lunes, 12 de noviembre de 2012

"Los libros habían profetizado que un Chachac-mac iría a hacer preguntas y a ver las aldeas": en torno a Nelson Reed

La bibliografía que Nelson Reed presenta en su libro La Guerra de Castas de Yucatán (1964 en su edición en inglés, 1971 en su primera edición en español), aunque parca, no tiene desperdicio alguno a pesar de que hoy su clásico libro lleva 48 años en que se diera a la estampa por vez primera. El libro ha pasado la prueba de fuego de las generaciones, y considero que sigue siendo el más recomendable para comenzar a entender lo que significó esa lucha de liberación anticolonial maya, iniciada en Tepich, Yucatán, el 30 de julio de 1847.
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Tengo a la mano como el 80 por ciento de los libros que el gran Reed utilizó para escribir ese novelón histórico-literario, y esto me lleva a pensar que Reed fue (o es, porque no sé si siga vivo todavía, allá en St. Louis Missouri) un gran escritor de la estirpe faulkneriana dueño de una pluma insuperable, que con poco pero preciso material a su alcance, supo condensar en su libro las gestas, programas, ideologías, estructuras económicas del Yucatán de mediados del siglo XIX, las acciones de batalla, las escaramuzas, los afanes de los caudillos indios, mestizos y criollos, los saqueos y enfrentamientos entre los yucatecos y los rebeldes del oriente, en eso que se conoce como Guerra de Castas.
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Además, era abogado ese gringo, ese Chachac-mac (hombre rojo) que llevó a cabo lo que el señorón de Howard Cline no pudo, o le dio flojera hacer: mediante una bibliografía selecta de la Guerra de Castas presentada por Cline como anexo al libro The Maya of East Central Quintana Roo, de Villa Rojas, Reed entregó al gran público lo que Cline ideó historiar y no hizo: la actualización, en el siglo XX, de la historia de esa rebeldía indígena de los mayas del oriente de la península, que de “todas las rebeldías de los indígenas, desde que los araguacos dispararan sus flechas contra los marinos de Colón, ésta era la única que había tenido éxito. Y si no podían impedirse, el orgullo yucateco decretó que debía ignorarse” en la segunda mitad del siglo XIX. Pero, de hecho, nunca fue ignorada, y hubo intentos infructuosos por parte de los gobiernos yucatecos (republicanos, imperialistas, barones henequeneros y porfirianos) por terminar la guerra con los “bárbaros” a lo largo de toda la segunda mitad del siglo XIX, y que solo fue acabada bien entrado el siglo XX.
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Dice Reed, en su prefacio a su célebre libro, la forma como le entró el interés por escribir esa gesta que cimbró al Yucatán neocolonial en todos sus cimientos racistas e injustos:
Se me ocurrió la idea de este libro cuando visité Bacalar, en 1948. Como no sabía nada del lugar, me sorprendió hallar las ruinas cubiertas de hierba de una ciudad española, con una iglesia y una fortaleza rodeada de fosos y pintorescamente situada en una altura que dominaba un lago. Vivían allí unas cuantas personas, y un sacerdote misionero había reparado parcialmente la iglesia, pero calles y calles de edificios de piedra destechados eran prueba de su pasado. En respuesta a mis preguntas me dijeron que la habían destruido los indios en algo que denominaron la Guerra de Castas.
Reed quedó intrigado por aquello que le contaron los lugareños. Al regresar a Estados Unidos, buscó literatura del tema, y llegó a sus manos el libro de Villa Rojas sobre los mayas de Quintana Roo, que había sido impreso tres años antes, en 1945. En ese texto, Reed quedó fascinado por el alzamiento de los indios, que como una gran manga de langosta, habían estado a un paso de sacar a todos los blancos y mestizos de la Península en 1848, y que después se habían retirado a lo más espeso de la selva del oriente de la Península, para fundar una nueva sociedad independiente, regida por “una cruz que habla”. Reed, al principio, pensó que el facilitador del “Remarks on a Selected Bibliography of the Caste War and Allied Topic”, Howard Cline, trabajaría en el tema y compondría un libro sobre el tópico. Cline nunca lo hizo, pero Reed no se despegaba de esa “obra que pedía ser escrita”:
Mis estudios habían sido más de arqueología que de antropología o historia, y además pensé que Cline probablemente publicaría los resultados de sus investigaciones. Pasaron los años, y de vez en cuando me topaba en mis lecturas con la Guerra de Castas, y en cada ocasión tenía presente el recuerdo de la bibliografía de Cline. Después leí el Ensayo histórico sobre las revoluciones de Yucatán, de Serapio Baqueiro, que daba más detalle de los primeros años de la revuelta, y quedé cautivado: si nadie iba a escribir la obra que Cline había esbozado, yo lo haría.
Una vez embarcado en ese proyecto literario, Reed se puso el overol de historiador, y esa idea fija lo impulsaba a ser sistemáticamente inflexible en la búsqueda de datos: en un año recopiló los trabajos de Cline, revisó bibliotecas y archivos de Mérida, se fue a la antigua Honduras Británica (Belice) a indagar en sus repositorios oficiales, hizo viajes exprofeso para auscultar la memoria oral de los herederos de los rebeldes de la Guerra de Castas, en el centro de Quintana Roo. Papagayos, oropéndolas, canarios y mirlos lo vieron pasar con su guía llamado Mundo, y la selva, la feraz selva del oriente de la Península que servía de barrera para aislar y apartar a los descendientes de los rebeldes, lo vieron recorrer trillos, trochas y veredas a lomo de mula, preguntando y preguntando a los jefes rebeldes que le abrían las puertas entusiasmados por ese Chachac-mac cuya llegada había sido vaticinada:
Fueron momentos –cuenta Reed- muy agradables, con todo los placeres de la investigación: descubrimiento del detalle que corrige una situación mal entendida y del hecho que ilumina un rincón particularmente oscuro de la historia.
En ese viaje exploratorio al centro de Quintana Roo, fue notorio el encuentro entre el historiador con la historia viva, de esas cosas que ocurren una vez en la vida. Cuando Reed se presentó en el pueblo de Chancá, y dialogó con el viejo jefe don Norberto Yeh, toda la historia de resistencia a contrapelo del Estado-Nación de los cruzoob, se presentó con la cauda de la nostalgia por un pasado que revivía en el recuerdo, en la lucha pertinaz de un pueblo por aferrarse a su viejo impulso autonómico. Era el año de 1959, la memoria de los cruzoob (con esta palabra, Reed “bautizó” a los mayas macehuales del centro de Quintana Roo, y que muchos todavía no le perdonan ese neologismo híbrido) estaba fresca, así como el olor a pólvora de sus viejos budtbizones (carabinas). El diálogo entre Reed y el viejo patrón de la Cruz se desenvolvió de la siguiente manera:
Después dijo (refiriéndose Reed a Norberto Yeh) que estaba muy contento de hablar conmigo y, con una sonrisa tímida, como si me participara un secreto, explicó que los antiguos libros habían profetizado que un Chachac-mac (norteamericano) iría a hacer preguntas y a ver las aldeas. Me preguntó si iría a todas y si me mandaba el jefe de San Luis. “Ya no podemos ir a Belice –añadió-, y por eso no podemos comprar las cosas que necesitamos”…, le pregunté qué clase de cosas quería comprar en Belice. “Carabinas” dijo. Y la palabra no necesitaba traducción.
Posteriormente, Yeh le indicó a Reed que Nohoch Santa Cruz Balam Ná (lo que actualmente es Felipe Carrillo Puerto) era de ellos, su ciudad; que ellos, y no los dzulob, la construyeron. Yeh también externó la queja sobre los misioneros protestantes y los legos yucatecos, que iban por los pueblos cruzoob convirtiendo a los mayas: “¿Por qué vienen a nosotros? –preguntaba-. Nosotros no vamos a las ciudades a decirles cómo adorar a Dios. Ésta es nuestra tierra y nosotros la conocemos mejor que ellos”.
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Cuando Reed se disponía a ir por sus mulas para partir de la comunidad de Chancah después de haber hablado con Román Cruz, comandante y subdelegado del lugar, Yeh le dio alcance en la plaza con un gran número de hombres y muchachos del poblado. Iba a terminar la entrevista inconclusa con Reed:
Desnudo hasta la cintura, con pantalones blancos a la antigua, cortados en forma de media luna por las caderas, debajo del cinturón, pasado por bastillas para ceñir bien, como se ve en los dibujos de Catherwood; llevaba un delgado bastón, más bien una varita, y le seguía una caterva de hombres y muchachos… como un sacerdote maya de miles de años antes. Tenía más cosas que decirme. Siguiendo su ejemplo, todos nos sentamos en algunas piedras que había sombreadas por los árboles a que estaban sujetas las mulas. Sin la camisa parecía más pequeño y más viejo, más maya… Yeh le dijo a Reed que “El libro prometió que su pueblo vendría y prestaría ayuda a los macehuales”.
Reed contestó: “¿Qué clase de ayuda necesitan?” La respuesta de Yeh puso nuevamente a la historia de los cruzoob en movimiento:
“Rifles y hombres para ayudarnos a sacar a los mexicanos. ¿Cuándo sucederá? ¿Debo enviar una delegación a San Luis para arreglar el asunto?”
El historiador se encontró con la disyuntiva de, o seguirle el juego, o ser honesto y decirle que eso no sería posible:
Esto era lo que yo había evitado antes –escribe Reed- y lo que sabía que él esperaba, y me lo decía tan claramente que no había evasiva posible. Yo había ido en busca de recuerdos de la Guerra de Castas y ahora me invitaban a enrolarme. La investigación había dejado el lugar a la realidad humana; lo que para mí era una nota al margen era para él la fe y la esperanza de toda una vida; yo tenía la obligación de contestarle honradamente, y le dije que eso ya no era posible…
Paul Sullivan ha señalado, que a pesar de estos pedimentos de armas de los mayas a los extranjeros, son muy pocos los que creen en la guerra, y cuando se habla de esta, se hace referencia a términos apocalípticos. Tal vez haciendo referencia al pensamiento cíclico entre los mayas, explicaría que este nuevo diálogo entre Yeh y Reed, sería la continuación cíclica de los diálogos que en su momento los jefes mayas sostuvieron con Morley: “Para ellos –escribe Sullivan-, tratar con extranjeros para hablar sobre los relevantes asuntos de las conspiraciones pasadas equivale a recobrar por un instante lo que ahora consideran una esencia de su cargo sagrado y oficia”.
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La ayuda solamente podía ser económica, no de otro tipo, les respondió Reed. Los demás asintieron, pero Yeh no seguía en el juego, y contestó: “Hablan, prometen, pero no hacen nada por nosotros…Quieren que tengamos una iglesia libre. Quieren acabar con la Guardia”:
El quid de la cuestión era que el viejo Yeh, como estandarte de su pueblo, nunca se rendiría: “Allí está el quid –escribía Reed-, la rendición que él [Norberto Yeh], por su parte, jamás efectuaría; las derrotas y humillaciones acumuladas durante un siglo no habían acabado con su fe en la legendaria promesa de ayuda o en el destino de todos cuando llegara el fin del mundo”.
No puedo terminar un artículo de la misma forma como quería al principio, si lo dejo a medio hacer omitiendo la manera como un historiador profesional, ponderado y “reflexivo”, comentó el trabajo de Reed…Quiero acabar hoy este boceto sobre el libro de Reed comenzado hace tres días, señalando como J. Ignacio Rubio Mañé diseccionó, con prejuicio de criollo meridano, al libro "politizado" de don Nelson, en el año de 1968. Rubio Mañé lo desdeña de inmediato, dizque porque Reed no era "historiador profesional", porque en su libro existen “inexactitudes” (llamarle “ladinos a los dzules de Yucatán era algo grave, pero la palabra venía siendo lo de menos), discordancias en la escritura, anacronismos garrafales, carencias de notas bibliográficas e historiográficas en el cuerpo del texto, y pecado grave o gravísimo: Rubio Mañé no perdonaba a Reed el hecho de que fuese dueño de una exquisita, amena y magistral prosa de escritor supremo. A pesar de que Cline le dio el visto bueno al trabajo de Reed haciendo una nota preliminar donde señalaba la precisión de relojero suizo de Reed para trabajar las fuentes del mismo Cline (“Le dije –cuenta Cline- que los profesionales verían cómo él había seguido las reglas fundamentales de su arte y que a muchos de ellos les podrían parecer las notas inútil alarde de técnica…”), Rubio Mañé objetaba que:
La carencia de una obra esforzada de investigación que describa fundamentalmente y examine concienzudamente ese fenómeno histórico, ha pretendido el autor de este libro llenarla con una amena narración, fácil, sin preocupaciones bibliográficas, cuya organización cuidadosa se ha sacrificado lamentablemente.
Sin duda, como señaló Cline, a muchos historiadores profesionales les pudo haber incomodado esta elusión bibliográfica, pero el hecho es que Reed estuvo en la libertad para escribir como se le plazca una obra que hoy sigue más actual que nunca. Rubio Mañé, un católico de sepa que no está para “idolatrías”, se quejaba también de que Reed admitiera en su trabajo “razones curiosas y deleznables, concediendo crédito a leyendas que no son más que supercherías. Que una cruz hablaba a los mayas y que esto se hacía con la habilidad de un ventrílocuo. Que el fanatismo de los indios pudo más en su espíritu, profundamente religioso, que la conquista del triunfo total, y entonces por medio de esa cruz fueron gobernados, ordenándoles se retirasen hasta alcanzar las costas del Caribe…Tanto ha creído el autor en tales informes, que denomina ‘cruzob’ a todo lo de este período de retirada de los rebeldes”.
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Es increíble el desdén meridano por estos “informes” que solo sirven para calentar la cabeza a los extranjeros. Sin duda, don Rubio Mañé era un desconocedor total de las etnografías recientes, o de los trabajos periodísticos o informes tanto de la parte yucateca como de la parte inglesa sobre este impulso que la Cruz diera en los primeros años de resistencia. Eso ya no se discute, es una verdad de Perogrullo.
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Aunque las críticas de Rubio Mañé al libro de Reed son demasiado endebles (el colonialista muestra su asombro porque Reed no colgara la pluma de su narrativa hasta 1901, supuestamente, año en que termina la “Guerra de Castas” con la entrada de tropas federales a Chan Santa Cruz, avalado tanto por la historia oficialista de los yucatecos conservadores, como por las campanas de la catedral meridana que repicaron a rebato cuando se supo que Bravo había ondeado el pabellón nacional en la tierra de los bárbaros), se podría rescatar varias preguntas apuntadas por el historiador meridano: ¿Por qué durante los tres siglos de Colonia no acaeció una rebelión indígena en Yucatán como la Guerra de Castas?, ¿por qué con pocas tropas el régimen español pudo acabar con levantamientos indígenas, como el de Cisteil, del año de 1761?
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Rubio Mañé, increíble en un colonialista, no responde a dichos cuestionamientos, pero podríamos apuntar que, como ha referido Nancy Farris, la respuesta a dichas preguntas estriba en la tierra, en la sobrevivencia de las comunidades indígenas durante esos tres siglos de colonia, porque los españoles, acota Farris, “simplemente hacían uso de la economía nativa y dejaban los medios de producción, en su mayoría, en manos de los indios”. En la colonia había tierras “más que suficientes para satisfacer la demanda de los españoles y las necesidades de los indígenas a lo largo de la mayor parte de la época colonial”, que sólo comenzó a cambiar a fines del siglo XVIII, para que la lucha por la tierra se agudizara bien entrado el siglo XIX, y cuyo objetivo era la incorporación (obviamente que en la base de una sociedad injusta y racista como fue la sociedad yucateca cuando el henequén reverdecía el suelo pedregoso del noroeste yucateco) de los mayas a un sistema económico capitalista que iba contra sus órdenes normativos de vida, una acometida comparada por Farris como de segunda conquista. La Guerra de Castas fue la respuesta a ello.
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Al final, el reseñista criollo del libro de Reed, no puede dejar de externar su molestia principal, con un argumento ad hominen. Rubio Mañé dejó un momento su gravedad de historiador cargado de abultadas lecturas, para salir con una simpleza de blanco encabronado, al espetarle a Reed lo siguiente:
Hay en las páginas de este libro –indica don Rubio- un espíritu muy inclinado a darle toda la razón a la causa indígena y hostil a la de los ‘dzulo’. Se desprecia la obra informativa de Serapio Baqueiro, considerándola indigna de confianza porque sus datos fueron proporcionados por los ‘ladinos’, cuyo término es siempre empleado con algún menosprecio y vulgaridad. Considera que el estado social de los mayas en Yucatán era en el siglo XIX de una cruel esclavitud. Un juicio reposado y sereno sólo puede ver en ello una servidumbre muy injusta…
Defendiendo al Yucatán decimonónico y neocolonial (con colonialismo interno por parte de las élites urbanas y rurales yucatecas hacia la sociedad maya), el historiador hispanista le recuerda a Reed, que si en Yucatán hubo abusos y se llegó a utilizar el látigo para castigar a los mayas (a la “servidumbre”, dice Rubio Mañé), no debe olvidar el autor de La guerra de castas de Yucatán:
[…]que en peores condiciones sociales vivían hasta no hace poco los negros en un país que mantiene instituciones políticas de muy elevado nivel humano…No sólo en Yucatán hubo entonces ignominiosa opresión, que algunos se complacen en pintar. También hay hoy desaciertos vituperables y vejaciones criminales en teatros donde debía esperarse una elevada situación social por los superiores progresos científicos en marcha.
Sin duda, la reseña al libro de Reed escrita por Rubio Mañé, dice mucho, bastante, de una sociedad yucateca (me refiero a cierto estrato yucateco) que no perdona todavía la osadía de los rebeldes mayas del oriente y sur de Yucatán, que en 1847 prendieron la tea, siguieron a sus líderes, dejaron de hacer caso a los curas, se ciñeron el machete y se fueron a poner el mundo neocolonial yucateco patas arriba...El pecado mayor de Reed, leyendo entre líneas a don Rubio, no estribó en no ceñirse al aburrido corset de los historiadores de cuna estreñidos, sino al hecho evidente de que Reed, aunque no facilitó armas al viejo Yeh, supo desde el primer momento que él ya había tomado partido de una buena vez por todas. Los antiguos libros, guardados celosamente por los cruzoob, ya “habían profetizado que un Chachac-mac (norteamericano) iría a hacer preguntas y a ver las aldeas”. Reed no sería el último.

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