domingo, 27 de abril de 2014

EL DUCE CAPUCHINO SAVARINO, O DE LA REACTUALIZACIÓN DE LA DERECHA HISTORIOGRÁFICA EN YUCATÁN

Vean lo que piensa, dice y escribe, uno de la orden capuchina, el duce Franco Savarino, un fascistoide que ha hecho la apología de la hacienda henequenera –“países de jauja”, tal es lo que he concluido después de leer detenidamente sus descripciones de esa aberración de la codicia meridana que fueron las haciendas henequeneras- en su mamotreto Pueblos y nacionalismo, del régimen oligárquico a la sociedad de masas en Yucatán, 1894-1925, que muchos han pensado que es un “corte de caja” de finales del siglo XIX y comienzos del XX yucateco, pero que yo ya hasta dudo de su profundidad, y sin qué decir de su acomodamiento a la mitra y al "molinismo" historiográfico.
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Un católico protestantefóbico y un reactualizador de las ideas de la historiografía yucateca derechistas como sus Gamboa Ricalde, sus Hugo Sol, sus Mena Brito y las cartas pastorales de sus bien cebados obispos. Un anti maderista apologista del régimen homicida de Victoriano Huerta (véase Pueblos y nacionalismo…pp. 330-331); un hombre que no cree en la historia oral de los campesinos mayas cuando habla de la infame época de la esclavitud (Ibidem., p. 346), pero que se refociló en hablar de los que quemaron a su Cristo de las Ampollas en septiembre de 1915 (no narra el fervoroso italiano, el episodio de la quema comenzada por Diego Rendón, aquel Rendón que inundó la historia de la península cuando gritó a una muchedumbre que lo secundaba en el saqueo: “¡Si un Diego de Landa quemó los ídolos de los indios, otro Diego quemará hoy los ídolos de los fanáticos católicos!”), llamándolos como simples “chusmas ‘revolucionarias’”.
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En fin, un hombre que, en medio de toda la crítica que le pudo endilgar a la “revolución desde fuera” alvaradista, llamándola “invasión” al más puro clásico estilo de un “soberanista” defensor del status quo de la oligarquía yucateca, diciendo que se trataba de un Estado militarista y que iba directo al “totalitarismo”, hizo de tripas corazón para apuntar que el 36.2% del presupuesto del gobierno de Alvarado, en 1915-1917, se fue para instrucción pública. En fin, un defensor del catolicismo y de su ideología adoctrinante, pero que criticaba que esa misma educación alvaradista, y posteriormente socialista, hizo más que en 100 años atrás, en reducir el índice indignante de analfabetismo que los hacendados que tenían a Yucatán en un “país de jauja”, habían establecido a base de explotación al campesino. En fin, ahora, el reactualizador de las tesis derechistas de los Gamboa Ricalde, de los Hugo Sol, de los Carrillo y Ancona y de los mitrados, al hablar del indigenismo carrilloportista, negaba hasta que la cultura del campesino maya era en verdad una forja de ellos (Sierra O’Reilly, a mediados del siglo XIX, tenía ideas similares del duce italiano de finales del siglo XX). Decía el reactualizador de la historiografía de la derecha yucateca –“revisionista”, dice ser-, lo siguiente:
Entre los campesinos mayas sobrevivía un lejano eco de la civilización prehispánica, alterada por las leyendas y revivida durante los desplazamientos en la selva, en donde los campesinos literalmente tropezaban con ruinas mayas. Sin embargo, la cultura campesina se había formado durante la Colonia, y estaba impregnada de catolicismo, aunque sui generis. En pocas palabras, la cultura campesina era en parte de origen europeo, con la excepción del idioma, los nombres, los topónimos, la alimentación y elementos del parentesco, del ritual y de la cosmovisión (p. 49).
No entiendo qué quería decir el duce capuchino Savarino con esa chorrada indigesta. Y me pregunto, ¿acaso conoció el duce Savarino, en su proceso de investigación, a un campesino solo?, ¿supo diferenciar entre las subregiones de la península a esa, al parecer, homogénea cultura que, salvo el 95 por ciento de ella, de origen maya, es netamente europea? Si al idioma, a la toponimia, a la alimentación, al parentesco, al ritual y a la cosmovisión no se le puede poner como elementos fundamentales de una cultura, no sé a qué elemento cultural se refiere Savarino para designar a la cultura de los campesinos mayas como predominantemente europea. Insisto, ¿cómo es que la analfabeta España pudo hacer mella en el núcleo duro de una sociedad que vivió buena parte de la Colonia, autónoma de los elementos culturales de unos cuantos analfabetos y parásitos españoles?
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jueves, 24 de abril de 2014

RECUERDOS DEL CORAZÓN DE LA MONTAÑA

Se acabó el tiempo de la montaña. / Se acabó el tiempo del chiclero. / Se acabó el tiempo del zapote. / Se acabó el tiempo de la resina del zapote, / se acabó el tiempo de la sangre blanca. / Se acabó.
Ana Patricia Martínez Huchim, es una escritora nacida en Tizimín, Yucatán, que escribe en lengua maya, pero que traduce al español, lo más fiel posible, ese mundo de la oralidad que ha podido rescatar como antropóloga de formación que es (y la palabra “rescate” significa mucho en un “mundo desbocado”, donde las antiguas oralidades van siendo destrozadas por una modernidad, o “sobremodernidad” desmemoriada). Sin embargo, ella no es una simple antropóloga. Es una escritora, y más que escritora, es una poeta cuya sensibilidad elegiaca se remonta a aquellos primeros poetas que cantaron los presagios y los recuerdos del mundo que desaparecía con el contacto indoeuropeo.

Para diciembre de 2013 me compré, en la Feria Municipal del libro de Mérida, un libro de Martínez Huchim sobre el chicle que más me ha encantado leer: Uk’a’ajsajil u’ts’u noj k’áax, que fue traducido como Recuerdos del corazón de la montaña. En la solapa de ese libro, se señala que Martínez Huchim, además de ser autora de libros de cuentos, ha participado en trabajos académicos sobre la “etnoliteratura”.

Creyendo fervorosamente que las etiquetas de antropólogos o “etnolingüistas” sin imaginación demeritan las valías de las literaturas orales y los trabajos de creación posterior (es decir, hablo del cedazo del escritor a la hora de la redacción), y en el entendido de que toda literatura, sea de “molde” o de “habla”, es literatura oral, me pareció que el trabajo Recuerdos del corazón de la montaña no se puede reducir a burda “etnoliteratura”, a pesar de que Ana Patricia señala en su introducción que se basó en la historia de una mujer que fue cocinera en “los tiempos de la chiclería”, y nacida en un pueblo “al oriente de Yucatán”. Es cierto, Recuerdos del corazón de la montaña es la vida de una cocinera, xTuux, o la “de los hoyuelos”, es la narración de sus recuerdos de cuando iba a la chiclería, a “la Montaña”, pero no es solamente eso: es la recreación literaria –que no ficcional- donde la autora no se confina al simple narrar de las anécdotas, sino que compone los recuerdos a base de ejercer el oficio literario de una poeta a las que las metáforas les salen al camino con una vestimenta sencilla, y podría decir que hasta levitando.

En un ensayo ya lejano sobre la literatura e historia oral respecto a los chicleros, Luz del Carmen Vallarta Vélez señaló el disenso o diferencia que había entre las literaturas “de imprenta” hechas por literatos y escritores urbanos como Luis Rosado Vega, Moisés Sainz, Beteta y otros (pienso en Rafael Bernal con su libro Caribal, el cual no trata Vallarta Vélez); y los recuerdos que los antiguos chicleros de Chetumal sentían por esa etapa del México cardenista: mientras que trabajos como Poema de la selva trágica denostaban y execraban la vida en “la montaña”, y estereotipaban al chiclero como un semi salvaje; los recuerdos de los antiguos chicleros y familias chicleras, veían a esa etapa como una de las más felices en su vida, una etapa plena de recuerdos. En mis entrevistas que he realizado a ex chicleros centenarios, coincide estas apreciaciones de la fenecida antropóloga, Vallarta Vélez:
Igual que otros autores de la época como Moisés Sáenz y Ramón Beteta, escribe Rosado Vega sobre la selva y la extracción del chicle y la madera desde el punto de vista de hombres con una cultura urbana. Juzgan la vida cotidiana en la selva desde sus parámetros de bienestar y comodidad. Para cualquiera que ha crecido rodeado de asfalto, la experiencia en este medio ambiente natural puede ser terrorífica.
Esta interpretación literaria de la vida en la Montaña, signada por la visión urbana donde se denostaban los peligros de la selva plagada de paludismo, de la mosca chiclera, de las asechanzas del jaguar, de las posibles picaduras de la nauyaca o la “barba amarilla"; por el contrario, en los relatos contados a Vallarta Vélez entraban de un modo distinto: eran los azares a los que se exponía el chiclero, cierto, pero también eran “compañeros” del solitario chiclero en su vagabundeo por la Montaña. Los recuerdos de los chicleros que yo entrevisté, no están teñidos de la barbarie que se puede leer en los reportes oficiales de las distintas expediciones científicas a Quintana Roo durante la primera mitad del siglo XX, o de los trabajos literarios de Rosado Vega, et al. Cierto que la barbarie explotadora fue un hecho comprobado en innumerables señalizaciones que se pueden encontrar en los archivos, pero en los recuerdos de chicleros o cocineras entraba de un modo distinto, podría decirse que hasta evocativo de una vida plena y feliz, de cuando el chiclero podía subirse a los zapotales, y sus brazos eran fuertes y podía ir a “tirar” y escuchar los bramidos del jaguar y cantar en el “jato” y plagar el mundo de la Montaña con sus dioses que llevaba a cuestas.

Ana Patricia Martínez Huchim no entra a esa categoría “urbana” de concebir el “tiempo del chicle”, como un tiempo “trágico”. Al contrario, ella asume el papel de poeta dado por los recuerdos de esa octogenaria madre, de esa abuela espiritual apodada xTuux de los que en algún momento nos hemos interesado por la etapa del chicle que recorrieron los pueblos como Peto, Tzucacab, Chemax, Valladolid o Tizimín. Asume el papel de poeta, para volver a cantar al viejo zapote, a ese árbol sangrante de los chicleros:
El Señor del corazón de la montaña/ Es el tronco del linaje de Junkúul Ya’./ Noj K’áax es su nombre. Y es el asiento de la cepa de “Los del chicle”. / El árbol de zapote es su árbol. / El zapote es su fruto. / La resina del zapote rojo es su escasez. / La resina del zapote blanco es su medida. / La resina del zapote morado es su abundancia. / La blanca resina es su sangre. /
El Noj K’áax, para el chiclero, canta Martínez Huchim, es “Abuela, / madre, / hermana mayor, / hermana menor, / gemela, amiga”.
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Tres cantos comienzan este libro bilingüe (trabajo únicamente la sección en español): El canto del corazón la montaña, el canto del zapote, que ya transcribí algunas partes; y el canto del chiclero. En todos estos versos, como he dicho antes, hay una hondura literaria que se remota a lo mejor de la literatura yucateca. Por su frugalidad y ática actitud poética, los cantos tienen elementos “ermilianos”, “medizbolianos”, pero sus raíces son netamente de la poesía cotidiana del milpero, del chiclero, o de los viejos que recuerdan sentados en la plaza principal de los pueblos de Yucatán, o de las abuelas que enseñan la vida sentadas frente al fogón, que seguramente Martínez Huchim ha escuchado en más de una ocasión.

Siendo una poeta, los nueve cuentos que siguen posterior al preludio de los cantos, son dominados por una mujer que narra su vida a la escritora: “En el cabo del pueblo, por el rumbo del abandonado pozo público, vivía la octogenaria doña xTuux, ex cocinera de los chicleros”. En la casa de bajareques, en el solar de la vieja xTuux, un zapote vetusto “amparaba a la casa y a la senil mujer”. No sabemos su nombre, ella ya no recuerda cual es, se llama xTuux porque así fue bautizada por un amor mezquino e infiel; espera el final “sumida en lo más hondo” de su hamaca, con la carga de sus cuatro veintenas de años augurados por el pájaro xpu’ujuy (tapacaminos); es afilada de palabras, y dura de carácter porque “se rajó el cuero en la montaña” para crecer a la parentela, y a un hijo apodado Muuts, que no nació de su vientre pero que fue su hijo desde que la joven xTuux lo adoptara y lo llevara consigo a la Montaña. Martínez Huchim, a lo largo de los nueve cuentos, toca a este elemento principal de todo hato chiclero: la cocinera, una mujer igual de importante que el capataz para la buena administración del “jato”. En la cocinera descansaban las interminables faenas cotidianas de dar de comer a 15 o 20 chicleros, con la “montaña de masa” para hacer tortillas que no acababan. A pesar de que Recuerdos del corazón de la montaña está enfocado a la vida de esta inolvidable cocinera, Martínez Huchim tiene frases y metáforas preciosas para describir las trashumancias y trabajos de los gambusinos de la selva que fueron los chicleros. Apunto algunas:
“Plaga de langostas en busca de hojas de elotes, la caravana de chicleros marchaba en busca de zapotales al corazón de la montaña”.

“Recordó entonces que los chicleros no pedían permiso a nadie para servirse de los beneficios del zapote como reverentemente el campesino de su sueño lo solicitaba a los Señores del Monte. En la montaña eran peor que animales: agarraban mata para sangrar y ya, ¡qué rezos ni qué nada!”
“Pájaro carpintero escarbando gusanos de los árboles, así, con gran esfuerzo y dedicación, el chiclero iba sacando la resina…”
Martínez Huchim, al narrar la vida de esta ex cocinera octogenaria, tal vez en el mismo lenguaje maya que utiliza, así como en algunas descripciones que hace, entra a una actitud feminista para hacer la crítica de una sociedad rural –la de los pueblos de Yucatán- altamente machista, donde mujeres como xTuux se tuvieron que abrir paso a punta de machete en un contexto donde la violencia hacia la mujer se da hasta en el lenguaje maya mismo. Me explico. En el relato llamado La apacible boa, la autora señala el origen de por qué su protagonista decidió ser cocinera: por una infidelidad del marido llamado “Lol”, que terminó en una separación. Hay un momento en que la protagonista se confronta verbal (y no verbal), mente con la otra mujer. Se gritan palabras como ¡Xyáaxkáakbach! (traducido como reputa) y Xche’k’a’am peel (en el glosario, Martínez Huchim apunta que es un “insulto entre mujeres” y significa “vagina desvirgada”). Al separarse del marido, xTuux toma el machete chiclero de su padre muerto con el que antes “cortoteó” el sombrero y las alpargatas de su infiel esposo. Desde entonces, sin el marido, “el machete chiclero al cinto formó parte del atuendo de xTuux y no se separaba de él ni cuando dormía”. No necesito decir que el machete es un símbolo fálico preciso, pero también es un símbolo con el cual la protagonista asume su nueva condición de mujer libre. La opción que le quedaba a xTuul, era, o asumir plenamente una condición de mujer libre que se valía por sí misma, desconocida para el pueblo, o ser la simple “dejada”. Xtuul decidió partir a la montaña, no sin antes responder a las mentalidades de una sociedad patriarcal donde las “dejadas” sólo son vistas como “Pozo público –señala Martínez Huchim- donde cualquiera podía jalar agua”. No sería “pozo público”, a expensas de cualquier borracho que quisiera sacar su “k’aaskep” (utilizando el glosario de Martínez Huchim, significa “pene feo”) de hombre feo para orinar en la albarrada de su casa, pero sí dejaría de ser una “jach mestiza” (en el pueblo de Martínez Huchim y en el mío mismo, las “jach” o verdaderas mestizas, según la conseja, “no usan ropa interior”), al despojarse de la tutela patriarcal de un marido que ejercía la violencia económica:
“-¡Mi Lol, mi Lol! Al volver de cada temporada de chicle, xTuux se compraba ropa y le presumía a las envidiosas: -Lol me hizo jach mestiza ya que nunca me compró ni siquiera ropa interior…decía que no era necesario. En cambio, ahora que me mantengo sola –se levanta el fustán-, hasta calzón caro uso”.
En el hato chiclero, xTuul, la libre, rodeada de chicleros, se volvió “flor del camino”, “venado en clamoreo”, “mariposa al paso de niños”, “paloma al acecho del gavilán”, “libélula en sarteneja de sapos”, “luciérnaga en la oscuridad de la noche”. Palabras, sin duda, duras de Martínez Huchim para referirse a aquellos hombres solos que fueron los chicleros, que en 5 0 6 meses en la Montaña, lo que únicamente deseaban, más que todo, era estar con una mujer “cual perros de hembras en celo”. Sin duda, muchas mujeres cocineras pasaron sin mácula el vivir en la montaña, pero los casos de prostitución no son desconocidos. xTuul contrarrestó las acechanzas de esos “gavilanes”, “sapos” y “tiradores”, de formas curiosas:

“Trabajar en el corazón de la montaña, en campamentos chicleros, no fue una vida fácil: xTuux era merodeada como los cazadores espían al venado. Mantener a distancia a los fulanos era más cansado que moler los tres almudes de nixtamal al día. De ahí tomó la costumbre de wixar [orinar] parada para evitar que los pelafustanes la acecharan. Era un martirio esperar hasta la noche para meterse al monte a defecar, escondida detrás de los árboles, y limpiarse con hojas y palos podridos. Y eso de mantener la vista al suelo y no mirar a nadie directamente a los ojos, para evitar malos entendidos, se le quedó por hábito aunque no estuviera en la montaña.”
El libro termina con los gritos del Xpu’ujuy dando brinquitos en el zapote de la casa de la vieja ex cocinera. Ella, levantándose de su deshilachada hamaca, se fue a ver al pájaro que le hablaba. Y parada frente al zapote, se adhirió a el la vieja xTuux, y recordó su vida, y recordó a sus hombres del corazón de la montaña. Una vez, en Peto, alguien me contaría del último suspiro de otro chiclero, que en el momento final de su vida, con más de 80 años a cuestas, tomó sus oxidados espolones y decidió subirse a un zapote que tenía sembrado en su solar. Murió recordando cuando chicleaba, similar al ultimo suspiro de la vieja xTuux abrazada al zapote.

miércoles, 23 de abril de 2014

VENGA USTED, SEÑOR, YO LO ESPERO CON LA MEMORIA DE MI ABUELO

Estoy poniendo en la mochila mi reportera, mi libreta francesa de apuntes, verifico si mi bolígrafo de cuatro colores está en la bolsa de mis pantalones, tomo la cámara y acabo el tercer café de la mañana digerido en ayunas. Estoy despierto desde las 5 de la mañana, transcribiendo datos del último capítulo de una tesis que, remedando a la canción de Daniel Camino Díaz, alias Canseco, fue “forjado en cien años de amor esa historia”. De amor y de jodida angustia y horas nalgas aburridas. Apunto la dirección que me dieron, no sé qué camión tomar para llegar a la Alemán. Le hablo a una amiga, Carmen, y me dice que “donde están las Piñatas, cerca del CIESAS, ahí se toman los que van a la Alemán”.
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Y es que estoy ajetreado porque ahora voy a entrevistar a don Guillermo Baduy Moscoso, nieto del "turco" don Antonio Baduy, uno de los hombres principales que movieron el chicle en los primeros 50 años del siglo XX en la Península. De Antonio Baduy es un caso digno de contarse su historia, vino sin nada a la Península, y a base de puro tesón, labró su destino que crecía a la par que las arrias de mulas cargadas con marquetas de chicle, llegaban a su finca San Antonio Sisbic. Antonio Baduy tenía su residencia en Peto, en la casona principal que está a un lado del edificio porfiriano del centro, donde actualmente hay un colegio preparatoriano que se cae a pedazos, y que ya no recuerda sus épocas mejores. Esa casona, lamentablemente, es todo un gallinero de familias extensas hoy en día, da lástima cruzar ahí y ver a cerdos y cerdas humanas ensebarse todo el día, tirados en la hamaca, y engordando. Antes, era la casa principal de ese hombre que recorrió todo Quintana Roo en busca de la resina del zapote. Don Guillermo me dijo por teléfono:
"Venga usted, señor don Gilberto, mi abuelo me contó todo sobre el chicle y quisiera contársela ahora a usted”.
Y ya me largo, y ya me fui en busca de la memoria del concesionario chiclero Antonio Baduy, antes de que el olvido o la muerte nos agarre para siempre.

domingo, 20 de abril de 2014

IDÓLATRAS PENINSULARES

Esos idólatras fariseos que el jueves y el viernes santo (¿y por qué no existe un miércoles santo? pero a decir verdad, los idólatras que ahora tuestan a su gordo amor en la playa más cercana, en realidad son devotos del San Lunes) se sacan hasta dos pedos de tristeza porque les tiene prohibido su parroquia comer carne roja, y se pasan esos días devorando al pobre pez o matando camarones o zampándose papadzules o, peninsulares caníbales que somos, embutiéndose su brazo de reina. Esos idólatras fariseos, he dicho, que el jueves y viernes santo están en vigilia de carne -algunos hasta ni fornican-, hoy domingo los vemos haciendo colas inmensas, en romería, esperando desde las 5 de la mañana a que salga la cochinita. Hoy, más de uno de estos fariseos comió dos kilos de cochinita, y al momento de hacerlo, los cielos se les abrieron....

jueves, 17 de abril de 2014

LA HISTORIA DE YUCATÁN VISTA DESDE TIERRAS DE MACONDO

A la memoria del fabulador de Aracataca
Una vez dije que todos los que hemos nacido en tierras tórridas, los de los trópicos, somos hijos del fabulador de Aracataca. Si en una parte de un trabajo de tesis que hago, nombro a la etapa del chicle que recorrieron los pueblos del sur de Yucatán (1900-1950) como "la hojarasca chiclera", es porque considero que existen muchas imágenes que antes había leído en las obras de García Márquez: la fiebre del chicle era similar a la fiebre del banano, porque en el pueblo, la hojarasca chiclera:

“En menos de un año arrojó sobre el pueblo los escombros de numerosas catástrofes anteriores a ella misma, esparció en las calles su confusa carga de desperdicios..."

...como las mujeres solas, las máquinas voladoras de un tal Francisco Sarabia, la máquina de hacer hielo y refrescar al necesitado y “hasta los desperdicios del amor triste de las ciudades” llegó al pueblo con la hojarasca chiclera. 

Los turcos se asentarían en el pueblo persiguiendo a los soldados pacificadores de Bravo para venderles a precio de guerra sus buhonerías, y años después llevarían sus mulas en busca de sus marquetas de chicle. La peste del olvido que alguna vez llegaron a tener los macondianos, era similar al paludismo -sus temblores recurrentes hacían olvidar que alguna vez se tuvo salud- que siempre haría estragos a los pueblerinos sureños.

En las novelas de García Márquez, los gitanos volaban con sus esteras por las calles de Macondo. En mi pueblo, los gitanos llegaron hasta finales de 1980, siempre pidiéndoles las manos a los hombres, las gitanas de tetas poderosas para que pudieran leer en ellas con sus miradas de Casandra, o para que untaran de caricias vaporosas, sus ubres capaces de amamantar hasta a un regimiento completo. 

En la novela suprema de Macondo, hay un galeote del siglo XVII comido por la selva, y en las imágenes que tendríamos de los pueblos del sur de Yucatán abandonados por esa larga e interminable guerra de mil días sobre mil días de días apilados que fue la Guerra de Castas, los pueblos que llegarían al siglo XX (Ichmul, Sacalaca, Tihosuco) eran pueblos comidos por la selva donde crecían en las paredes de los templos donde antes estuvieron los santos de la cristiandad, sólo los aluxes de los idólatras y las serpientes de ramones y guayacanes enredadas en el tiempo del ruido de cuando se guerreaba.

Y en cuanto a la historia de Yucatán propiamente, toda ella podría decirse que se lee en clave macondiana: Macondiana resulta desde que Gonzalo Guerrero peleó al lado de los mayas de Chactemal por una patria adoptada y en contra de sus congéneres barbudos; hasta los hombres de empresa como Rodulfo G. Cantón –el que llevó el ferrocarril de la “pacificación” a los eriales polvosos del norte de Peto-, quien como el afiebrado José Arcadio Buendía que buscaba los arcanos con sus astrolabios y brújulas traídas por el gitano Melquiades, vendió su alma y su hacienda para salir de Mérida con una idea fija: haría restallar los pueblos de la Sierra con los pitidos humosos de esa “máquina del progreso” que corría en líneas de acero. Brazos esclavos le ayudaron en la obra.

En Yucatán, como en la historia universal de Macondo, había una guerra que duró 54 años, lapso de tiempo en el que cabrían más de mil guerras de mil días. Caudillos cuyo único motivo era hacer la guerra a Mérida, habían llegado en el otoño de su vida al poder con la única consigna de terminar esa "guerra de mil días". Casi niño, Francisco Cantón, señalado por Joseph y Wells como una especie de Aureliano Buendía de la Península, se batió en los muros de Valladolid para defender su ciudad de las amenazas del “bárbaro”, y ya en el poder, endrogaría las arcas de Yucatán para mandar a sus guardias nacionales –tomados por la leva en los pueblos- para secundar a otro general, Ignacio Bravo, también en el otoño de su vida.

La historia yucateca, repito, se podría leer en clave macondiana, y no me cabe la menor duda de que un futuro reinterpretador del socialismo en Yucatán, que fue arriado por el Dragón Rojo con ojos de jade, Carrillo Puerto, no le caería nada mal zambullirse en la narrativa del fabulador de Aracataca.

miércoles, 16 de abril de 2014

LE ROBARON A SU DIOSA A LA QUE LE CAMBIARON DE SEXO

Tuvieron que venir batallones de soldados para contener los ánimos caldeados de los coatlichaneses, y es que este pueblo del centro de México, cercano a la la gran Tenochtitlan, no quería que se llevaran a su diosa, a la piedra de los Tecomates. El Estado mexicano, el etnocida y etnofágico e indigenista Estado mexicano, al final le importó madres que niños, mujeres, hombres y viejos se subieran hasta en el tráiler, que hicieran vallas humanas para detener el despojo que se les hacía llevándose a su madre, a su abuela y esposa, porque todo eso era la diosa Chalchiuhtlicue. Un nuevo tlatoani institucional, de apellido López Mateos, viendo la resistencia, el alboroto y hasta brotes de violencia, mandó a sus esbirros uniformados a ocupar el pueblo, a ocuparlo. Y la piedra de 160 toneladas, la diosa Chalchiutlicue fue arrancada de sus hijos, la vieja historia de la llorona desde tiempos de la conquista se recreó de nuevo.
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Hace 50 años pasó esto que cuento. Hace 50 años que el Estado mexicano hizo un culturicidio con el pueblo de San Miguel Coatlinchán: le robaron a su diosa Chalchiuhtlicue (los graniceros la extrañan), y para colmo de males, el machismo de antropólogos y otras basuras oficiales, le decidieron cambiarle de sexo a la diosa, ponerle verga y llamarla Tlaloc. Si uno se fija bien cuando llega al Museo de Antropología (donde sólo lo mexica, al parecer, es importante), comprobará que ese Tlaloc tiene falda, tiene tetas, es mujer y no hombre.
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Los graniceros de esa región de San Miguel Coatlinchán, que todavía hablan con los vientos y las nubes gordas de agua, ven hacia la ciudad de México, hacia la gran Tenochtitlan, y pronostican: toda la furia de la diosa algún día caerá sobre esos perros. Ayer, me dicen, pedazos de hielo de hasta un kilo caían sobre los hombres y mujeres de esa ciudad de albañal, de esa ciudad enferma. Los graniceros no mienten, algún día la ciudad de México morirá bajo el agua. Muerte por agua, y ningún Noé tendrá para librarla.

martes, 15 de abril de 2014

LA MISA NEGRA DE EL PADRE CLARENCIO

Maestro Felipe Escalante Tió, ayer, por si no recuerda, me topé con usted donde siempre coinciden los amantes (o amasios, también es valedera esa palabra) de Clío: en un archivo. Estaba usted en la Carlos R. Menéndez cuando recién, minutos antes, había yo comprado en la librería de Sedeculta, que queda a una esquina de la Carlos R., su opera prima llamada –un título feliz siempre da envidia- La misa negra de El Padre Clarencio. Me decía que bien valía la pena desembolsar 150 pesitos por este libro que, estaba seguro, saldría, después de su lectura, con una visión enriquecedora del Porfiriato en Yucatán. No lo compré porque conozco a su autor –una autoridad de la prensa yucateca durante el porfiriato-, sino que lo compré, arriado en mi voluntad, por los recuerdos de aquel artículo suyo que había aparecido en el libro de 2002 que usted fue uno de sus coordinadores: Los Aguafiestas, desafíos a la hegemonía de la élite yucateca. Comprado a un payoobispense de 90 años, en Los aguafiestas... había un artículo que me llamó mucho la atención porque “tenía monitos”. Esa frase fue la que me dijo don Marcelo Cambranis, un payobispense al cual le interesaba mucho la historia, y me recomendó insistentemente que leyera “la que tiene monitos”. Fue así como leí su trabajo “Las pulgas y el maquinista: la prensa satírica yucateca. 1872-1908”. No puedo negar que soy un lector hedonista, que si no me gusta lo que leo, paso a otro libro más interesante, pero ese trabajo suyo de hace años me llamó mucho la atención, y decidí ver si había en las bibliotecas de Chetumal algo más de este historiador llamado Felipe Escalante Tió: el desierto y la telaraña solamente. Este fue mi primer acercamiento con el trabajo del maestro Escalante Tió.
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Me acuerdo la primera vez que lo conocí, cuando nos presentamos los miembros de la primera generación de doctorado en Historia del CIESAS Peninsular (2010-2014). Ahí estaba el maestro Escalante Tió: cuando dijo su nombre, libresco como era, rápidamente se me vino a la mente “Las pulgas y el maquinista”, y decidí acercarme para decirle que gracias por haber escrito ese artículo que “tenía monitos” (Cambranis dixit). Desde entonces, le guardo respeto, y en varios momentos coincidí con el maestro Escalante en los archivos meridanos. Neófito como era, no voy a negar que le pedí consejos de cómo moverme entre las moles de periódicos por el cual el maestro Escalante recorría con rapidez de nadador olímpico. En Guadalajara, en un Segundo Encuentro de Historiadores del CIESAS (septiembre, 2013), algunos compañeros del doctorado fuimos a exponer avances de nuestros trabajos, y en la mesa que coordinaba la doctora Laura Machuca, compartí espacio con el maestro Escalante, que revisitaba, en dos tiempos, “la primera chispa de la Revolución en Yucatán”.
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En la FILEY pasada, la opera prima del maestro, La misa negra de El padre Clarencio, fue presentada por dos escritores yucatecos: el poeta Jorge Cortés Ancona, quien alabó la facilidad expositiva del maestro Escalante Tió, y el también poeta Jorge Álvarez Rendón. Éste último habló de la “rigurosidad académica” de La misa negra, entre otras cosas. Es una lástima que, por cosas ajenas a mi voluntad, no pude estar presente ante un hecho significativo para la nueva historiografía yucateca (creo que la nueva historiografía yucateca se está creando apenas, trabajos como Los hacendados de Yucatán, de Laura Machuca, o La misa negra, son ejemplos de ello).
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Sin embargo, ayer, como decía, me conseguí La misa negra de El Padre Clarencio, y coincidí en la Carlos R… con su autor. Inmediatamente le dije: “maestro, rubríquelo”. La dedicación me pareció una manera más de cómo un espíritu festivo como el de El Padre Clarencio, se presenta de vez en vez en su médium Escalante Tió: “Para el apreciado y vitriólico Gilberto, querido compañero de aventuras en la historia”.
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Esperando ayer a una luna roja que llegó tarde a la cita, me dio insomnio de tanto esperarla maestro Escalante, y decidí acabar la madrugada con la lectura de tu bello libro La misa negra de El Padre Clarencio. Bello, no solamente por su excelente factura, su papel de calidad, su portada que atrae a uno desde que se le ve al jefe del clan real Moliwopposki (Olegario Molina) con el terno de mestiza perseguido por un gorro frigio que parece un gnomo, así como las varias impresiones y caricaturas satíricas que insertas como documento histórico (alejado de la simple "plástica" que señalas) de ese periódico yucateco que no le pide nada a El hijo del Ahuizote ni a los grabados de Posadas, pero que fue magonista desde los primeros momentos y que su creador, un jovencísimo periodista (dices que Escoffié tenía 19 años cuando empezó su faena contra el poder podrido de la oligarquía de los reyezuelos del henequén, sobre todo la de Molina y sus achichincles y chalanes), Carlos Escoffié Zetina, que visito 58 veces la Penitenciaría Juárez y otros calabozos de mejor fama, a lo largo de su vida de tábano de la tranquilidad yucateca; que dio cabida en su periódico, a tratar del esclavismo en Yucatán cuando ningún periódico o intelectual yucateco (los Inecitos Novelo y los bufos Pérez Alcalá, hasta el ominoso Carlos R. Menéndez, no trataron el tema porque ellos eran parte del tema de la esclavitud en Yucatán) tenía ni la idea ni los cojones necesarios para hacerlo.
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Bello no solamente por eso, Felipe, sino porque en 236 páginas, escritas con prosa elegante y enganchadora (la claridad y la transparencia no se destila en estos andurriales de historiadores yucatecos con la mala fama de prosistas estreñidos), nos demuestras que la caricatura cuenta, y como la fotografía, es un documento importante que los historiadores no deben desdeñar, so pena de ser como los pelagatos del gato mayor (Audomaro Molina) que fueron en su momento los Inecitos Novelo y los Menéndez de la Peña, et al…

lunes, 14 de abril de 2014

CALDILLO DE CALZÓN (CUENTO BREVE)

Y me dijo, convencido:
"Le dieron caldo de mondongo mezclado con el caldillo de calzón (rajita de canela como aderezo principal) de su amor, y murió feliz como un perro enamorado de su perra".
Yo, respondí también convencido:
Es el riesgo, todos, en algún momento, pueden probar ese potente brebaje lobotomizante.

domingo, 13 de abril de 2014

ERÉNDIRA, ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?

Como en una canción de un grupo de subrock que no me acuerdo su nombre, me decía que él siempre había deseado seguir los pasos de Jesús y por eso, en un tiempo de hace milenios, lo crucificaron a las 2 de la tarde de un abril rompe piedras en una aldea palustre bajando el Hondo.
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Yo lo vi, días antes habíamos ido a pescar en el muelle de Chetumal unos pececitos puro hueso, y acabamos en un tiñoso local de la colonia Payo Obispo donde vendían la cerveza más caliente que haya pasado por mí esófago. Decía que quería personificar la última cena en medio de aquellos parroquianos de miradas apagadas aunque parlanchines, brindando por las mulatas que veía con furia y que yo veía también pero distante, y otras chingaderas que ya no me acuerdo.
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Al día siguiente tomaría su camión para dirigirse a su pueblo. Ahí, en aquella aldea perdida del Hondo, el Jesús del trópico con acento indiscutiblemente chetumaleño, volvería a morir por nosotros y, me decía, especialmente por los pecadillos que había cometido, “con su servilleta”, aquella mulata de Margot que nos servía el ceviche menos ceviche del mundo, porque tenía 3 camarones rodeados de un kilo de habanero. Empinándose para limpiar la mesa de las babas de otros parroquianos, Margot dejaba que el aire caliente que cruzaba el cuchitril, le diera de nalgadas en sus morenas redondeces.
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No supe más qué pasó esa noche entre Jesús y la mulata Margot, tal vez reventaron varias hamacas, no lo sé, la cuaresma me tenía jodiendo con sus pescados y sus carnes blandas, y decidí regresar a mí cueva de ex estudiante de derecho. Al día siguiente, en la sala de redacción del diario pinche donde pasaba 8 horas abyectas componiendo notas y descifrando lo que me querían decir los reporteros disléxicos, arrellenado en mi silla tratando de sacar algo en limpio de la nota del mamón del Alex Dorado Dzul (Dorado Dzul era el corresponsal infame del periódico en Botes, pueblo perdido del Hondo), di con una cosa que, sin duda, supuse que se trataba de la mal sana influencia de García Márquez en la prosa aldeana y putrefacta de Dorado Dzul.
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Decía la nota de Dorado Dzul, que "a las 2 de la tarde del día de ayer, durante la personificación de la pasión de Cristo en una aldeíta cercana a Botes", el joven encargado de hacer del hijo de Dios, se entercó para que los romanos morenos que lo acompañaban, lo clavaran de verdad con unos clavos de “así de grandes” (frase idiota de Dorado Dzul) que traía en su mochila, y que el lugar del Gólgota de mentiras fuera, “no en el centro del pueblo como siempre ocurre”, sino a dos metros de la ribera del Hondo y mirando, “no en tierras mexicanas”, sino en “tierras de Belice”. Se hizo lo que aquel Cristo tirano había dicho a los pobres romanos, y el Cristo “aguantó como macho de pelo en pecho”, a que los ardientes clavos barrenaran las líneas de sus manos. Una vez clavado al madero, se hizo una poceta y se irguió la Cruz lo más alto posible; y el Cristo de aquella aldeíta cercana a Botes, comenzó a proferir “estentóreos gritos en una lengua antigua que luego se supo que era el arameo, según el profesor Silvano, docto en teologías, pero yo oía retazos de mentadas de madre por una tal Eréndira aunque el profesor Silvano, docto en la biblia, me decía que no seas pendejo Dorado, que no eran mentadas sino las siete palabras del eli eli lama sabactani, ¿y que coños significa eso, profesor?, le dije a Silvano, y el maestro, significa Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Pus será el sereno, le dije a Silvano, pero yo oigo clarito que dice Eréndira, y algo de chingas a tu madre, pérfida”. La cosa parecía que iba a llegar a su fin, “cuando de repente, el cielo se encapotó, unas nubes gordas rápidamente arriaron el sudor de las dos de la tarde, pues había comenzado la más pertinaz lluvia de la que se tenga memoria en los anales del pueblo. El río rápidamente abrió sus fauces para tragar las aguas que venían del cielo, y en menos de lo que escribo esta misiva, no nos percatamos de que el Cristo había dejado de decir su Eréndira, ¿por qué me has abandonado?, cuando ya el agua del Hondo le había pasado la mitad de su cuerpo. Alguien, no sé quién, pudo haber sido el Cristo mismo, gritó: ¡lagartos, coño!, y ya no pudimos hacer nada, porque el río se había desmadrado y el Cristo se encontraba, ahora sí, abandonado no sólo por su padre sino por el pueblo mismo, que decidió correr con sus gallinas, cerdos y familia porque el Hondo estaba desatado. La lluvia no amainó en toda la tarde sino por ahí de las 8. Entre una nube de jejenes y luciérnagas, con focos de mano porque la luz se había cortado, nos acercamos con cuidado a donde habíamos hecho el Gólgota. Entre el ruidero de los saraguatos, el sonido del río recorría los senderos en arroyos como brazos. No avanzamos más que unos metros, cuando Silvano apuntó al lugar donde habíamos dejado a la Cruz. Lo que vimos heló a más de uno y a varios les puso la piel de gallina. ¿Alguien ha visto a un lagarto humano? Pues eso fue precisamente lo que vimos: en lugar del Cristo, triturado por los caimanes, en la cruz había un lagarto crucificado.

martes, 8 de abril de 2014

FUNDACIÓN GUERRERA DE PAYO OBISPO

¿Y fue por esta bahía de aguas calmosas y enanas 
que don Othón vino a fundar nuestra ciudad? 
Iría perezoso ese pontón gordito 
tirando pedos a los caimanes del Hondo. 
Hicieron un rancho, 
y al mes teníamos nuestras "casitas", 
en el primer crepúsculo de barro 
bajaron las familias 
lloraron los viejos, recordando a Bacalar. 
Al año el Barrio Bravo  
alistaba sus querellas 
y en un picado al mangle eterno surgió nuestra avenida
la Héroes, la de mis odios matutinos y mis amores vespertinos. 
Al rato tendríamos las charcas, a las mulatas, a los chicleros 
y a Sarabia con Conquistador del cielo 
 espantando la duermevela de los saraguatos cercanos a la bahía,
            mientras Pedro Infante enamoraba a todas las de buen y mal ver 
       
           de estos charcos palustres del Territorio.
En la primera media luna de esta historia verdadera
los turcos llegaron a los mangles pregonando sus porquerías. 
          Y esta ciudad, mi ciudad, mí única ciudad, la última de todas,
           
          con sus curvatos donde tomé el agua de lluvia del olvido y del recuerdo juntas,
        
          crecía a contra esquina de una guerra sin fin con Santa Cruz,

          y entre el óxido del zapote y el resplandor de la madera,

         las mujeres comenzaron a parir payoobispenses, 
          
           y otros muchos, muchos más, vendrían luego 
     
         a buscar un pedazo de patria extraviada en el destino. 
A mi se me hace cuento lo de la existencia de Payo Obispo, 
tal vez sea un embeleco fraguado por el recuerdo del apátrida.
(Extracto de un poema de un ex poeta formado en Chetumal, cuyos versos han desaparecido para siempre).
En su célebre poema sobre la fundación mítica de Buenos Aires, el inmortal Borges se preguntaba que si fue por un río de sueñera y de barro que las proas vinieron a fundar esa ciudad. Los hombres de Juan Díaz, en aquel tiempo inmemorial donde se recorrían mares contados en lunas, "Prendieron unos ranchos trémulos en la costa" y "durmieron extrañados". Este poema de Borges me pareció interesante cuando leí, hace siglos ya, la fundación, no mítica, sino guerrera, del antiguo Payo Obispo (hoy Chetumal). Creo que leía, en ese lejano tiempo, con estupor el magnífico trabajo que realizó Luz del Carmen Vallarta Vélez sobre los yucatecos -y no yucatecos, ya que los pueblos al norte de Belice eran una sociedad multiétnica- que formarían la identidad payobispense al término de la guerra de castas en 1901, pero lo cierto fue que, años después, construyendo afiebradamente el capítulo último de una tesis doctoral, he apuntado lo siguiente sobre la fundación guerrera de Payo Obispo:
El Pontón Chetumal, remolcado desde los astilleros de Nueva Orleans de la casa Zuvich por el vapor Stamford, arribaría el 22 de enero de 1898, a las riberas mexicanas donde desemboca el Río Hondo, trayendo una tripulación de 13 hombres dirigidos por el teniente 2º, Othón Pompeyo Blanco, y a los pocos días, un desmonte de la selva cercana a la playa en la bahía de Chetumal, marcaría la fundación de la ciudad de Payo Obispo el 5 de mayo de 1898. El Pontón Chetumal, una barcaza “gorda, rechoncha, con un solo mástil que sostenía una cofa mal armada para la vigía y tenía el puente protegido por un baluarte, cañoneras y una ametralladora,” serviría como aduana flotante y nave artillada para repeler posibles ataques de los rebeldes.

Fuente: Avatares de una región de frontera. Peto. 1840-1940. Tesis doctoral en proceso.

sábado, 5 de abril de 2014

COMIENZA EL CERCO A LA VIEJA SANTA CRUZ

Así comienza la parte de una tesis donde hablo de la ocupación definitiva de Chan Santa Cruz, por las tropas del general porfiriano Ignacio Bravo, en mayo de 1901 (antes había hablado de los discursos de las élites locales y nacionales alrededor de los trenes):
Estos discursos de la “pacificación” y del horizonte de prosperidad para Yucatán que se auguraban con los ferrocarriles, fueron los discursos que escucharon, la noche del 15 de septiembre de 1900 –sentados cómodamente, comiendo y bebiendo en el Palacio Municipal de la Villa de Peto-, los que asistieron al banquete de “las fiestas de la Patria y del Progreso”. Ahí se encontraban casi todos "los amos de Yucatán" y los representantes de Díaz y los literatos de retórica engolada de los reyezuelos del henequén, y un general jalisciense al cual le faltaba un lustro para llegar a sus setenta velitas, Ignacio Bravo. Casi todos, menos los hombres de esa combativa sociedad guerrera a los cuales Nelson Reed bautizaría como los cruzoob, que le harían frente con sus viejos budbitzones a las armas sofisticadas de retrocarga de los batallones de guerra que había mandado don Porfirio para pacificarlos; y menos la miríada de guardias nacionales yucatecos, que con picos, palas, barrenos y pólvora, abrirían el camino de Peto a Santa Cruz, cortarían el bosque, sembrarían los aproches y el telégrafo, construirían los fuertes para la tropa y, en más de una ocasión, morirían a machete o frente a las balas salidas de los budbitzones de los de Santa Cruz, pero muchos, como los hombres de las fronteras de Peto, estarían impacientes por dar pelea. Nuevamente la guerra había llegado a esta lejana Villa sureña.

viernes, 4 de abril de 2014

UN FUTURO LIBRO DE POEMAS A LA MIERDA

En mi libreta de apuntes, he escrito el siguiente recordatorio: Escribir un futuro libro de poemas que llevase por título algunas de estas variantes:
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a) Veinte poemas de mierda y una canción cagada.
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b) Mierda sin fin
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c) Libertad bajo la mierda
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d) El mono de mierda
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c) Suave mierda
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d)Caca poética
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c) Cantos de malamierda
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Será un poemario que vaya en contra, poéticamente hablando, de la clásica mierda política y la caca política, o tal vez será un manual de recordatorios epigramáticos contra varias ideas de mierda que alguna vez he tenido y que me llevaron a cometer los actos más indecentes como el escribirle poemas a los manatíes del Río Hondo, o pensamientos de mierda o terrores infantiles de mierda que me atosigaron casi dos décadas hasta que éstos fueron exorcizados con otros terrores propios de la edad de la temprana juventud. También, el poemario será un canto de mala mierda contra ciertos arquetipos de hombres y mujeres a los cuales he considerado siempre como simples y vulgares, vulgarones de mierda.
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Creo que el maestro López Austin escribió un tratado etnohistórico sobre la mierda, ¿y por qué no un ex poeta como yo puede darse el lujo de escribir sobre algo tan humano, algo tan lleno y rebosante de vida, como es una olorosa, vaporosa y apestosa mierda salida por vez primera al mundo, para vivir solamente unos instantes en el inodoro de su orfandad y después irse, literalmente, a la mierda?
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Cantemos a la mierda, esa mierda del corazón que a veces nos duele recordar sus pasos y pasitos de mierda. Una gran mierda, la mierda del mundo y la mierda de la amada, la mierda de la tarde y la mierda de la mierda. Todo es una gran mierda: estos días de mierda y estas noches sin mierda en qué caerse muerto de mierda. ¡Cantemos a la mierda, oh poetas! Porque cualquier maricón y degenerado y prostituto puede cantarle a la rosa y a la luna y a los senos y a la concha enamorada de la amada, pero no cualquier poeta de mierda puede cantarle con amorosa pasión a la más infame mierda de los días. Dios bendiga a la mierda.

jueves, 3 de abril de 2014

EL CUENTO DEL HILO NEGRO

En el proceso de redacción de la tesis de maestría, me acuerdo, siempre hablaba con mis condiscípulos, que ahora son mis amigos a la distancia, sobre las telarañas del hilo negro. Teorizábamos -Wilberh, Melisa y yo- sobre su plena existencia o su incompleta irrealidad; asegurábamos a pie firme que no nos pasemos de sangrones tratando de encontrar el hilo negro de tal y tal cosa, que todo ya estaba dicho y redicho en esta mugre academia de imbéciles de buena voluntad, que nada era virgen –ni hasta la puta del recuerdo lo fue alguna vez- y que sólo escupiríamos (o lloveríamos, o rastrillaríamos, ¡en fin!) sobre mojado, y que no nos claváramos en buscar los rastros siniestros del tan mentado hilo negro. Yo, al final de tantas palabrejas y tantas melancolías de Wilbert y tantas disquisiciones de Melisa, terminé por concebir al hilo negro como una suerte de hilo dental de la perra musa, o de la musa perra, que no terminaba de vomitar su canción en el ruidero de mí corazón. Los meses pasaron, yo terminé por hacer una tesis presentable pero sin rastro de hilo negro, y creo que los trabajos de mis condiscípulos resultaron como cristianamente deberían acabar: sin las telarañas del hilo negro.
***
Pero, el otro día, escribiendo otra tesis, y esta sí, más amorosa y encoñadamente redactada, en un momento de desesperación y taquicardias que tengo cada vez que escribo sobre historias matrias, un hilo negro, no sé de qué parte entró, vino a ovillarse en el teclado de mi computadora. Un botón de una camisa negra bailoteaba, chimuelo, en el ojal de mi tristeza.

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