra una pequeña piedra de amolar.
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Con la uña probó al fin el filo de la daguita, y de un salto imprevisto, furibundo la hundió en el corazón del herido, quien cayó de costado como si un rayo lo tocara.
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El viejo se arrojó inmediatamente sobre el cadáver, entre cuyo pecho removió por unos instantes la daguita, que al fin sacó del agujero, donde aplicó los labios para beber hasta que profirió:
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-¡Mírenme bien, pendejos, mírenme! ¡Es dulce!
Y se levantó.
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Guardó la daguita, luego de limpiarla en una manga de su camisa, y repasó con mirada circular a la concurrencia que permaneció silenciosa, inmóvil, como perpleja o indiferente.
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De pronto se dirige a ti, Diego.
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-¿Qué me ve? – te increpa.
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Recoge del suelo la carne atada en el cordel; desenvaina el machete y se te acerca: -¡Venga, levántese! ¡Cargue al muerto!
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Tú, con todo y tu pistola colgante del cinto lo sigues. Te ayuda él a poner el abultado peso del difunto en tus espaldas y a que lo sujetes con los brazos.
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-¡Vamos! ¡Camine, camine, camine!
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Andas -¿Cuántas horas?- zigzagueante a tientas bajo los árboles en el terror trémulo de húmedos olores de la hojarasca resbalosa, de murmullos, jadeos, aleteos, silbidos y las isócronas pisadas del poseso enigmático, que va detrás con el machete al aire. De repente prorrumpe:
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-¡Suéltelo!
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Diego descarga el bulto, vuelve la cara, rebusca, y se halla solo entre las tinieblas de la selva; sólo con su sollozo atorado de vergüenza merced a esa humillación inolvidable desde entonces, a ese infinito desprecio de sí mismo.
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Giras, giras, giras y de retorno al propio sitio topas con el corpulento estorbo de carne, ya fría, dura y muda, que acaso al mediodía esté corrupta, pero de momento es una piedra más de las que tienen por final dosel de reposo el túnel del arbolado, hasta donde ahora penetra lejano, lejano, un rugido nocturno.
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¡Qué aciaga situación! Del traspiés cayó el comerciante a ras del muerto, y dentro del ciego ámbito se desanudó aquel sollozo atorado en su garganta.
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Pero malvado de mí, como suelo ser al vivir por esta tierra, ¿no le pido siempre a Diego Espinosa, cuando lo veo de tarde en tarde, que deje su tienda unos días y venga a visitarme?
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Diego contesta lo mismo cada vez:
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-Si sabe usted lo que me pasó aquella noche, ¿cómo piensa que piense yo siquiera en poner un pie por esos rumbos?
1 comentario:
Excelente Gilberto, gracias por compartirlo, efectivamente, si es mi bisabuelo. Una de las fotos que publicaste la tenía también mi abuela sobre su cama, que sorpresa será para la familia ver este cuento, gracias nuevamente.
Isaías Guevara Espinosa
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