domingo, 2 de septiembre de 2012

Del inconveniente de haber nacido petuleño

"No soporto a los petuleños. Soy petuleño, no me aguanto a mí mismo"..."Todo lo petuleño me hace indigestión"..Frases que le llegué a escuchar alguna vez al poeta Salvador Vilax.
Para empezar, debo confesar que nací descastado, y no pienso cambiar esa biológica ambición de sentirme fastidiado con el lugar de origen. Desde el primer instante del instante supe que no vivía en el centro de la tierra, que nada de bueno obtendría quedándome entre las albarradas del lugar. No conozco otro cielo más triste (más o menos triste), otra gente más taciturna, que el cielo y la gente de donde nací por accidente.

Nada bueno ha salido de allá, salvo mefíticos recuerdos exorcizados por la literatura primero, y ahora por la historia que intento hacer. Nada rescatable, todo omitible, siempre desechable. Parafraseando a Cioran, diré que la paradoja de ser petuleño...
"es un tormento que hay que saber explotar, un defecto del que hay que sacar provecho".
Si alguna vez se equivocó el bueno de Dios, si en algún momento el supremo sátrapa del universo no tuvo piedad de los hombres, fue cuando puso en la cabeza de algún fraile la idea de congregar a los nativos de la región después de la Conquista de Yucatán, y conformar un pueblo que sería -durante la Guerra de Castas- casi barrido de la historia. Luego, domeñados los bárbaros de Chan Santa Cruz, otra vez las condenadas tierras del lugar serían infestadas por truhanes de toda laya, seguidos de las más infames putas selváticas dispuestas a reproducirse con indios taciturnos y mestizos taimados. En la imperialista época del chicle, las calles del pueblo serían infestadas por negros de Tuxpan, por pordieseros de todos los lugares y las escorias expulsadas de todos los pueblos del "Yucatán profundo". Ese caldo podrido de cultivo daría forma al más sucio, degradado e involucionado pueblo de Yucatán, de cuyo nombre todos sabemos cuál es, pero por salud mental omito teclearlo.
Porque desde antes del principio, la condena de todos fue haber nacido en esta tierra sin esperanza devorada por caciques sin alma. Vuelvo a Cioran, y sólo para confesarles
"haber mirado en otro tiempo como una vergüenza el pertenecer a una nación -o pueblo- vulgar, a una colectividad de vencidos, sobre cuyo origen me cabían pocas esperanzas".
Creía, y quizá no me engañaba, que habíamos surgido de la hez de los bárbaros, del desecho dejado por el tumulto de la Conquista de Yucatán.
¿Cómo se puede ser petuleño sin pegarse un tiro en la cabeza al momento? ¡Fácil!, siendo un degenerado mental que cree que algo civilizado hay en esas albarradas del lugar (no es mi caso) o ser un descastado, un apátrida profesional. Vuelvo a Cioran, para decir que:
"Como odiaba a los míos, a mí país (o a la aldea), a sus campesinos intemporales, encantados con su torpor y se diría que deslumbrantes de embrutecimiento, yo me avergonzaba de ser su descendiente, renegaba de ellos..."
Me rehuso a ser parte de su infra-humanidad, a estar en sintonía con:
"...sus certidumbres de larvas petrificadas, a su soñarrera geológica".
El mono, o el mico, se muere entre los petuleños, raza prehomínida a la que le está vedada el más mínimo rastro de civilización. No sabiendo cómo zarandearlos para que salgan de su modorra mitológica, me ha entrado la idea de exterminarlos simbólicamente.

Pero no se puede hacer una matanza que se quede sólo en la execración. Nunca he dejado de maldecir el accidente que me hizo nacer entre ellos. Nací en Peto, pero prometo que no lo vuelvo a hacer.

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