El siguiente apunte de lectura me surgió de la revisión de un artículo de Arturo Taracena, que habla del negacionismo historiográfico con que las élites guatemaltecas se han enfocado al estudio del pueblo maya en la construcción del Estado Nación homogéneo del “Guatemala imaginario”. En dicho negacionismo hegemónico, los indios guatemaltecos, prescindibles cultural y políticamente por su supuesta situación secular de “decadencia cultural” que se retrotrae con anterioridad al tiempo de la invasión europea, no son el elemento necesario para la forja de la nación moderna guatemalteca. Por el contrario, es el elemento ladino el idóneo, es decir, el mestizo y el mixtificante discurso mítico del mestizaje; y en un párrafo liminar, el doctor Taracena explicita unos pareceres contra el ahistórico proyecto panmaya de revitalización “lingüística” en esas tierras chapinas –la idea multicultural de poner énfasis en cuestiones “lingüísticas” y culturales, en vez de políticas y sociales-; y que en ciertas aristas de su reivindicativo discurso, pregona un fundamentalismo étnico negador de las sociedades abiertas, del pasado colonial y decimonónico, y oblitera la idea dinámica y procesal continua de creación y recreación de la sociedad maya: Por una parte, en el discurso (del movimiento panmaya y de la mayoría del deshilvanado espectro de movimiento indígena latinoamericano actual, o de los discursos radicales de la "mayanidad" en Yucatán), “se intenta hacer una utopía cerrada en torno al origen maya, utopía que solamente tiene contacto con el actual proyecto político panmaya, y que puede explicarse sin la necesidad de dar luces sobre el ‘vacío histórico’ de los siglos X al XVI y sin abordar el terrible legado del periodo colonial y republicano decimonónico”.
El mundo colonial, el siglo XIX y buena parte del integracionista siglo XX, en los discursos recientes de reivindicación étnica, son abordados como una etapa de oscurantismo, explotación y negacionismo para el pueblo indígena. Y eso exactamente fueron, pero no solamente en eso se redujo la presencia invasora europea, nacional y republicana en tierras del “Nuevo Mundo”. Frente a un negacionismo historiográfico de las élites no sólo guatemaltecas sino yucatecas o mexicanas, el discurso ahistórico del movimiento indígena se emparenta con una peregrina versión que de la historia mexicana han fraguado las élites del país. Siguiendo a Octavio Paz, esta versión “puede reducirse a lo siguiente: México nace con el Estado azteca o aun antes; pierde su independencia en el siglo XVI y la recobra en 1821. Según esta idea, entre el México azteca y el moderno no sólo hay continuidad sino identidad; se trata de la misma nación y por eso se dice que México recobra su independencia en 1821. Nueva España es un interregno, un paréntesis histórico, una zona vacía en la que apenas si algo sucede”. Y sucedió, ¡vaya que sucedió algo! La reconfiguración, el trastocamiento del mundo cultural, religioso, económico, social, lingüístico, biológico, político y urbano del mundo indígena, aunque esta salga sobrando en las paradisiacas e inmóviles visiones de ciertos discursos antropológicos y políticos del movimiento indígena y sus anexas fundamentalistas.
En lo que respecta a este negacionismo historiográfico, el hombre de letras de Tixcacaltuyub, el polémico y separatista don Justo Sierra O’Reilly (1814-1861, sobre Sierra O'Reilly, un bosquejo de su vida y obra se puede ver en Chuchiak Jonh F, 1997, “Los intelectuales, los indios y la prensa: el periodismo polémico de Justo Sierra O’Reilly”, en Saastun. Revista de Cultura Maya, Mérida, Universidad del Mayab, Año 0 No. 2, agosto 1997., pp. 3-50. ), en la medianía del siglo XIX ya señalaba que una cosa muy distinta eran los pretéritos constructores de las ruinas de Uxmal, Nohpat, Chichén e Izamal, y otra cosa más distinta era el “elemento indígena” explotado en las haciendas de las élites yucatecas, o esos -refiriéndose a los rebeldes del oriente de la Península- “infames que se están cebando en sangre, en incendios y destrucción”. Comprensible en su contexto histórico –no había ni estudios mayistas en esa época, y el Viaje a Yucatán de Stepehens, fue visto en las metrópolis occidentales como el libro de descubrimiento del continente maya-, para don Justo Sierra O’Reilly no había ningún parentesco entre los magníficos urbanistas de la selva yucateca y los brutos infames actuales que vivían en una degradación genésica y cultural.
Empezaré el escolio del negacionismo del elemento indígena de Sierra O’Reilly mediante unas interesantes transcripciones del doctor Taracena, por el hecho de que los juicios, o malsanos prejuicios de los historiadores guatemaltecos, están cortados con el mismo bisturí historiográfico de sus pares yucatecos del XIX. En una sociedad dual, o sistema interétnico signado por el colonialismo interno, y en donde la frontera étnica es cruzada a diario por los grupos dominantes y los dominados, como es concebido el Yucatán del XIX, los prejuicios coloniales, la secular explotación eran, y son, cosa corriente de todos los días.
Y en este tenor, se puede comprender los epítetos de prejuicios raciales que se les profirieron a los “bárbaros”, a los dipsómanos del Quisteil de 1761, a los perezosos, apáticos, desprevenidos y taimados indios mayas de la Guerra de Castas de 1847, hacia y contra la bondad de los “civilizados”, los sobrios, los continentes, los laboriosos y católicos criollos que escribieron desde una posición e interpretación étnica sobre el conflicto. Porque dichos historiadores –los Serapio Baqueiro, los Molina Solís, los Eligio Ancona, el “anónimo” y, por supuesto, don Sierra O’Reilly-, como refiere Enrique Florescano, “eran descendientes de la élite yucateca que acumuló un odio visceral contra los indígenas que resistieron la expansión de la agricultura comercial y el desarrollo capitalista. Consecuentes con sus intereses, elaboraron una interpretación étnica, por no decir racista de los conflictos que vivieron sus padres y afirmaron que el origen de la llamada Guerra de Castas fue el odio indígena a la raza blanca, sedimentada a lo largo de siglos”. El literato Sierra O’Reilly, de origen humilde –fue un bastardo de cura-, fue consecuente con su nueva clase, e interpretó el pasado indígena desde los filtros liberales en boga, cediendo poco derecho de duda para la libertad creadora de los dominados.
Pero volvamos con Taracena. Este autor señala en qué consiste el negacionismo historiográfico con respecto a los indígenas guatemaltecos: “Como veremos, la polémica sobre los orígenes de la nacionalidad guatemalteca se da en el marco de un preterismo, que sublima el pasado prehistórico monumental, y de un negacionismo que afirma que ya no se reconoce ninguna traza de aquel pasado glorioso en los indígenas contemporáneos –por el olvido de la monumentalidad arquitectónica, de la escritura, de los cálculos astronómicos, del uso calendárico solar, etcétera. Pues han sido víctimas de un proceso degenerativo a lo largo de la historia o son producto de otras procedencias no mayas...”
En ese discurso historiográfico negacionista, el mejor indio, es el indio muerto y no el actual, que sirve para los designios capitalistas. El 14 de junio de 1926, el historiador guatemalteco José Antonio Villacorta, asentaba que los mayas no eran “ancestros” sino “antecesores” en ocupar las tierras guatemaltecas, eran una “vasta civilización pasada, que no nos ha dejado sino el recuerdo trunco de sus ruinas”. Una civilización parangonada con las más grandes de la humanidad, pero que no guardaba relación alguna con los indígenas contemporáneos que en la segunda parte del siglo XX serían arrasados, muertos y vilipendiados por Ríos Mont y las prácticas genocidas de los militares guatemaltecos.
El caso de negacionismo historiográfico de Sierra O’Reilly es similar pero más radical que la interpretación de Villacorta, porque si bien es cierto que concuerda con la declinación indígena a partir de la caída de Mayapán, el yucateco es un convencido del hiato histórico de quiénes fueron realmente los constructores de los edificios prehispánicos. Por nada del mundo el literato O’Reilly le da cabida a la estrambótica idea de John L. Stephens: “Algunos escritores –señala Sierra O’Reilly-, principalmente Mr. Stephens, creen que aquellos edificios en ruina ni son de una antigüedad remota, ni construidos por una raza diferente de la que hoy existe”. Para Sierra O’Reilly, es un hecho que:
[...] no fue la raza conquistada por los españoles la que construyó aquellos edificios. Este hecho, aunque es puramente conjetural, se funda en un principio lógico irrechazable. Cuantos bustos o estatuas se han descubierto en las ruinas de Yucatán tienen un tipo diverso de la fisonomía de la actual raza indígena, que fue la sometida por los españoles.
Con esa parca prueba “fisonomista”, el “arqueólogo” –además de abogado y novelista folletinesco- Sierra O’Reilly concluye su negacionismo historiográfico, que desborda el hiato desvinculante entre un remoto pasado de gloria de un pueblo perdido en las brumas de una lejana historia clausurada, y una raza conquistada y degenerada, una “ignorante generación indígena que existe en el presente”, y a la cual O’Reilly le da la categoría de esclava de los antiguos constructores de los edificios:
Así pues, no apareciendo esa identidad entre aquellas obras de escultura y los individuos de la presente raza, debemos inferir que fue otra la que poseyó este país en la época de las primitivas construcciones yucatecas. Ni es improbable que esta raza de hoy, hubiese sido la raza esclava que en opinión del barón Frederickshall; construyó para sus amos los edificios que hoy existen en cabal ruina. La una raza pudo muy bien haber sido destruida y suplantada por la otra, ¿La nuestra, no ha estado a punto de ser exterminada o arrojada del país por la raza conquistada?
Concluyo este breve repaso a las ideas negacionistas del hombre que, en su día, hizo gestiones para vender la soberanía yucateca a la vileza imperial yanqui cuando la “raza conquistada” prendió, en la medianía del XIX, a la Península con “la cruz y el machete” de la libertad, diciendo que tal vez las interpretaciones históricas de O’Reilly, como toda interpretación, no fueron neutrales sino que sirvieron para desargumentar posibles ideas reivindicatorias de la “ignorante generación” maya. Los mayas modernos, sin nexos con su grandeza antigua por ser advenedizos como los padres de O’Reilly, en la interpretación histórica de este último no es posible que apelen a ningún derecho histórico, no es posible que aleguen herencias culturales, ni que vinculen su oprobioso presente con un grandioso pasado de una raza extinta, clausurada, fenecida, porque la pluma negacionista de O’Reilly los desheredó. Huérfanos de nada.
Bibliografía
Florescano, Enrique, 1997, Etnia, Estado y Nación, ensayo de las identidades colectivas en México, México, Aguilar.
Taracena, Arturo, La civilización maya y sus herederos. Un debate negacionista en la historiografía moderna guatemalteca. Texto en línea.
Paz, Octavio, 1994, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, México, Fondo de Cultura Económica.
Sierra O‘Reilly, Justo, 1994, Los indios de Yucatán, tomo 1, México, Universidad Autónoma de Yucatán.
1 comentario:
Siceramente, me gusta más este título Gilberto. El anterior sonaba más a abogado que a historiador. Enhorabuena por esta segunda etapa.
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