Todos los hombres y mujeres tienen huellas, guardan huellas o dejan huellas. Esas huellas dicen lo que son, dicen lo que hacen, dicen lo que hicieron, dicen lo que amaron. Huellas y, más que huellas, señas de identidad. Los oficios de los hombres pueden resumirse en unos cuantos aparatos, en unos cuantos utensilios, en unas cuantas señas de identidad.
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La seña de identidad del torero es la coleta. La seña de identidad del escritor era la antediluviana máquina de escribir (ahora la ha cambiado por el ordenador, pero yo sigo utilizando en raras tardes de octubre mi puño y mi libreta), pero la seña de identidad del chiclero es lo mejor: los espolones, un par de duros fierros con los cuales se subía a los zapotales, clavándolos a los costados de los árboles.
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Los viejos chicleros del pueblo que me han contado algo de sus vidas, siempre me refieren, al principio de toda plática, esa seña de identidad, ese traer a la memoria del presente sus vidas anteriores bajo la selva, esa prueba física que dice quiénes fueron, qué hicieron, qué seguirán siendo a pesar de no sangrar ya más los zapotales, a pesar del olvido y a pesar de la muerte:
"Ahí están mis espolones", como si tal dijeran:
"Que ellos hablan por mí, interroga también a ellos".
Nota: La foto es del chiclero petuleño don Raúl Cob.
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