La Revolución Cubana de los primeros años sesenta, esa gesta romántica de los barbudos que bajaron de Sierra Maestra en 1959, para entrar triunfantes a La Habana el uno de enero de ese año -ya con Batista subido al avión que le salvaría el pellejo de sátrapa aterrizándolo en República Dominicana-, no es ni la sombra de lo que es hoy actualmente. A saber, no una revolución “petrificada”, sino un totalitarismo gerontocrático que naufraga solitario en un piélago anacrónico de nacional-comunismo trasnochado; en donde el único puerto posible, y deseable, es la democracia con la condición sine quan non de los derechos civiles y políticos no excluyentes de las obligaciones del Estado, expresadas, por los apologistas acríticos de los ímpetus narcisistas del ególatra Fidel Castro, como “logros de la revolución” (derecho a la salud, educación).
En los primeros tiempos de esta historia de la Cuba castrista, cuando el voluntarismo adolescente, la falta de una estructura institucional sólida y estratificada por una administración prudente de la cosa pública, el metafísico “hombre nuevo” de Guevara, el estoicismo revolucionario, el peligro de reales y supuestas invasiones yanquis a la Isla posterior a Girón era reciente (con el tiempo, esta jurisprudencia invasora se convertiría, junto con el embargo, en el chivo expiatoria de los desmanes y despotismos de, en palabras del supremo escritor Cabrera Infante, la “castradura que dura” aún en pleno siglo XXI), asistiéndose a un exceso de populismo (“Sartre: ¿y si un día el pueblo le pide la luna? Fidel Castro: señal de que la necesitan”) y a una especie de enamoramiento profundo entre la intelectualidad latinoamericana y mundial , Rafael Hernández (2009) y Ambrosio Fornet (2006) indican que antes del año “rojo” de 1968 (Hernández), como preámbulo al Pavonato o Quinquinio Gris, y a los Procesos de Moscú tropical del año de 1971, en que el poeta Heberto Padilla, encarcelado en una mazmorra inquisitorial, se auto flagelaría públicamente hasta el paroxismo para exorcizar sus pecados contrarrevolucionarios como “quintacolumna” del Imperialismo, en Cuba había una libertad insospechada para crear arte, literatura, pensamiento anticolonial (el Calibán de Retamar, por ejemplo), cine y teatro.
Esta suerte de simbiosis entre la República de Castro y la República de las letras, fue hecha trisas en 1971. En efecto, podríamos señalar a 1971 como el año axial entre los que se apoltronaron como castristas, y los que se definieron como anticastristas cuando el “Caso Padilla”, como caja de Pandora levantando la tapa de la marmita podrida de totalitarismo para soltar los demonios de lo políticamente correcto en el arte, la literatura y cinematografía, previó, a un tiempo, una sociedad que entraba en el proceso de rigidez eslava posterior a 1972, cuando Cuba ingresa al Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), que la vincularía estructuralmente al campo socialista. Uno de los protagonistas de este periodo abundoso en filosofías totalizadoras, maniqueas, con sus escoliastas y sus herejes en el que se inserta el Caso Padilla, Jorge Edwards, el embajador del Chile de Allende en ese entonces, según el, “el único protagonista secreto, silencioso, del bullado y bullicioso ‘caso Padilla’”, explica lo que sucedió con el poeta (golpeado, aterrorizado, él y su esposa, Belkis Cuza Malé, por la seguridad del Estado de Castro) que rompió la luna de miel de la intelectualidad mundial con la Revolución que se convertiría en feudo y propiedad del hijo de gallego latifundista de Birán:
El “caso” estalló cuando el poeta Heberto Padilla fue encarcelado en La Habana a fines de marzo de 1971. Padilla había colaborado con la Revolución en todos sus comienzos y era en su país uno de los escritores con mayor cultura marxista y con más conocimiento del socialismo real. Su encarcelamiento ocurrió dos días antes de que yo tuviera que salir bruscamente de Cuba, adonde había sido enviado en calidad de Encargado de negocios por el gobierno de Salvador Allende para abrir la embajada chilena. Se acusaba a Padilla y a sus amigos de haberme dado una imagen negativa de la situación cubana y a mí se me acusaba de haberles prestado oídos complacientes, hostiles a la revolución, y de haber transmitido esa visión deformada, tendenciosa, al Ministerio de Relaciones de Chile (Edwards, 1989: 35).
Si bien concuerda con la apreciación de Fornet y Hernández, de que 1968, año en que la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) abjurara del premio que le otorgó a la pieza teatral Los siete contra Tebas, del escritor homosexual Antón Arrufat, y al poemario que llevaría a la desgracia contrarrevolucionaria a Padilla, Fuera del juego, llegando hasta el punto esta institución de publicar dichos libros con un prólogo en el que señalaba su desacuerdo porque eran obras que servían al “Imperialismo”, Gilman cita una reflexión del crítico literario mexicano, Emmanuel Carballo, sobre el fantasma del estalinismo recorriendo la cultura cubana desde antes de 1968. Los escritores cubanos de la década de los sesenta, pensaba Carballo:
“No quieren rebajar la calidad del arte ni sobreestructurar las posibilidades actuales del público lector cubano (…) El costumbrismo, el realismo idealista y el realismo crítico son recetas de cocina a que se acude con demasiada frecuencia (…) se le pide [a los escritores] para un futuro no tan remoto que pongan en práctica el optimismo. Y el optimismo y la literatura son como una pareja mal avenida: tarde o temprano terminan por divorciarse (Gilman, 2003: 202)
Ese divorcio entre la intelectualidad latinoamericana y mundial, se daría posterior de que Castro respaldara la invasión soviética a la Primavera de Praga con su “socialismo con rostro humano”, y reventaría y se explicitaría al saberse la detención de Padilla en abril de 1971 y su posterior mea culpa autoflajelante. Cuando Padilla ganó el IV concurso de la UNEAC con su poemario citado, entró en un proceso de desgracia (se quedó un año sin trabajo cuando el Granma prescindió de sus servicios). Zoé Valdés escribe que durante este periodo de terror totalitario contra este escritor que tal vez pecó de ingenuidad política (no se puede ir por el mundo totalitario hablando a diestra y siniestra, porque nadie sabe hasta dónde pueden ser comprometidas sus palabras), Padilla vivió la más terrible de las pesadillas, siendo objeto de persecuciones, vigilancia extrema y acusaciones hasta el punto de ser catalogado como colaborador de Pierre Golendorf, fotógrafo francés supuestamente vinculado a la CIA, quien pasó varios años en las cárceles de Castro antes de regresar a su patria .
Como para “reconciliarse” con la Revolución (es decir, para conseguir trabajo), el poeta polemizaría con Cabrera Infante entre diciembre de 1968 y enero de 1969 , y le escribiría una carta personal a Castro solicitándole trabajo, mismo que consiguió, vía misiva de respuesta del propio Fidel, al día siguiente en la Universidad de La Habana. Incluso Padilla, antes de entrar a los infiernos del “esperpéntico mea culpa” (frase de Juan Goytisolo), publicó un poema con el perfil más rancio del realismo socialista que uno pudiera imaginarse, dedicado a Ho-Chi-Minh (“En la muerte de Ho-Chi-Minh”) en 1969, y tal pareciera que el diferendo con la Revolución se sosegaba (ibidem: 234). Sin embargo, como recuerda Edwards, los celadores de la Revolución lo vigilaban, día y noche, como carroñeros tras la presa solitaria e indefensa:
Hubo un momento, cuando noté que la vigilancia policial, a los tres meses de mi estada en la isla, se acentuaba y que Padilla hablaba con imprudencia cada vez mayor, en que le dije que la situación me empezaba a parecer francamente peligrosa y que convenía que se mantuviera alejado de la embajada chilena, reducida en esos días a un par de habitaciones del hotel Habana Riviera. Pues bien, la Seguridad del Estado, que conocía bien al poeta y lo manipulaba sin que él se diera cuenta, no halló nada mejor que colocarlo en una buena habitación del mismo hotel, a poca distancia de la mía. Para evitarle los inconvenientes de las colas, de la vida práctica. ¡Para ayudarlo a escribir! Él, con una mezcla muy suya de ingenuidad y de vanidad, lo tomó como la mejor prueba de que no se hallaba en absoluto en desgracia. Yo, en cambio, me sentí doblemente alarmado, y los hechos demostraron pronto que mi preocupación se justificaba plenamente (Edwards, 1989: 36).
Era, en efecto, muy dicharrachero Padilla, muy imprudente a la hora de opinar en “Tiempos difíciles” . En un Estado que iniciaba el proceso de rigidez rumbo a la dictadura caudillista, en un estado que se totalitarizaba, el simple juego de palabras, el leve cambio en la acentuación de ellas, podría complicar la existencia del que las expedía. Y más cuando en Fuera de Juego, Padilla hayase escrito estas perlas de ironía, de nihilismo, de espíritu poético que se hacía mofa, pitorreándose métricamente en versos afilados, de esas “cacatúas” que “confunden el amor con el terror”:
¡Al poeta, despídanlo!
Ese no tiene aquí nada que hacer.
No entra en el juego.
No se entusiasma…
Echen a un lado al aguafiestas,
a ese malhumorado del verano, con gafas negras bajo
el sol que nace .
Ese poeta, que en el poema En tiempos difíciles, cuenta que le pidieron su tiempo, manos, ojos, labios, piernas, pecho, corazón, hombros, para juntarlo con el tiempo de la Historia (totalitaria); y que esas donaciones, para forjar, supongo, el fantasmagórico “hombre nuevo”, serían inútiles
“…sin entregar la lengua,
porque en tiempos difíciles
nada es tan útil para atajar el odio o la mentira.
Y finalmente le rogaron
que, por favor, echase a andar,
porque en tiempos difíciles
ésta es, sin duda, la prueba decisiva”.
Tal vez la lengua, interpretando este poema, sea la conciencia crítica para no callar, para señalar que la razón poética, y la razón sin más, están fuera de juego de los interesados en domeñar la cultura para sus intereses de poder.
Cuando las aguas de aquella tormenta del 68 que conjuraron esos poemas, junto con Los siete contra Tebas, al parecer habían escampado, el 20 de marzo de 1971 Padilla, junto con su esposa, fue detenido y acusado de estar involucrado en acciones contrarrevolucionarios (“Dentro de la revolución, todo, contra la revolución, nada”, ya les había advertido a los intelectuales Castro desde 1961, y ahora hacía la exégesis y praxis de ese axioma de amor totalitario). Entre el 23 de marzo y el 30 de abril de 1971, Padilla y sus carceleros revivieron los Procesos de Moscú de Bujarin, Rádek y otros bolcheviques, pero con la pequeña diferencia -indica Paz- de que Stalin pensaba que el futuro de la Revolución se jugaba en conspiraciones internacionales, mientras que el régimen de Castro suponía que lo logrado por sus barbudos caería a punta de versos libertarios:
Tránsito de la historia como pesadilla universal a la historia como chisme literario: las autoacusaciones de Heberto Padilla (…): ¿la suerte de la Revolución cubana se juega en los cafés de Saint-Germain des Prés y en las salas de redacción de las revistas literarias de Londres y Milán? Stalin obligaba a sus enemigos a declararse culpables de insensatas conspiraciones internacionales, dizque para defender la supervivencia de la URSS; el régimen cubano, para limpiar la reputación de su equipo dirigente, dizque manchada por unos cuantos libros y artículos que ponen en duda su eficacia, obliga a uno de sus críticos a declararse cómplice de abyectos y, al final de cuentas, insignificantes enredos políticos-literarios (Paz, 2004: 171).
En efecto, ¿qué ganaba el régimen de Castro, sus comunistas y sus hombres de charreteras revolucionarias, el enemistarse de a oquis con la intelectualidad mundial cuando la Isla, exceptuando Moscú y sus satélites, gravitaba sóla en el “coto de caza” de la Guerra Fría? La voz de múltiples personalidades del mundo de las letras y el pensamiento (Jean Paul Sartre, por ejemplo, el personaje más señero de los escritores progresistas en el primer mundo, visitando la Isla en solidaridad con ella), si bien no podían ser equiparadas con la fuerza de los lobbies de poder mundial, sí era (recuerdo el Tribunal Russell que sentenció como criminal al gobierno de Estados Unidos en su guerra arrasada con Vietnam) una ayuda invaluable, aunque moral y simbólica, para la Isla. Las acusaciones públicas de Padilla en la UNEAC fueron tan vergonzantes (no para el poeta, sino para sus carceleros), que no puedo dejar de citar una parte de la alocución de Padilla en el que inmola su individualidad, su persona, reconociendo sus faltas “gravísimas”, “imperdonables, realmente censurables, realmente incalificables”, a la Revolución:
(…) éste es el hombre que objetivamente trabajaba contra la revolución y no en beneficio de ella, éste es el hombre que cuando hacía una crítica no la hacía al organismo que debía criticarse sino que hacía la crítica al pasillo, que hacía la crítica al compañero, con mala intención. Se me dirán que eran críticas privadas, que eran críticas personales, que eran opiniones, pero para mí eso no tiene importancia. Yo pienso que si yo quería ser escritor revolucionario y un escritor crítico, mis opiniones privadas y las opiniones que yo pudiera tener con mis amigos tenían que tener el peso moral de las opiniones que yo debía tener en público (Gilman, 2003: 238)
Después de esta autoinmolación, vendría, como hemos dicho, la ruptura de una buena parte de la intelectualidad latinoamericana e internacional con la Revolución Cubana. El Pavonato se iniciaba, y la Revolución ya no sería la misma, esa especie de romanticismo heroico de los primeros años, en el que la libertad para crear y discutir llegó a una escala que no se repetiría nuevamente. La carta de Mario Vargas Llosa del 4 de mayo de 1971 , más violenta, confrontativa y tajante que la misiva diplomática anterior, señalaría un punto de inflexión, un antes y después de su aparición en Le Monde, entre la intelectualidad y la Revolución. Firmada por Sartre y la Beauvoir, Italo Calvino, Isacc Deutscher, Giulio Einaudi, los Goytisolo, Alberto Moravia, Ricardo Porro, Carlos Franqui, Jorge Semprún, Susan Sontag, entre otros (la firmaron más de 54 escritores de renombre, entre ellos, los mexicanos Carlos Monsiváis, Juan Rulfo y el recién Cervantes 2009, José Emilio Pacheco ) la carta se dirigía al mismísimo comandante en jefe:
Creemos un deber comunicarle nuestra vergüenza y nuestra cólera. El lastimoso texto de la confesión que ha firmado Heberto Padilla sólo puede obtenerse mediante métodos que son la negación de la legalidad y de la justicia revolucionaria. El contenido y la forma de dicha confesión, que con sus acusaciones absurdas y afirmaciones delirantes, así como el acto celebrado en la UNEAC en el cual el propio Padilla y los compañeros Belkis Cuza, Díaz Martínez, César López y Pablo Armando Fernández, se sometieron a una penosa mascarada de autocrítica, recuerda los momentos más sórdidos de la época del estalinismo, sus juicios prefabricados y sus cacerías de brujas… (Vázquez Montalbán, 1998: 332).
Días antes, ya al conocerse en Europa la noticia del arresto, Fornet indica que “se había puesto en marcha el mecanismo” que llevaría al Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, del que emergería el militar Pavón Tamayo (Fornet, 2007:13 y 14), testaferro de los hermanos Castro, que personificaría el Gran Inquisidor de la cultura cubana durante un lustro. Un mecanismo, escribamos aquí, con todos los matices totalitarios. En ese congreso, el primero de mayo de 1971, Castro, en su discurso de clausura, había respondido a “esos intelectuales imbuidos de una ética individual” (Vázquez Montalbán, op.cit: 336), catalogándolos de “basuras”, “descarados”, que en vez de estar en la trinchera de combate “vivían en los salones burgueses usufructuando la fama que ganaron cuando en una primera fase fueron capaces de expresar algo de los problemas latinoamericanos”. Para Castro, esos intelectuales no eran sino “agentillos del colonialismo cultural” que estaba en guerra contra Cuba. Para desembarazarse de posibles nuevos Casos Padillas, Castro dio el ucase de cerrar la puerta de jurados de concursos y revistas editadas por la Revolución y Casa de las Américas, a los escritores que no comprobaran, contra viento y marea, su condición de verdaderos revolucionarios: no habría más “concursitos” en los que se arrogarían el papel de dictaminadores, pues, “¡Para hacer el papel de jueces –peroraba Castro- hay que ser aquí revolucionarios de verdad, intelectuales de verdad, combatientes de verdad! (…) Y las revistas y concursos, no aptos para farsantes (Gilman, op.cit: 242).
Llegaba a su fin el enamoramiento de una parte considerable de la intelectualidad con la Revolución. Actualmente, los últimos alabarderos de Castro, son pocos y se cuentan con los dedos de las manos: García Márquez, Galeano, Dorfman, Chomsky . El consenso mayoritario que se da, tanto en intelectuales de izquierda como conservadores, es que Cuba es una dictadura, un régimen ineficiente y gastado de tanto usufructuar los primeros años de Revolución. Una dictadura, señalo, gerontocrática, hermanística. Flaco favor se le hace a la izquierda latinoamericana seguir apoyando esa gerontocracia que sólo subsiste por sus mecanismos de represión y de vigilancia estatal. El Chavismo tal vez prolongue la agonía de este régimen, pero el futuro para Cuba es la democracia, que se resume, claramente, en ese espíritu libre del que fuera estandarte el enfant terrible y provocador de la literatura cubana: Heberto Padilla. Sea lo que fuere, la apreciación de su carácter o su ingenuidad política, lo cierto es que Padilla se atrevió a abrir la tapa de la marmita podrida del totalitarismo cubano que se gestaba en la mente afiebrada de poder de Castro: “el carácter ejemplar de la rebelión solitaria del poeta Heberto Padilla”, es digna de encomio y marca una jurisprudencia para la futura democracia cubana. Como dijo Paz, actitudes como la de Padilla “nos muestran que lo verdaderamente excepcional, sobre todo en nuestros países, consiste en defender al individuo frente al ‘hombre excepcional’” (Paz, 2004: 171).
Foto: Padilla y Zoé Valdés.
Bibliografía
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