Él les comentaba cuando de visita en el De Efe notó que allá imaginan una Mérida de puros trovadores. Drago le respondió: “eso es lo único que se ha exportado exclusivamente como música yucateca”
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No puedo comenzar a escribir este comentario sobre el recién libro de relatos de Édgar Rodríguez Cimé (No tengo tiempo de cambiar mi vida, Ayuntamiento de Mérida, 2012) sin poner en acta periodística un hecho a ojos vistas prístino: Édgar Rodríguez Cimé, amanuense del rock urbano de esa “Mérida sin arrebol”, de esa Mérida deforestada, desaforada; curador de las culturas juveniles y populares, enamorado siempre-siempre taciturno de la otra Mérida, de esa Mérida cosmopolita agarrada de la mano de la Mérida profunda, descalza, luchadora, es también el amanuense de esa recuperación que, a partir de los años setenta, hiciera el Yucatán profundo a la ciudad capital de la Península, una vez que el henequén vomitó el último estertor de vida a una modernidad incierta que amanecía en el horizonte empedrado de la Península, y que hoy todos saben lo que significó: una depauperización creciente, una enajenación mordiente para las mayorías. Y más que modernidad –hay algunos exquisitos que se consideran “postmodernos”-, los personajes de los relatos del libro de Édgar, bautizado con título rockdriguezco, “No tengo tiempo de cambiar mi vida” (los dos Valerios "jariosos", la “buenérrima” de perfil maya, Lucrezia; el Roch, que sólo comparte piso de cárcel con los petimetres de la Residencial Campestre; el día de playa bajo los arcos de los malecones de Progreso de Manolo y su familia venidos a pistear suave desde el “barrio bravo de Sambulá”), nos recuerdan que, más que ser partícipes de una modernidad abstracta, se comprendería mejor el discurrir actual de la sociedad maya yucateca si cambiáramos la palabreja añosa por el concepto de desmodernidad, o desmadernidad como prefiere Rodríguez Cimé. Es decir, la modernidad
“vivida desde abajo, como una serie de migajas y limosnas provenientes del banquete de la modernidad de ‘los de arriba’, aderezadas con la idiosincrasia propia del mejicano: cómo la ‘modernidad es asumida, sufrida y gozada entre ‘los de abajo’: mayas y mestizos pobres..."
...explica Édgar en otro libro.
Desde “Mérida sin arrebol”, “Ciudad Blanca”, “Culturas juveniles en el Mayab”, “Mérida desmaderna”, y el actual libro de relatos “No tengo tiempo de cambiar mi vida”, Édgar ha hecho suya la estrategia epistemológica cancliniana de contarnos cómo los “desmadernos” han entrado y salido de la modernidad llevando al pueblo a cuestas, a las consejas del abuelo inquiriendo a las calles del centro por su progresivo morenío (la “Ciudad blanca” hace tiempo que dejó esa tez), haciendo jaque en reiteradas ocasiones a los mitos fundadores de la antes homogénea ciudad blanca devastada por la eclosión de lo diverso. Y ha hecho suya la cláusula de Bolívar Echeverría objetando la “modernidad”, y la blanquitud que trae consigo sin decirlo: “Lo humano sólo existe como tal si se realiza en la pluralidad de sus versiones concretas, cada una de ellas distinta de las otras, cada una sui géneris. Anular esa diversidad equivaldría a la muerte de lo humano. Felizmente, esa homogeneización es imposible: el mapa de la diversidad humana nunca perderá la infinita multiplicidad de su colorido. La diferencia es inevitable. No hay fuerza que pueda uniformar el panorama abigarrado de las identidades humanas”.
No tengo que decir que, a Mérida, a la Mérida profunda, a la otra Mérida, la conocí leyendo en una biblioteca olvidada de pueblo los primeros dos libros que conseguí de Édgar: “Mérida sin arrebol”, y “Ciudad blanca”. El cronista de los cafés, el cuentista de Chico Che, el estudioso de los bares legendarios del centro, el poeta de las siempre vírgenes del corazón de la extinta zona de tolerancia, de las colonias populares donde los petimetres no se apersonan ni por equívoco, de la “gaytidud” de la Mérida mocha, pasado unos años lo conocí personalmente, y aunque con lejanías geográficas, sigo leyendo con fidelidad cada vez que rubrica sus notas en el PorEsto! Tenían razón los Niños Suburbanos, Édgar: los defeños imaginan a una Mérida de puros trovadores activos o en potencia, pero también tiene razón el Guty Cárdenas de tu relato: al contrario del músico poeta Agustín Lara, que le gustaba cantar a las putas; nosotros, los del Mayab, le cantamos a la mujer, sea puta o no.
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