Nota: el siguiente trabajo fue escrito en una lejana materia de historiografía yucateca del año de 2009. Las ignorancias históricas o las simplicidades corren a cuenta de ese historiador en cierrnes del lejano 2009, que todavía tenía mucho de alegatos de pésimo estudiante de derecho...
Abstract:
En el siguiente trabajo, intentaré dibujar una imagen de
la conquista y colonia en Yucatán, con el fin de que la historia nos aporte una
visión crítica de la situación actual del pueblo maya, paradójicamente
rubricado por marginaciones socioeconómicas en medio de hondas riquezas
culturales catalogadas, por ciertos sectores dirigentes, como formas “arcaicas”
que deben desaparecer para dar paso a la “modernidad”, entendida esta última
como integración a la occidentalización planetaria. Para este trabajo, me sirvo
de la historiografía académica o profesional existente en la península, y, así
mismo, no desdeño la visión del pueblo maya peninsular, sobre estos
acontecimientos que repercutieron hondamente en la estructuración ulterior de
la sociedad peninsular.
1.- La imagen
Partamos de la noción
primera de la participación de los grupos indígenas en la conformación dinámica
de los Estados Nacionales: Desde el inicio de la implantación de estructuras de
dominio y explotación hispánicas posterior a la conquista y el devenir de la
etapa colonial e independiente de México, las sociedades indígenas sufrieron
una transformación radical en sus estructuras sociales, que trajo como
consecuencia su cristianización forzada, reducción a repartimientos, la
creación de las dos repúblicas –de “indios” y de españoles-, la exclusión política
de la primera república, más la indiferenciación de las diversidades étnicas
culturales[1] al
concepto colonial de “indio” con preconceptos y
prejuicios que, a lo largo de más de cinco siglos, subsisten en la
actualidad[2].
Pedro Carrasco, hablando de la estructuración social de la
Nueva España, resume en qué consistió esta transformación de las sociedades
indígenas en el nuevo contexto de dominio y colonización española:
“La transformación fundamental de la sociedad indígena consistió en la supresión de las instituciones políticas mayores, la disminución del tamaño e importancia de la nobleza, la posición de ésta al servicio de los conquistadores, la conservación de la masa campesina y la cristianización forzada como medio de dominio ideológico. Continuaron con pocos cambios los usos relacionados con la vida familiar y económica de los campesinos indios: la técnica y la organización de la producción familiar, así como creencias y ritos relacionados con estas actividades” (Carrasco, citado por Martínez, 1993:82).
Siguiendo a J.V Murra en lo referente a la paulatina
centralización colonial que se va gestando posterior a la invasión europea de
América, Carlos Sempat Assadourian ha establecido una línea investigativa en la
que trata de establecer cómo las organizaciones políticas andinas (la debacle
del Tawantinsuyu inca y la evolución y reestructuración de los ayllus o
señoríos étnicos en la nueva sociedad de dominio-opresión colonial) fueron
perdiendo “sus derechos como señoríos y cómo llegaron a ser indios o comunidades…”
(1994:152). Muchos ayllus étnicos sirvieron, además de disgregadores del
dominio incaico, como sedimentos de encomiendas, posteriormente de
repartimientos o mitas, hasta la implantación de los pueblos o repúblicas de
indios en la Colonia, que vino a tasar y resquebrajar el sistema de dominio
primitivo de los primeros años de Conquista en el Perú anterior a las Leyes
Nuevas del año de 1542.
En el estudio de Sempat, análisis con el que se puede, mutatis
mutandis, homologar al caso mexicano con los distintos pueblos sojuzgados
por los mexicas, se afirma que, no obstante que el Tawantinsuyu, en las
investigaciones que se le ha realizado, ha sido catalogado como “despótico,
esclavista, bienhechor, socialista, redistributivo” (ibidem:151), no logró, o
casi nunca lo intentó, “degradar el poder de sus sistemas de jefatura ni
erosionar el sentido de identidad, de pertenencia a una colectividad étnica” (ibidem:
151, 152) de los pueblos sojuzgados.
En el caso que nos corresponde dibujar, que es Yucatán, posterior de su inconclusa
conquista y, desde luego, de casi todo el siglo XIX si barajamos las principales
causas de la Guerra de Castas[3]
(1847-1901), el periodo colonial se puede adjetivar, sino con todos los
epítetos con que se ha adjetivado al Tawantinsuyu, al menos sí como un sistema
despótico y esclavista en ciertas formas que iban contra las normatividades
establecidas por la Corona[4], que
redujo los cuchcabales prehispánicos –instituciones políticas mayores- a simples
repúblicas de indios -224 al finalizar el siglo XVIII (Bracamonte y Solís,
1996:71), pero que no logró –pues porque nunca lo intentó, ya que se trataba de
un Estado de Conquista al que en los primeros tiempos no le importaba la tierra
sino los productos de ella con sus hombres para que la hagan producir-, de descaracterizar
a las múltiples colectividades étnicas mayas[5].
Por el contrario, los mayas encontraron “espacios mayas de autonomía”
sustentados en un pacto colonial donde los indígenas refuncionalizaron sus
estructuras significativas en un nuevo contexto opresor que no logró del todo
penetrar en el “núcleo duro” de un pueblo rico y milenario en cuanto a sistemas
simbólicos culturales. Pero si bien no existía tal cosa conocida como “mayanidad”,
al menos, siguiendo a Quetzil Castañeda, se puede afirmar que “las categorías
de maya, cultura maya y civilización maya no están del todo vacías de
significado o de realidad sino que…son términos fundamentalmente debatidos que
no tienen entidad esencial fuera de las historias de las luchas sociopolíticas
(Castañeda, citado por Restall, ibídem: 33). Y de esta aserción, señalemos que el
núcleo duro, la identidad común de los diversos linajes mayas, posterior de
1546 (es decir, la significativa rebelión anticolonial indígena brotada en tierras
de los Cupules[6]) estuvo
radicada en la condición común de ser grupos colonizados.
Al sobrevenir ese gran
choque de Occidente con la otredad indoamericana, que significó la Conquista y
el posterior sojuzgamiento de los grupos indígenas durante la Colonia, los
pueblos indígenas, los pueblos mayas peninsulares, dispusieron toda una red de
búsqueda y reconfiguración sociocultural y político en un contexto de opresión
y hegemonía occidental. De dicho proceso, la lengua maya de los pueblos, sus fiestas
actuales y ritos particulares que trascienden la ortodoxia católica y las
migraciones hacia el “Norte”[7],
son prueba de que la conquista y colonia de Yucatán, aunque rubricada por
exacciones y brutalidades[8] de
distinta magnitud a que fueron enfrentados los mayas, no se dio del todo y, por
el contrario, sirven de probanzas de la reciedumbre cultural maya, que persistió
a pesar de todo.
Sobre la historia colonial
en la península, la historiografía disponible, por un lado, nos hace la relación
de las innumerables formas de sojuzgamiento (y, a su vez, las luchas
subrepticias de la cultura indígena reestructurándose en la soledad de los
montes apartados con sus ceremonias agrarias; sin hablar de rebeliones frontales
frente a dicho sojuzgamiento) indígena: Desde las reducciones o congregaciones
en pueblos de la sociedad nativa donde se encontraba el batab –reducciones que
significaron, además del fraccionamiento señalado de los señoríos prehispánicos
(Bracamonte y Solis:1996:142) de antes de la invasión europea, la explotación
mejor a los indígenas para el pago de tributo a la longeva encomienda
peninsular[9],
la evangelización a medias de los mayas “bajo campana” si traemos a mientes los
casos de idolatrías[10], y
el control político y económico de los indígenas[11]:
hechos todos que fueron llevados a cabo exitosamente a partir de 1552 con el
arribo del oidor Tomás López Medel[12].
Además de la centenaria encomienda
yucateca, el fisco real apremiaba, y el diezmo eclesial y las obvenciones a la
“pobreza” de los frailes franciscanos, obligaban. Los trabajos esclavos en las
estancias ganaderas a fines del XVI, la extracción del añil, la explotación del
palo de tinte[13] y la
expansión de las haciendas maiceras y ganaderas a mediados de los siglos XVII
al XVIII a costa de las tierras comunales de los pueblos mayas[14],
prolongaron las exacciones a los indígenas, cuando el pacto colonial de
mediados del XVI (que de fuerte tributación pasó a requerir las tierras de los
nativos), fuera prescrito por las reformas borbónicas del XVIII, mismas que se
agudizaron después de la independencia con la ley de colonización de 1825, y que fueron prolongadas hasta 1865 con
la venta de los baldíos[15]
indígenas (Bracamonte y Solís: 1996:137). No es necesario señalar que antes (y
después, si discurrimos sobre la historiografía de las haciendas henequeneras
pertenecientes a la “Casta Divina”) de esas reformas del siglo XVIII, toda la
riqueza de los dominadores se basaba en la explotación y servidumbre personal
de los indígenas[16].
Sabedores de que la organización de la dominación colonial no podría darse sin
la intervención de la élite indígena, se entiende entonces la función de
algunos “caciques” mayas, o batabes, si se trae a colación el dominio
indirecto que ejercían, a través de ellos, los invasores hacia el pueblo
llano, los macehuales. Estos jefes mayas, reproductores del sistema de dominio
colonial, con el tiempo llegaron a convertirse en “cancerberos de sus pueblos”[17].
Esto por el lado
económico. Por el lado cultural, los juicios inquisitoriales del etnocida de
Landa[18]
son una pequeña muestra de lo brutal que significó para los mayas el choque con
un imperio que expandió por todo el mundo sus dogmas etnocéntricos a finales
del XV y todo el XVI; por el político, la supresión y remoción de las
estructuras de poder caciquil de los mayas (remoción de los Halach Uinic,
posicionamiento de los batab), que lograron subsistir a la vorágine genocida de
las plagas y los 20 años de conquista, iniciaron en 1562 con el descubrimiento
de prácticas idolátricas en un paraje cercano a Maní, factor del auto en ese
pueblo. Todo esto, tributos de encomienda y Corona, por un lado; diezmos,
obvenciones eclesiales, autos de fe a su cultura milenaria, por el otro, más la
supresión política y otras cargas y exacciones que tuvieron que soportar los
“pies de la república” para proveer de todo lo necesario a los españoles con tributación
y servicios personales para la construcción de fuertes, edificios, plazas,
villas, “la muy noble y muy leal” ciudad de Mérida, iglesias y conventos, en el lenguaje de los grupos indígenas que cifran
su pensamiento, en esa voz y “visión de los vencidos”, subsumida en los
alegatos de los legajos jurídicos coloniales que los etnohistoriadores reviven,
en esas defensas indígenas incrustadas en documentos de petición de tierras, y
en códices donde plasmaron sus enseñanzas, tradiciones, concepciones sociales,
políticas, la conquista se presenta como una imagen fatídica que leemos en los vaticinios del Chilam
sobre la desestructuración que significó para la sociedad nativa, junto con la
colonización:
“Ireis a alimentarlos; vestiréis sus ropas, usareis sus sombreros; hablaréis su lenguaje. Pero su trato será de discordia…No habrá grandes enseñanzas y ejemplos sino mucha perdición sobre la tierra y mucha desvergüenza. Será entonces cuando sean ahorcados los Halach Uiniques, Jefes; los Ahaues, Señores-príncipes; los Bobates, Profetas, y los Ah-kines, Sacerdotes-del-culto-solar, de los hombres y de los pueblos mayas. Perdida será la ciencia, perdida será la sabiduría verdadera…” (Barrera et al, 1979:65,72)
La historia es una, cierto, pero las miradas en
torno a ella son distintas, cambiantes. La mirada acerca de la conquista y
colonia de los Cogolludo, los Cárdenas Valencia y los Landa (vistas con las
anteojeras del “ir a todas las naciones del mundo” para predicarles la buena
nueva a los “bárbaros”, y así rescatarlos
de las tinieblas en que los tenía aherrojado el maligno, cediéndoles los clavos
de la Cruz o las luces de la Modernidad occidental en tiempos actuales) son
distintas a las miradas de los sabios mayas. Para ellos, la
conquista y posterior colonización fueron de una desolación apreciada
paladinamente en la nota chilámica precitada. Junto con Romero Frizzi, podríamos señalar que
la historia –y más precisamente, la etnohistoria- intenta levantar el “cepo de
palabras” que significó el Genocidio Americano de los pueblos indígenas y su
brutal sojuzgamiento, segregación, incorporación, integración[19],
durante los últimos 500 años. En medio de la pluralidad que entraña las
historias de los hombres, Romero Frizzi (2001:62) ha indicado que “la
etnohistoria es el método que nos permite entender la riqueza y la pluralidad
del género humano”. Una riqueza y pluralidad que, en el ámbito peninsular, el
pueblo maya tuvo a bien reformular
esas “tramas de significados” (Geertz, 1996: 20) de su cultura milenaria,
retejiéndola hacia nuevas formas de organización sociocultural bajo la urdimbre
exógena colonial. Un ejemplo de esto, sería la apropiación que de la cultura de
los invasores hicieron las élites mayas –i.e. la escritura en caracteres
latinos con que los códices, esos libros escritos en “las cortezas de árbol”,
fueron trasvasados a los libros chilames-, un mecanismo eficientísimo en poder
de los chuntanes para preservar su cultura (Bracamonte y Solís, 1996: 107).
Thompson ha indicado, y su
opinión es fácil de comprobar en pueblos y rancherías del Yucatán profundo,
la vivacidad de la cultura maya, al ver uno “su presente en su pasado y su
pasado en su presente” (2006). Los mecanismos de resistencia de los mayas
yucatecos frente a las estructuras coloniales opresoras, enmarcados en el control
tributario de caciques, hacienda real e iglesia, iban desde la fuga a “Las
Montañas”, una zona de emancipación donde practicaban sus ritos y ceremonias
(posteriormente, y ya en la segunda parte del XIX, su zona de emancipación
sociocultural y política sería la selva ubérrima de lo que actualmente es el
estado de Quintana Roo), hasta la frontal sublevación si se sentían acorralados
o si las cargas tributarias del pacto convenido entre las élites y los
explotados no contemporizaban con las sequías, plagas, malas cosechas u otros
imponderables[20]. Tal es
el caso de la rebelión en tierras de los Cupules de 1546, que ya he señalado,
la de Tipú en 1603, la rebelión de Jacinto Canek en Cisteil (1761), y la más
reciente –no me atrevo a escribir la “ultima”, si consideramos el concepto de
tiempo cíclico en el pensamiento maya, que interpreta “la reiteración constante
de la historia, en que los acontecimientos de un ciclo se repetían en todos los
ciclos sucesivos…” (Bricker, 1993: 27)-, la rebelión indígena más prolongada,
novelizada por Reed de forma insuperable: la que se conoce como “Guerra de
Castas” de Yucatán (1847-1901). Todas estas rebeliones pueden ser vistas,
siguiendo la propuesta de Anthony Wallace, como “movimientos de revitalización”
cultural[21]; o
bien, como movimientos anticoloniales[22]
de los grupos mayas contra la dominación de los dzules descrita, en palabras
del Chilam Balam, como el “tiempo de la tristeza” en el que transcurre
la existencia del maya posterior a la Conquista:
“El 11 Ahau Katun, primero que se cuenta, es el katun inicial. Ichcaansihó, Faz-del-nacimiento-del-cielo, fue el asiento del katun en que llegaron los extranjeros de barbas rubicundas, los hijos del sol, los hombres de color claro.¡Ay! ¡Entristezcámonos porque llegaron! Del oriente vinieron cuando llegaron a esta tierra los barbudos, los mensajeros de la señal de la divinidad, los extranjeros de la tierra, los hombres rubicundos […texto destruido…] comienzo de la Flor de Mayo. ¡Ay del Itzá, Brujo-del-agua, que vinieron los cobardes blancos del cielo, los blancos hijos del cielo!... (Barrera et al: Op.cit., p. 65)
3.- Conclusiones
No obstante esta particularidad negativa de la
historia de los mayas peninsulares, lo cierto es que la cultura y la tradición
del pueblo maya subsiste, persiste, se refuncionaliza y moviliza a cada
movimiento de la rueda katúnica; una identidad que, con los nuevos paradigmas
altermundialistas signados por lo étnico y las otras identidades distintas a la
identidad que estatuye Occidente, reclama el reconocimiento a su diferencia
cultural. En un estudio etnográfico reciente, Estar en el mundo, el
investigador Jesús Lizama Quijano, a propósito de esto, nos ha recordado que la
presencia en México de más de 50 pueblos indígenas originarios, ha adquirido, en
los últimos años[23],
un nuevo protagonismo. Reafirmando a diario sus vitalidades culturales en medio
de pobrezas y marginaciones extremas[24],
la resistencia cultural de los pueblos mayas peninsulares, indica Lizama, nos
inducen a preguntar que
“…cómo
es que a pesar de los múltiples cruces con ámbitos externos que, sin duda,
influyen en su recorrido histórico; cómo a pesar del innegable cambio cultural
que han experimentado a lo largo del tiempo; cómo, incluso, de haber estado en
contacto desde mucho tiempo atrás con sociedades distintas; cómo –además- de
las predicciones antropológicas que veían en estos cruces, cambios y contacto
intercultural su extinción, hoy se presentan con una identidad reforzada
reclamando el reconocimiento a su diferencia cultural” (Lizama:2007:11).
Un pueblo sometido a todas las duras pruebas de
la naturaleza (naturales como las sequías, langostas, epidemias, hambre, como
cuentan los katunes; humanas, como las encomiendas y los servicios personales
durante la colonia), logró mantenerse y permear en las estructuras de poder colonial[25],
pasando con estruendo bélico las propuestas homogeneizadoras de los liberales
del XIX cuando los pactos coloniales fueron devastados por la nuevas élites
gobernantes que lograron su culmen en la época de la Casta divina porfiriana, ha
sido reducido en nuestros días al ámbito comunitario y sin esa “etnicidad
polarizada”, que fuerza a Castañeda (2004:3) a señalar la distinta y dramática
historia de colonización, independencia e incorporación al estado-nación de los
mayas peninsulares, diversa a la historia acontecida en Chiapas, Guatemala y
otros puntos donde resurgiera esta etnicidad polarizada al grito de “Hoy
decimos ¡Basta!”, en 1994. No obstante, a pesar de que dicha polarización
étnica no se visibiliza en la actualidad yucateca, los factores socioeconómicos
–es decir, esas marginaciones lancinantes que hicieron que en 2008 el municipio
sureño de Tahdziú fuera considerado como el “África yucateca”- están más que
presentes en esos espacios comunitarios de autonomía cultural donde el maya de
los tiempos globalitarios, a pesar de su situación de pobreza, reinterpreta al
mundo de sus mayores. El “Hoy decimos ¡Basta!”, y esta es una hipótesis a
comprobar en otro ensayo, tal vez halla empezado a correr silencioso en los
pueblos mayas yucatecos con un nuevo lenguaje de zuyuá. Mientras tanto, la
rueda de los katunes sigue su curso.
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[1]Galeano (2004:33) señala que de todo había entre los indígenas de
América: “astrónomos y caníbales, ingenieros y salvajes de la Edad de Piedra…”,
y que lo único que los diferenciaban de las otras culturas del Viejo Mundo, era
el hecho de que las culturas americanas no conocían el hierro, el arado y la
rueda (lógico, por el hecho de que no tenían animales de tiro), ni el vidrio y
la pólvora.
[2]“A lo largo de cinco siglos –señala Alicia M. Barabás- han variado
los contenidos significativos del concepto indio o indígena, que suplantó al de
bárbaro en América. El imaginario sobre el indio, así como la práctica para
‘civilizarlo’, ha cambiado desde la conocida polémica entre el dominico
Bartolomé de Las Casas y el jurista Juan Ginés de Sepúlveda en la que se
cuestionó si la condición del indio era salvaje o humana, o si se debía asumir
el concepto de indio construido por el indigenismo de Estado. No obstante, la existencia
actual de múltiples preconceptos y comportamientos discriminatorios hace
sospechar que el imaginario del indio como bárbaro no ha desaparecido, sino que
constituye un componente estructural del racismo” (Barabás, 2000: 9-20).
[3] La expansión de la propiedad privada en 1840, el socavamiento de la
élite indígena (batabilados) como producto de las reformas liberales, y la
violencia política ejercida directamente a los batabes por los grupos
hegemónicos empantanados en los trastornos políticos de la época (ejemplo, la
masacre de Tabi de 1847) (Rugeley,1997:211-212).
[4] Y aún éstas, al inicio de las empresas coloniales en Yucatán,
permitieron la esclavitud de los indígenas. Sierra O’Reilly ha resaltado una
cláusula de la capitulación del Adelantado Montejo, cedida por Carlos V el 8 de
diciembre de 1526: “Otro sí, os doy licencia y facultad a vos y a los dichos
pobladores, para que a los indios que fueren rebeldes, siendo amonestados y
requeridos, los podais tomar por esclavos…” (Sierra: 1994:106).
[5] La diversidad cultural es una constante en casi todas las
historias humanas. Restall, en el caso de la “mayanidad”, ha indicado “como
la evidencia del periodo colonial refuta el supuesto común de que en siglos
anteriores los mayas compartían un sentido de identidad común” (Restall,
2004:34).
[6] En efecto, en 1546, una vez fundada Mérida, Campeche y Valladolid;
y cuando después de veinte años de bélicos trabajos de los hispanos, al fin
despuntaba una paz octaviana en toda la península, rumores de levantamiento
indígena nacidos en tierras de los Cupules (al oriente de la península, con
epicentro en Chemax) corrieron como pólvora en la villa de Campeche, lugar a
donde los conquistadores, radicados en Mérida y Valladolid, habían acudido a
rendirle apologéticos ditirambos al viejo Adelantado Francisco de Montejo,
recién desembarcado del puerto de Campeche posterior a su malogrado gobierno en
tierras de Honduras, y dispuesto, ahora sí, a cosechar el fruto de sus afanes
de armas. Un chasco se llevó el cansado conquistador cuando supo que “los
indios orientales se habían sublevado”, con varios españoles inmolados y,
literalmente, descorazonados. Ancona refiere que esta tierra de Yucatán parecía
ser fatal para el anciano gobernador, pues los mayas, a quienes se habían sujetado
durante su ausencia, “volvían á empuñar las armas en el momento en que volvía á
pisar las playas de la península”. Para tranquilidad de Montejo, esta vez sus
determinaciones, tomadas con rapidez, apoyado en el brazo joven de su sobrino,
cortó de inicio la rebelión en el cerco que los indígenas habían puesto a
Valladolid. No es necesario decir que esta rebelión del XVI no fue la última,
pero sí el comienzo del dominio y sojuzgamiento indígena en la península.
Ancona cuenta que, en el sitio de Valladolid efectuado por los indígenas, éstos
“Empeñáronse (en) batallas todavía más reñidas que las de la conquista, porque
los indios se habían adiestrado mucho en el funesto arte de la guerra, tras
veinte años de lucha”, ya que claramente comprendían “que si en esta
insurrección no recobraban su independencia, les sería ya imposible recobrarla
en adelante”. Con estoica indiferencia, al ver el amontonamiento de cadáveres
de sus compatriotas regados por las armas castellanas, los indios “no cesaban
de enviar correos hasta á los pueblos más distantes de la península, para que
viniesen a ayudarlos en este último esfuerzo de patriotismo” (Ancona, 1978:
32-35).
[7] Véase Loret de Mola: 2004.
[8] El ejemplo ominoso: el genocidio de los Pacheco en Uaymil-Chetumal.
Cientos de mayas fueron muertos a garrotazos, arrojados a los lagos con pesos
atados a sus cuerpos para que se hundieran, despedazados por hambrientos
mastines de guerra, mutilados cortándoles las manos, orejas y narices. Los
crímenes de estos “lobos y tigres y leones crudelísimos de muchos días
hambrientos” (Las Casas dixit), tuvo efectos desastrosos en Uaymil-Chetumal:
zonas densamente pobladas, se convirtieron en desiertos (Chamberlain: 1974).
[9] Prolongada hasta finales
del XVIII cuando ya había sido abolida en otros puntos de la Nueva España, la
encomienda yucateca llegó a comprender el 90% de las comunidades y pueblos
(Bartolomé, 1992: 95).
[10] Véase Solís y Peniche: 1996.
[11] Bracamonte y Sosa, et al: 1996: 68).
[12] Bartolomé, óp.cit: 71.
[13] Ibidem: 95-10.
[14] Bracamonte y Sosa, 1994: 86.
[15] Podría decirse que no baldíos, y sí “imaginarios vacíos indígenas”,
pues, como bien establece Macías Zapata: el vacío es aquella representación
característica tanto de la época colonial como del siglo XX, cuando el Estado
nacional prescinde de la sociedad preexistente en cierta región, o se recurre a
negar la existencia de la población en términos demográficos (Macías, 2004:28).
[16] En efecto, a inicios del siglo XVIII, asciende al trono español la
dinastía borbónica. Ilustrada en su concepción de la organización política y
administrativa de sus dominios, tenía las intenciones de modernizar la economía
de sus colonias y recuperar para la Corona el poder adquirido por las
corporaciones –iglesia, cabildos y órdenes religiosas. Desde esa concepción
ilustrada, el sistema político y administrativo de Yucatán –con existencia aún
de encomiendas y servidumbre personal indígena- resultaba una rémora para el
desarrollo provincial de la provincia. Las reformas borbónicas a lo largo del
siglo XVIII (las restricciones de los servicios personales indígenas en 1731,
la liberación del comercio en 1770, la incautación en 1777 para la Corona de
las cajas de comunidad indígena, la venta en 1780 de las estancias de cofradía
por parte del obispo Piña y Mazo dándole el dinero al censo, la incautación
para la Corona de las encomiendas yucatecas en 1785, medida que no suprimió en
nada el tributo fijo de ocho reales anuales que los mayas seguían entregando,
ahora a la Real Hacienda; además de las Ordenanzas de intendentes de 1786)
tuvieron efectos parciales en su afán de liberal de sus cargas a los mayas: Si
bien las medidas adoptadas fueron ampliamente combatida por los españoles
(Quezada, 2001:92-97) –a los que el obispo Gómez de Parada cuestionó su necedad,
ya que pensaban que “por sólo ser españoles, o en todo o en parte, les debían
natural servir los indios”, y clarificaba el asunto de la pretendida “pereza”
de los indios: los flojos, los verdaderamente perezosos, eran los propios
españoles-, repercutió también en los mecanismos de sobrevivencia colectiva de
los pueblos (pérdida de parte de sus tierras, estancias de cofradías, cajas
comunales) y fue una afrenta a la organización religiosa en torno al
cristianismo indígena (Bracamonte, 1994, p. 89.).
[17] Bartolomé, Ibid, p.103.
[18] Pierre Clastres (1987:34) entiende al etnocidio como “la
destrucción sistemática de los modos de vida y pensamiento de gente diferente a
quien lleva a cabo la destrucción”. Con esta definición de etnocidio, factible
es catalogar a Landa como tal, aunque su Relación absuelve de algún modo
sus “pecados” etnocéntricos.
[19] Gonzalo Aguirre Beltrán (1992:21-28), antropólogo indigenista,
denominó a las distintas políticas indigenistas, o fases de la política de los
grupos hegemónicos hacia los pueblos indios, en los términos de segregación
(colonial), incorporación (siglo XIX) e integración (siglo XX) respectivamente.
[20] Para Bracamonte y Sosa (2001:20), la fuga y rebelión de los mayas
yucatecos son formas de resistencia activa, dos de las muchas manifestaciones
de rechazo a la colonización, una actitud clara que nos explica lo inconcluso
de la conquista. La evasión india “hacia la zona que durante casi dos siglos
permaneció fuera del control de los españoles, tuvo grandes implicaciones en la
vida de la provincia porque creó una región que procuró a los mayas yucatecos
el refugio contra la explotación y el entorno en el cual podían expresar su
cultura de una manera abierta, en donde destacan las manifestaciones de su
religiosidad”.
[21] “Las rebeliones indígenas de Chiapas, Guatemala y la península de
Yucatán constituyen ejemplos de lo que Anthony Wallace ha denominado
‘movimientos de revitalización’: es decir ‘esfuerzos deliberados, organizados y
conscientes por parte de los miembros de una sociedad para construir una
cultura más satisfactoria…’” (Bricker, óp. cit., p. 25.).
[22] Sobre los movimientos anticoloniales mayas, ver Bartolomé, op.cit:151-189.
[23] Los estudiosos del Movimiento Indígena fechan las luchas políticas
de los pueblos originarios a finales de los 60, 70 y 80 (Declaración de
Barbados I, II y III, de los años 1971, 1979 y 1994), época en que la
conciencia étnica cobró visibilidad y fue positivamente revalorada por los
grupos indígenas, pero considero que esas luchas inician desde el día siguiente
en que Colón arribara por vez primera a costas americanas.
[24] En el caso de Yucatán, cf. Bracamonte y Lizama: 2003.
[25] Tanto logró permear, que las nuevas formas de organización social diseñadas por el pacto colonial de los
mayas con los colonizadores, basaron sus acciones, dentro de los pueblos, de un
grupo de notables indígenas conocidos como el Consejo de chuntanes. El batab,
el cabildo, cofradías y los maestros de doctrina, instancias del poder formal
de la república de indios, “respondían ante esa especie de gran jurado que se
erguía a la vez como un gobierno corporativo y como el elector para la
ocupación de puestos” (Bracamonte y Solís, 1996:109-110).
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