El meridano es un ser pasivo hasta en la somnolencia. 1.- El meridano no respeta los semáforos o es posible que sufra de un crónico daltonismo sin haberse percatado. 2.- Todo meridano es un gay en potencia, pero eso no es lo más grave de su ser. 3.- El meridano no es ecologista, no distingue entre un simple pedazo de madera y una bolsa de nylon. 4.- Todo meridano que ponga en la mesa de la plática su hispanismo trasnochado, es un cerdo racista con una fijeza secular de que un hijo de Cecilio Chi o Jacinto Pat le de por el culo hasta la saciedad. 5.- Justo Sierra O’Reilly, Manuel Crescencio Rejón, Joaquín Bestard, Alfredo Barrera Vázquez, Felipe Carrillo Puerto y hasta el propio don Víctor Cervera Pacheco, tienen algo en común, aparte de su sobrada inteligencia y de que han sido pilares de la sociedad yucateca, y es que ninguno de ellos nació en Mérida. 6.- Y por último, para acabar esta diatriba, diré que Mérida, esa magnífica y bella ciudad, no se merece al 50% de sus pobladores.
En Pierre Menard, autor del Quijote, Borges dice que la historia "no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió".
miércoles, 15 de agosto de 2012
La condición meridana
Antes consideraba que la condición más abyecta del ser peninsular, era la condición chetumaleña, pero me equivoqué. Ahora estoy convencido, y nadie me sacará esa idea, que la condición más abyecta del ser peninsular, es la condición meridana...Arguyo que un meridano (sin distinción étnica o de clase) es un intento de humanidad peninsular cuya única consigna es restregar su caradura flemática con ruidos ensordecedores: ruido, ruido y más ruido, el ruido es el traje de luces que se pone todos los días el meridano. Mientras más ruido hay en el ambiente, el meridano se siente a sus anchas, destroza el lenguaje de Cervantes con su vozarrón estentóreo, y proclama su segura felicidad al son de los decibelios destripados.
Hay algo siniestro en ello, en esa mezcla de provincianismo católico amplificado por un jarabe cerverapachequista autoritario con el cual el meridano ha crecido: entre ruidos del campanario de la Catedral meridana, y las bocinas de la Casa del Pueblo de la calle 65, el meridano ha descubierto su mundo...
Sin duda, la socialización primaria del meridano lo hace proclive a dos cosas: La primera es a creer que los bárbaros son los otros, los del “interior del estado”, cuando en realidad la barbarie es cuestión de tener el ojo avizor para comprobar mi aserción: la barbarie, la única barbarie peninsular, es observar a un meridano caminar tranquilamente por las calles sucias, polvosas y ruidosas del centro de Mérida. Entre las inmundicias y cacofonías que destilan los otros meridanos y los microbuses y las chácharas de los vendedores ambulantes, el meridano camina al compás de su salvajismo refinado. Porque él, el meridano, es el centro y ombligo de su universo paleolítico.
La otra posible manera en que pudiera desembocar esta condición abyecta del ser peninsular, es la de un tartufismo cosmológico, la de una moralina o doble moralidad: el meridano lanza la maldición, y al mismo tiempo cae en el excremento de su odio o repulsa; el meridano hecha pestes contra los maricones, y al mismo tiempo hace teorías sobre ellos. El meridano dice que no es prejuicioso, pero al mismo tiempo es un dechado de pensamientos decimonónicos, por no decir coloniales.
A continuación, enlisto brevemente algunos apuntes que he logrado observar en mis incursiones por la jungla del universo paleolítico de los meridanos:
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