domingo, 30 de noviembre de 2008

Observaciones de provincia



Leyendo a Velarde, el poeta de “La suave patria”, amador fiel de la anémica Fuensanta (musa también de los devotos de Velarde), en el poema “Domingos de Provincia” –de la “La sangre devota”-, unos versos me sugieren unos comentarios provinciales:

“en los días festivos, entre aquellas mujeres
no hay una cara hermosa que se quede sin misa”.

Observo que los pueblos de la provincia mexicana, sino exactos en su geografía, idénticos son en sus costumbres. Costumbres católicas, ritos y ritualismos que, aunque históricamente aggiornados, no cambian de sustancia.
Velarde escribió aquellos versos en 1916: 92 años atrás para ser exactos. 2008, año en que mal escribo esta nota provincial, las cosas rituales del affaire amoroso no distan ni dos centímetros de no parecerse a lo que López Velarde contemplaba (estoy hablando de Peto, no del desmadre sexual de Mérida la horrible, Nueva York o el Detritus Federal, el arrabal urbano en el que el catolicismo se pulveriza con un polvo intempestivo): en mi pueblo las mujeres –no solamente las hermosas –van a misa los domingos.
No se crea que la mayoría de ellas sean obsesivamente celadoras del dogma, o que no piensan en los avatares de la carne, almas ilesas a los ojos inquisitivos de los lúbricos demonios que las contemplan subiendo los escalones que dan al zaguán eclesiástico.
Ellas saben que las admiran, las analizan, auscultan. Unos, como el que esto escribe, sesudos teóricos de la belleza petuleña, tal vez recordarán este poema de Velarde que comento:

“En los claros domingos de mi pueblo, es costumbre
que en la plaza descubran las gentiles cabezas
las mozas, y sus ojos reflejan dulcedumbre
y la banda en el kiosco toca lánguidaz piezas.

Confieso que esas “lánguidaz piezas” inhibirían de mí a que salga lo valiente que no tengo, el cazador tras su presa. Prefiero la estridencia de un Stravinski, el humo de un cigarrillo, y que la presa se encuentre fuera de la manada.
En esos domingos aburridos de misa, las hermosas y las feas de mi pueblo intercambian miradas en clave morse amatoria con sus futuros galanes, y cuchichean y sonríen, mal actuando un proyecto de captura; las letanías cacofónicas del cura se pierden entonces en el vacío de la bóveda del templo, recinto de los inicios de un escarceo no del todo católico.
Yo, que ni voy a misa los domingos, y no me siento en buena paz con el yugo y el cepo de ninguna religión, envidio con exceso esta categoría putesca de las mojigatas de mi pueblo seduciendo a la gleba de los pobres de espíritu.

El fastidio cubano



En febrero de 2007, un efusivo y sulfuroso Carlos Alberto Montaner (escritor “liberal” miembro de cámara de la CIA), terminaba de escribir para Letras Libres, una frustránea esquela mortuoria de Fidel Castro del modo siguiente:

“Por fin se anuncia la muerte. Lo llora una extensa y confusa familia de hijos conocidos, sospechados y desconocidos […]. Los funerales son prolongados y emotivos. Deja tras de sí un país totalmente diferente al que recibió que tardará una generación en reinsertarse al mundo occidental. Fidel, en cambio, nunca cambió: la persona siguió escondida tras el personaje hasta el último minuto de su vida. Lo enterraron disfrazado del Fidel Castro que se inventó en Sierra Maestra, hace ya cincuenta años”.

Desde Madrid, Montaner, con su homicida pluma -más efectiva que un cáncer intestinal y una hemorragia en las vísceras- mataba, vez enésima y con calcinante retórica, a su bestia negra totalitaria. En el cerebro del liberal cubano, tal vez los múltiples ecos de los gritos, cantos y vítores dionisíacos de los “gusanos” del exilio americano, que restregaban su orgiástica felicidad necrófila en las calles de Miami, encabritaban sus ánimos esperanzadores de conocer y caminar desde La Habana para un Castro difunto. Ahora es preferible para dos.
Me pregunto: ¿Quién anunció la muerte de Fidel en ese movido febrero? En verdad, ¿quién? De Cuba no habrá salido, por el hecho simple de que del gobierno cubano no sale nada bueno, no importa que este “nada bueno” sea un infundio de “muerte Grande”. Pero lo cierto es que esta reacción –natural- del exilio cubano ante el bulo del deceso del narcisista Castro es comprensible: Castro es una presencia muy arraigada en la cotidianidad cubana, que tal vez sólo será posible de desarraigar con su muerte. Recomponiéndole el poema al poeta Sabines, diría que, en realidad, Fidel son los años de fastidio que levanta cada cubano de la dictadura.
Es un fastidio seguir creyendo que el mundo finaliza en la consigna marxista de transformarlo con la gesta revolucionaria. Es un fastidio tener que soportar que un viejo asesino te imponga su utopía cadavérica pertrechado desde su túmulo dictatorial. Es un fastidio que Cuba sea vista como una "jinetera" por unos hermanos al borde de la muerte, pero que no deciden a largarse a ella al siguiente respiro pedregoso. Es un fastidio que en Cuba se acalle a los Padilla, a los Rivero, a los Oswaldo Payá, o que se intente bloquear a la inteligente bloguera Yoani Sánchez con suspensiones a su pasaporte para recoger en Madrid un premio por su periodismo virtual, o la imposibilidad para acceder a internet. Es un fastidio que las mafias cubanas de Florida (con bases en Mérida y Cancún) saquen partido a las sobradas ganas de los cubanos de largarse de la Isla, hartos ya de la racionalización de la vida, de la racionalización de la libertad, de la racionalización del pensamiento. Es un fastidio que existan todavía “gusanos” académicos auto designados de izquierda, periodistas trasnochados cronicando la "esperanza bolivariana", poetas con guadaña loando las virtudes del Chávez de la tribu; estudiantes adoctrinados por los gusanos académicos, que hacen de la hagiografía chavizta -y de sus epígonos- su modo para sentirse t parte de los trituradores de las zarpas del Imperio. Es un fastidio, para mí en lo personal, que se siga emputeciendo a la izquierda con dictadores seudoizquierdistas que no tienen los suficientes cojones de morirse; verborraicos chavistas dueños de una inextricable retórica, que desconocen las virtudes del saber escuchar. Es un fastidio saber que asesinos corruptos como el rústico y sexagenario Daniel Ortega (un inveterado “Humbert Humbert” abusador sexual de su hijastra), en estos momentos, culea a mansalva a la bella Moret.

jueves, 6 de noviembre de 2008

¿Quién Mató a Mouriño?


a) ¿El Cártel del Golfo?

b) ¿El de Sinaloa?

c) ¿La Familia?

d) ¿El de Los Arrellano Felix? (Curioso, acaban de detener al "Doctor" de los Arrellano Felix; ¿será esta la respuesta de dicho Cartel?.. Lo dudo, pues el de Tijuana se encuentra totalmente desarticulado.)

e) ¿Los Zetas?

f) ¿Algún otro Grupo Narcotraficante?

g) ¿Un grupo guerrillero cuya visión única para la salida del empantanamiento social, es recurrir a la violencia partera de la Historia? ¡Imposible! La rudimentaria tecnología de los grupos guerrilleros mexicanos como el EPR o el ERPI, sólo les posibilita dinamitar ductos petroleros, pero les es imposible brincar el cerco de inteligencia del Estado Mayo presidencial (las cuentas bancarias no les alcanza para andar de "cañonazos" con los mílites).

h) ¿El Mayo Zambada, como respuesta inmediata al gobierno federal por la captura de su hermano Jesús Zambada García, "El Rey", posterior a una balacera ocurrida el 20 de octubre en la colonia Lindavista del Detritus Federal?

h) ¿Felipe Calderón? (el antecedente es Salinas, que mandó a liquidar a Colosio)

i) ¿Un corporativo Petrolero mundial, rival de las empresas del padre de Mouriño, para evitar que se sirviera con la cuchara grande con la reforma de Pemex?

j) ¿O sólo fue un simple accidente como dice el gobierno federal en voz del secretario de Comunicaciones y Transportes, Téllez Kuenzler, secundados por los medios des-informativos de comunicación como Pendejiza (Televisa) y TV Apesta (tvazteca)?

Lo cierto es que, sea accidente o "atentado terrorista", como todo indica que así fue, en lo personal, considero que lo ocurrido el día mismo de las elecciones estadounidenses, demuestra que, a pesar de los chingos de a pesares neocoloniales, en México todavía existen valerosos patriotas. Que no todo el mundo se empina con el garañón español, que el complejo de Malinche no es homogéneo.

sábado, 1 de noviembre de 2008

Un cuento

Desde un lugar de la mancha
Es decir, desde un lugar de la mancha de mi bolígrafo redacto esta misiva, momentos después de haber conocido el Pacífico en una playa oaxaqueña. Apenas conseguí un poco de dinero, y pensé largarme lo más pronto de la península. En la mochila dispuse, como equipaje, dos libros de Borges, una estilográfica y un cuaderno para apuntes paisajísticos. El periplo lo realicé como pude: en carros guajoloteros, a pie, en trenes al estilo guatemalteco, y, por último, en un cadillac de una bella de corte caucásico que en una gasolinera perdida en medio de la nada, cuando yo tenía casi medio día intentando hacer que alguien me llevara, me preguntó si quería subir a su lado. Con una ecuanimidad impostada, de mi boca sólo salió un sí apenas audible. De inmediato la caucásica me cedió el asiento del copiloto, arrimando a Fifí –creo que ese era el nombre de su perra, que me gruñía incisiva cada vez que hacía el intento de calcular con mi vista la esferidad portentosa de los senos de su ama.
Para estallar el idiota silencio que secundaba al ronquido del motor, la caucásica puso en el estéreo una canción de Rigo Tovar. Explicó que le gusta sentirse pueblo, lo que me hizo pensar que si eso era lo que en verdad quería, con revolcarse conmigo sería suficiente, pues, que yo sepa, no poseo ningún pedigrí aristocrático, por el contrario, soy pueblo desde la coronilla hasta los hongos de los pies. Así pasamos dos horas: ella con Rigo, y yo acariciando a Fifí, queriendo estrangularla.
La carretera evocaba una idea siniestra de la felicidad: parajes desérticos, polvo en el parabrisas, el anochecer que se estrellaba en mis ojos, y la caucásica mirándome de reojo, semejaban la felicidad, o tal vez el equívoco de ella.
En Tuxtla, la caucásica, desde su visión celeste de bella altiva, me lanzó la primera propuesta indecorosa de esta historia: “Te apetecería llevar a Fifí a que contamine el parquecito”. Estábamos en un mugroso café. Terminé un cigarrillo y no le pude decir que no, pues corría el peligro de que la perra embarrara mis mineros. Después de que Fifí cagara, la caucásica, ya en el asiento del automóvil, me dijo que iría al banco a sacar dinero y que necesitaba que la acompañara. Una poderosa razón me forzó a decirle que sí nuevamente: había sacado una magnum debajo de su asiento y la floreaba con erotismo, casi masturbándola. Con ella me señaló a la guantera abierta, que dejaba entrever un revólver acerado. “Agárrala, querido”. No dudé en hacer lo que me pedía, el deseo y el temor hacia la caucásica –deseábala, temíala- puso en mis manos de ex poeta el revólver de marras.
En una calle angosta donde estacionamos el cadillac bajo la negrura sin luna de un roble de gorda copa, no había ni un transeúnte, excepto una pareja de enamorados que al parecer no tenían dinero para un hotelito y casi cogían en las bancas de un parque cagado por los pájaros. Caminamos con pasos raudos. La caucásica, sin dejar de trotar, se quitó de forma inexplicable las medias. Yo le dije que esperara a que entráramos a un hotel para que se desnudara, y ella contestó que no me andara con pendejadas y que me pusiera una. Llegué casi al paroxismo cuando olí la fragancia de esa prenda, sin poder ocultar mi depravado fetichismo.
En el banco sólo había una muchacha gorda que se andaba pintando las uñas, mascaba un chicle con el estilo de una talonera, y veía un documental sobre la vida sexual de las morsas. “Este es un asalto señorita, etcétera”, dijo la caucásica, y soltó a Fifí quien de inmediato inspeccionó la zona, sacó los colmillos y se apostó en la entrada, gruñendo como un rotwailer. La muchacha gorda, con gemidos hipócritas de una perfecta talonera, rogó que no la matáramos. “No tenemos intención de matarte, cherie”, dijo mi camarada caucásica. En una mochila que traía, hizo poner a la muchacha talonera todo el dinero de la bóveda. “Ahora sí, querido, larguémonos, pero antes cállale la boca a esa obesa”. La amordacé lo más comedidamente y me dispuse a cargar la mochila repleta de fajos de a quinientos.
Salimos de Tuxtla con un paso de lince, silencioso pero rápido. Fifí volvió a su condición normal de perra de la burguesía. Dormimos un rato en un paraje boscoso, no sin antes comer unas fritangas que la caucásica traía en la guantera, y tomamos unos tragos de guaro que yo había comprado en un pueblo perdido allá en la Península. Ella, como para alejar malos hábitos o equívocos involuntarios, me dijo que me cuidara con ponerme impertinente, pues Fifí había castrado a no menos de diez. Le señalé que no tenía intención de violarla. Después de dormir no más de cuatro horas, reanudamos el viaje cuando el alba no rompía, es decir, antes de las cinco, porque la caucásica tenía ganas de bañarse en el mar, en unas playitas que quedaban detrás de unas lomitas.
La murria me empezaba a chingar en esos momentos, y ya extrañaba la atmósfera inhóspita de la península, con su calor descalcificante y con sus atardeceres arrebolados. Ella quiso indagar el motivo de mi periplo. Insinué que mi intención era hacer la revolución, buscar contactos guerrilleros y joder a los explotadores; es decir, mi prospectiva de vida era utópicamente indeseable. “¿Y quién te jodió tu corazoncito, poeta, digo, pues los que quieren purificar la mierda han de haber probado la hiel menos amarga, no? (Entonces yo no quise mencionarte, Susana). En el parabrisas ya se veía el horizonte marino. Fifí ladraba como perra en estro, cuando los cabellos de la caucásica se soltaron, castaños y rociados por las lanzas solares. Hurgué en el bolsillo de mi chamarra la cajetilla de los delicados que no traía.
Ella estacionó el vehículo nuevamente, se apeó, tiró a Fifí en la húmeda arena y dio esa orden que no me esperaba: “ahora sí, quiero que me cojas, querido”. Lo dijo tan seco, tan lascivamente seco, que las pocas gaviotas que se bañaban de arena alzaron el vuelo despavoridas.
Dejé de pensar en revoluciones pendejas, en contactos guerrilleros y lógicamente en ti, Susana. El único contacto que me importaba era el cuerpo de ella.
En el mar, la luz tempranera del sol fraguaba cristales fugitivos.

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