Por culpa de esa
malhadada guerra, llamada Guerra de Castas de Yucatán, la Península no pudo ser
nación independiente. Encontrándose fuera del seno de México cuando en Tepich
se dio el grito de Cecilio azuzando a la barbarie el 30 de julio de 1847, los
yucatecos (blancos, mestizos e indígenas) no pudieron parar esas mangas de
langosta de blancos, mestizos e indígenas levantados en armas,[1] y que
comenzaron a crecer de forma sostenida hasta sitiar a Mérida y a Campeche.
El gobierno,
desesperado, malbarató la soberanía yucateca a Inglaterra, a España y a Estados
Unidos. Nadie aceptó la imploración yucateca, ese grito proferido en medio de la soledad
americana mientras los tunkules de
guerra de los bárbaros horadaban los días con sus noches, sólo unos cuantos
batallones de yanquis llegaron a pelear y a morir como verracos en la floresta
peninsular. Y el gobierno, al ver que tantos pueblos del sur y del oriente,
tantas haciendas y ranchos de azúcar, y capitales de partidos políticos como
Valladolid, Peto o Tekax habían sucumbido ante “la alpargata” del bárbaro, no
le quedó de otra que mandar ministros y diplomáticos a México para pedir que la
vuelta de Yucatán al seno mexicano sea aceptada a cambio de armas y dinero para
contener a la barbarie. Los mexicanos mandaron lo necesario para defender a la
civilización yucateca que corría el peligro de fenecer en medio de la más
completa oscuridad, y no le pidieron a los yucatecos anexarse nuevamente al
Estado mexicano. Por ese sólo gesto magnánimo, los yucatecos todos,
agradecidos, exigieron la inmediata reincorporación de Yucatán al extraño país
llamado México.
La idea soberanista de
los yucatecos, sin embargo, no desaparecería. En momentos de auge, y una vez
exorcizados los fantasmas de la Guerra de Castas, las élites yucatecas, majadas en sus intereses, volverían a
insistir en la independencia de Yucatán en 1915, en los tiempos de Felipe
Carrillo Puerto y hasta con Cárdenas.
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