Mapa Corográfico de la Provincia de Yucatán que comprende desde la Laguna de Términos en el seno mexicano, hasta la de Zapotillos en el Golfo de Honduras. Colección Orozco y Berra, 1814.
Yucatán
es una tierra la de menos tierra que yo he visto, porque toda ella es una viva
isla[1]
He
tenido la suerte de nacer en una laja plana con pocas anfractuosidades del
terreno como la Sierrita Puuc. Creo que soy dueño de una cultura
crecida bajo el fúlgido sol del trópico peninsular, traspasado por las
leyendas, las consejas y las ideas históricas del Gran Yucatán. Sí, he escrito
el Gran Yucatán y no el solitario Yucatán. En un conversatorio con el historiador
guatemalteco Arturo Taracena, me acuerdo que este señero historiador, además de
dar la relación de las cartografías y los mapas de Yucatán a través de la
historia, dedicó unas palabras a hablarnos del Gran Yucatán, ese extenso,
deseable y posible país que abarca una gran extensión de tierra, cuyos linderos
ya Diego de Landa lo había acotado en su Relación:
Que Yucatán, a la parte del medio día, tiene los ríos Taiza y las sierras de Lacandón, y que entre mediodía y poniente cae la provincia de Chiapa,…que al poniente está Xicalango y Tabasco, que son una misma provincia. Que al norte tiene la isla de Cuba…[y]…al oriente tiene a Honduras.
Y
esta idea del Gran Yucatán, y una posible investigación histórica que
justifique la separación definitiva de la Península de Yucatán del resto de la
nación mexicana, se debe, sobre todo, al horror producido en la conciencia del
yucateco ante los crímenes de estado de una sociedad todavía con visos de
antropofagia – herederos directos de los caníbales que fueron sus antepasados
aztecas y chichimecas-, como es la generalidad de los estados del país de las
matazones colectivas llamado México, el país de las narco fosas. Como yucateco
de rancia tradición, yo no me reconozco ante la vergüenza y rabia que muchos mexicanos
sienten por los crímenes de lesa humanidad de Tlataya, San Fernando, ABC, Aguas
Blancas y, ahora, el horror de Ayotzinapa. Y tan no me reconozco por la simple
razón de que esas barbaries no suceden en Yucatán.
La
precisión geográfica se hace necesaria para decir que Ayotzinapa no está en
Yucatán, está en Guerrero. Así de simple. Recientemente, para el día de
muertos, en la plaza grande del centro de Mérida se efectuó una manifestación
de un reducido grupo de meridanos, en apoyo a los esclarecimientos de los
hechos ocurridos en ese hoyo negro del país mexicano llamado Guerrero. Y en el
mismo acto, algunas voces disconformes contra los manifestantes señalaron su
disenso sobre sus acciones. Correctamente, decían: “No creo que el gobierno de
Yucatán haya secuestrado a esta gente, o sea, nada más vienen a interrumpir la
paz del pueblo yucateco, acá no está pasando nada, acá somos un pueblo de paz…”
Por supuesto que defiendo el derecho inalienable de los meridanos a manifestar
su inconformidad contra las manifestaciones a favor de Ayotzinapa, esto es tan
válido como las manifestaciones a favor del esclarecimiento de los 43
desaparecidos de Ayotzinapa. Esto, está demás el decirlo, no es una
justificación de la barbarie, es solamente recordar que en Yucatán no se
cometen este tipo de barbaries. Desde 1933, año de la matanza política de
Opichén a manos de las gavillas “socialistas” del gobernador de origen negro,
Bartolomé García Correa, la normalidad yucateca no fue el reguero de sangre en
que otros estados del país han estado incrustados por cultura y sociabilidad
violenta. Ayotzinapa no es Yucatán, así como Auschwitz no esencializa la
Alemania completa.
Alguien
me ha comentado, que esas manifestaciones a favor de los esclarecimientos de
Ayotzinapa (¿y por qué sólo Ayotzinapa, por qué no también se pide el
esclarecimiento de Tlatlaya, Aguas Blancas, San Fernando, y se pide por la
liberación de los presos políticos y luchadores sociales?), son un síntoma de
la “sensibilidad humana”. Desde luego que no niego esa sensibilidad ante la
tragedia que sufre la sociedad del México caníbal, pero mi idea no va, y no
tiene por objeto banalizar la barbarie, sino el señalar por qué esas cosas no
ocurren en Yucatán. En Yucatán, de 2008 a 2014, salvo los 12 descabezados de Chichí
Suárez (y ni eso, pues se barajea la hipótesis de que los descabezados no eran
de origen yucateco sino de los estados bárbaros de México), no hemos tenido
matazones, descuartizamientos, feminicidios como Ciudad Juárez, Edomex,
Morelos, y no hemos visto colgados de puentes los cadáveres de la vergüenza del
México caníbal, y en todo nuestro estado, incluso en Quintana Roo y Campeche,
se cansarán de buscar y no encontrar, ninguna narcofosa. Yucatán está limpio de
narcofosas.
Pues
bien, nuestra paz, esa paz y esa concordia y esa seguridad que podemos ver
caminando en las calles de Mérida a altas horas de la noche sin temor a los
asaltos, a las matazones o a las balaceras, corre peligro. Y es que el efecto
cucaracha de los estados bárbaros puede llegar a nosotros. Los yucatecos no
debemos permitir una descomposición social y la violencia creciente de otros
estados bárbaros del país. Me parece que desde distintos niveles -académicos,
de la sociedad civil, familiares, políticos, empresariales- debemos crear y fomentar
los mecanismos de unión social desde la raíz social de los problemas. El
derecho a vivir en paz y en concordia, nos ha costado mucho, y lo digo como
historiador de la violencia posterior a 1850 traída por la malhadada Guerra de
Castas. Nuestra única riqueza, aparte la gran cultura que nos sostiene como
cuasi país (estoy a favor del separatismo yucateco), es nuestro carácter
yucateco que nos singulariza del carácter de la violencia cerril, la matonería
y la "normalidad" de los estados bárbaros de ese país no menos
bárbaro y sanguinario llamado México.
Y
esta idea de la singularidad yucateca frente a los otros estados bárbaros, me
trajo a la mente la idea del tan antiguo separatismo yucateco. En el siglo XIX,
si no fuera por la maldita Guerra de Castas y su secuela de violencia
prehispánica, a un paso estuvimos de consolidar la independencia del Gran
Yucatán. Mi próximo proyecto investigativo, al cual dedicaré, sino es que me
matan antes los bárbaros, un lustro aproximado, es trabajar a fondo sobre
el separatismo yucateco, con el fin de dar un bosquejo de los afanes de una
miríada de yucatecos que en algún momento vieron a Yucatán como un país muy
distinto al centro del bárbaro país llamado México.
Terminada una tesis doctoral que no he tenido la oportunidad de finiquitar,
dejaré la historia agraria y social para meterme en la historia cultural o de
las ideas, y trabajar la idea del separatismo yucateco, que no necesariamente
se inicia con don Rubio Mañé, sino que, como lo ha visto con perspicacia el
doctor Taracena, tiene sus antecedentes en la idea de nación construida por
Justo Sierra O’Reilly y su grupo, pero que arguyo que la yucateneidad se fue
moldeando en los tres siglos de colonia.
Mi texto, además, no será solamente teórico, sino que tenderá a una rama
broncística de la historia “aplicada” para posteriormente asentar las bases
teóricas de una posible nacionalidad autónoma yucateca con su ciudadanía
pertinente. No sé si bordearé el filo del fascismo (justificaré de por qué es
necesario la ingeniería social y la colonización de elementos idóneos y no
bárbaros a Yucatán, expulsando a los que se deban expulsar), pero intentaré
hacer, con una investigación radical, una justificación histórica, política,
cultural y hasta literaria, de por qué los yucatecos, como gran familia que
somos, debemos independizarnos de la barbarie mexicana.
Mi proyecto tal vez abarque más de cinco siglos, y la idea que los primeros
conquistadores tenían del Gran Yucatán –en el sentido de que era isla y no
península-, servirá como brújula investigativa pertinente. Tan diferentes somos
los yucatecos del resto de México, no sólo en los alimentos, el lenguaje, las
relaciones de pareja, el clima, la etnicidad, los hábitos sociales; y dueños de
una cultura única crecida en la almáciga del mestizaje creador, y sin qué
decir que nuestra singularidad cultural se presenta hasta en la misma
sensibilidad y las creencias prehispánicas tanto de indios, blancos o mestizos,
que doy por hecho que el yucateco es una isla que en un momento del decurso
histórico comenzó a alejarse del continente mexicano más y más. Como dije
alguna vez, todo yucateco es una isla, y no hay puente ni barco que nos una con
cualquier continente en las lejanías posibles. Es necesario,
urgente, retomar esa sana insularidad.
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