Generalmente, en días como hoy, de viernes que se abarraganan con el 13, los hados han tenido la costumbre de que yo me tope con joyas bibliográficas, o con bibliotecas enteras que alguna buena alma caritativa del señor está dispuesta a regalarme sin que yo tenga que matar a nadie como pago, o algo más difícil y que mi buena educación me impide realizar, sin que tenga que prestarme a una conjura revolucionaria e instaurar la tan ansiada dictadura del proletariado...
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Hoy, este día que pone en zozobra existencial a los fatalistas y lúgubres de toda laya, ¡cabalístico para muchos! –incluso para el que pespuntea estas opacas palabras-, no fue la excepción, ya que, en visita relámpago a la librería de la UADY que hice esta mañana (iba en busca del libro indigerible de
Geografía política de Yucatán, Tomo III, del censor histórico, Salvador Rodríguez Losa) me agencié un libro esclarecedor del siglo XIX yucateco que vio la luz en la lengua de Faulkner hace 11 años. Me refiero al libro de Terry Rugeley,
Of Wonders and Wise Men: Religion and Popular Cultures in Southeast Mexico, 1800-1876, un sándwich gringo convertido en torta mexicana gracias a la versión castellana salida de las prensas de la UADY:
De milagros y sabios. Religión y culturas populares en el sureste de México, 1800-1876.
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En este libro que voy leyendo con harta calma y con lápiz en mano para apuntar y tomar notas al desgaire de la lectura, el doctor Rugeley nos hace un bosquejo, erudito y ameno, de la cultura popular de los hombres y mujeres del siglo XIX yucateco, sin distinción de clase, y sin distinción étnica...Cultura popular heteróclita si hablamos de la cultura que poseían las élites de Mérida, las élites pueblerinas, o la cultura del campesino maya yucateco. Pero sin duda, una cultura popular heteróclita que tenía un elemento común que servía como vaso comunicante para los tres aspectos sociales del conjunto yucateco decimonónico: la religión católica con sus fiestas de pueblo, con sus devocionarios, con sus procesiones públicas, el culto a los santos y los sermones de los curas.
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Rugeley establece "el sendero espiritual del burgués", el almanaque de creencias del campesino maya, la idea del mundo de la cerradísima y colonial sociedad yucateca (criollos, mestizos e indios mayas yucatecos), y se vale de fuentes diversas: desde las fundamentales que se encuentran en los distintos repositorios históricos de la Península, el Archivo de Centroamérica, el archivo de Belice, el AGN, archivos eclesiales nacionales y el de Guatemala, el Archivo Histórico de la Defensa Nacional, entre otros; hasta una exhaustiva –todo historiador serio tiende a la exhaustividad- recopilación y análisis de fuentes secundarias (libros, tesis, artículos). Pero el caso interesante, es que Rugeley actualiza la tradición oral para indagar la cultura popular de la sociedad yucateca (criolla, mestiza e indígena) haciendo uso de las leyendas, consejas, cuentos, relatos, mitos y supercherías que andan de boca en boca por los caminos, veredas y trillos desolados de la Península. Sin duda, el "sueño que vislumbraba a la distancia" el autor de
Yucatan's Maya Peasantry and the Origins of the Caste War, 1800-1847, en este año 2012 se ha materializado con esta traducción sobre un libro significativo para la historia cultural de Yucatán. Ya que, como dice Rugeley, la cosa histórica no se trata sólo de variables económicas, fiebres políticas, momentos de quiebre brutal como el año axial de 1847 en el que los mayas del oriente y sur desestructuraron la sociedad colonial yucateca, el recuento de gente muerte y nacida, memorias de gobernadores, o estadísticas inflexiblemente economicistas:
“Este libro –nos cuenta Rugeley- surge del material que comencé a acumular durante un estudio anterior sobre los orígenes de la guerra de castas de Yucatán. Mientras escribía sobre los aspectos más concretos de los impuestos, la tierra, la movilidad social, las alianzas políticas y la revolución, me percaté de que sabía poco acerca de la gente que vivió dentro de estas estructuras, los hombres y las mujeres que usaban máscaras socioeconómicas genéricas, pero que rara vez revelaban sus pensamientos, sus triunfos y sus derrotas privadas, o sus sueños, acerca de cómo deberían ser las cosas”.
El trabajo que aborda Rugeley no es para nada instrascendente, al contrario, pienso que su primacía e importancia radica en la a un tiempo sencilla y complicada pregunta que todo investigador del pasado se debe hacer: ¿en qué creían esas gentes muertas, qué era lo que los inspiraba para bregar, trabajar, comer, hacer el amor o morirse todos los días?
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Un apunte más que me hace escribir las pocas páginas que apenas voy leyendo del libro en comento, es cuando Rugeley hace un inteligente apunte, que va relacionado directamente con la antropología oficial del siglo XX mexicano. Antes de la revolución, antes de los antropólogos indigenistas, antes del indigenismo en su faceta integracionista y diseccionadora a nivel nacional (el indio hay que estudiarlo, etnografiarlo, pero hay que desinidianizarlo también, decía la vena indigenista), la cultura campesina, para las élites educadas yucatecas, salía sobrando. Para estas élites, la moda, una vez desclochado el corset opresivo de los tres siglos de dominación española, era parecerse a Europa, o a la creciente nación que se robustecía en el Norte: el pensamiento, o lo que es mejor, la ideología liberal iba en contra de la visión romántica de ver con buenos ojos a esos indios bárbaros que no cumplían con el canon de lo civilizado. ¡Más en Yucatán!, que desde 1847, la sublevación indígena dispuso el mecanismo interpretativo para que las élites yucatecas denostaran la autonomía de los “indios bárbaros” del oriente de la Península, y agrandaran la brecha de la servidumbre agraria de los mayas del noroeste en el vuelco económico que Yucatán estableciera en 1870 con el inicio del periodo henequenero. Para las élites mexicanas, yucatecas en su defecto, el indio, o era un ser pasivo e indolente, o un “bárbaro” sediento de rapiña al que se debía combatir o eliminar. En este sentido, podemos coincidir con Rugeley cuando establece que “las élites provincianas mexicanas tuvieron un atraso de un siglo en relación con sus equivalentes europeos en descubrir a su campesinado”, principal poseedor de la cultura popular.
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Los beneficios de la Revolución mexicana fueron innumerables: consolidó el capitalismo mexicano iniciado con Porfirio Díaz, siguió con la vena centralizadora del tuxtepecano, dispuso leyes laborales para la sociedad explotada de las haciendas, repartió tierras entre los pueblos que pedían restitución o dotación de ellas, y algo importante que señala Rugeley (el estudio de la cultura popular a través de la etnografía del México profundo) y que el poeta Octavio Paz escribió hace mucho tiempo, es que la Revolución nos hizo volver la mirada a la tierra nuestra con su cultura popular: “La Revolución –dice Paz- es una súbita inmersión de México en su propio ser. De su fondo y entraña extrae, casi a ciegas, los fundamentos del nuevo Estado. Vuelta a la tradición, reanudación de los lazos con el pasado, rotos por la Reforma y la Dictadura, la Revolución es una búsqueda de nosotros mismos y un regreso a la madre…Nuestra Revolución es la otra cara de México, ignorada por la Reforma y humillada por la Dictadura. No la cara de la cortesía, el disimulo, la forma lograda a fuerza de mutilaciones y mentiras, sino el rostro brutal y resplandeciente de la fiesta y la muerte, del mitote y el balazo, de la feria y el amor, que es rapto y tiroteo”. Un “estallido de la realidad”, la Revolución “es una portentosa fiesta en la que el mexicano, borracho de sí mismo, conoce al fin, en abrazo mortal, al otro mexicano”. Y en México se empezó a conocer al “otro mexicano”, es decir, a los miles de otros mexicanos que conforman el México profundo, el México indígena, mediante la vena indigenista iniciada desde Gamio. En el caso de Yucatán, el conocimiento del pasado maya (un conocimiento científico, serio) ocurrió, señala Rugeley, “en las décadas de 1920 y 1930, con el indigenismo revolucionario y la llegada del multifacético Proyecto Carnegie”, y continuaría con trabajos de literatos yucatecos a lo largo del siglo XX (desde Oswaldo Baqueiro, Pacheco Cruz, Abreu Gómez, Roldán Peniche Barrera, Joaquín Bestard), y con los trabajos de la pareja Redfield-Villa Rojas, con los nuevos mayistas e historiadores extranjeros que vendrían luego, con la creación de la Universidad del Sureste en la época de Carrillo Puerto, etc., etc., etc….Pero para el conocimiento del otro, o de los otros que conformaron el siglo XIX yucateco, un buen comienzo es el libro
De milagros y sabios.
1 comentario:
Gracias por la resenia!
Su humilde autor,
Terry Rugeley
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